El aniversario de un éxito inesperado

Tres décadas de una estrella rota

El Estrella Roja logró un hito al ganar la Copa de Europa de 1991 contra el rico Marsella, pero la guerra frustró un futuro prometedor.

"¿Queréis jugar bien y quedaros sin trofeo o queréis ganar?", fue el particular "salid y disfrutad" del técnico, Ljupko Petrovic. La táctica conservadora le salió bien.

Los jugadores del Estrella Roja, con la Copa de Europa tras ganar por penaltis la final de Bari en 1991.

Los jugadores del Estrella Roja, con la Copa de Europa tras ganar por penaltis la final de Bari en 1991. / Getty

Eloy Carrasco

Eloy Carrasco

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Hace 30 años estaban a punto de volver a crujir las costuras de los Balcanes, esa región del mundo que generó el chispazo de la primera guerra mundial y que siempre ha producido más historia de la que es capaz de digerir, según dijo un visionario Churchill. Empezaban los 90, apenas se vislumbraban las tinieblas que vendrían y, justo antes de que el continente fuese aspirado por el agujero negro de bombas y vergüenza, se dio el mayor éxito en la historia del fútbol de aquella parte del planeta. El Estrella Roja de Belgrado, un clásico menor de las competiciones europeas, ganó la Copa de Europa al imponerse al Olympique de Marsella en una final disputada en Bari (Italia) y en la que no hubo más goles que los de la tanda de penaltis que decidió el título. El partido fue roñoso, decepcionante, porque los dos equipos acudían con jugadores que ya eran excepcionales o estaban a punto de serlo: Papin, Waddle, Stojkovic, Prosinecki, Savicevic… Ninguno hizo nada, la tenaza nerviosa de este tipo de choques desconectó los hilos creativos y aquello fue un aburrimiento de más de dos interminables horas largas.

El clan de los Matarrese y una cena con Juanito en Bari

Bari, la ciudad donde se coronó el Estrella Roja, es un puerto del Adriático frente a Montenegro y Albania cuyos 300.000 habitantes vieron alteradas sus vidas con la invasión de hinchas de Marsella y Belgrado. Que una localidad tan poco poblada albergase la final de la Copa de Europa no era normal, de hecho es la sede más pequeña de la historia, pero todo tiene una explicación: el ladino clan Matarrese. Antonio fue un dirigente del fútbol que pisó todas las moquetas: presidente de la Liga italiana y de la federación, y vicepresidente de la UEFA y la FIFA, mientras que su hermano Vincenzo presidió el Bari durante tres décadas y fue, en suma, un gran patrón local. El Bari, hoy en la serie C, vivía entonces un momento de esplendor que sus responsables se encargaron de convertir en faraónico: se construyó un estadio para 60.000 espectadores (ahí sigue, ahora para partidos de tercera división) y fue uno de los escenarios del Mundial-90 . La influencia de la familia en la UEFA simplificó la elección para la final de la Copa de Europa.

En aquel Bari jugaba Pietro Maiellaro, era ‘il fantasista’, es decir el pelotero del equipo, y un póster suyo presidía el restaurante en el que después del partido acabó la tropilla de enviados especiales de la prensa española, media docena, para echar algo al estómago a aquellas horas ya fuera de mercado. Estaban José Ángel de la Casa, narrador para TVE, y Juanito, con las botas colgadas no hacía mucho, que le acompañaba en los comentarios técnicos. Nadie entre los presentes discutió que la final había sido un chasco, y el desaparecido exjugador del Real Madrid, muy moderado en cuanto a su anecdotario personal, se fijó en un detalle del partido: “Dos líberos y un destino”, dijo sobre las curiosas trayectorias inversas de Belodedici y Mozer. El primero había sido campeón por penaltis en 1986 con el Steaua y esa noche acababa de repetir suerte por el mismo procedimiento, mientras que el brasileño del Marsella, recién derrotado, venía de morder el polvo en 1988 con el Benfica ante el PSV, también en la disciplina de los 11 metros. Fue mucho más entretenida que la final, aquella sobremesa nocturna bajo la foto de Maiellaro.

A los yugoslavos tal vez no les ayudó pasar una semana concentrados en un hotel a las afueras de Bari, alejados de la euforia desmedida de su afición pero también demasiado ensimismados en su responsabilidad histórica. Por si fuera poco, varios jugadores, entre ellos su portero, Dika Stojanovic, fueron tentados esos días para dejarse sobornar a cambio de unos millones de francos suizos de procedencia marsellesa. Era una práctica habitual del presidente del club francés, Bernard Tapie, un experto en turbiedades que no tardó en pasar una temporada a la sombra por ese y otros motivos.

Pero la historia, además de las tragedias, recuerda sobre todo a los vencedores y la noche del 29 de mayo de 1991 fue la noche del Estrella Roja. Por una vez el equipo revelación, esa corona honorífica reservada para los aprendices que se van de vacío porque en algún momento pagan la novatada, se llevó también la gloria en metálico y agarró el trofeo por las orejas.

Había mucha exuberancia futbolística en aquellos chavales. Se pasearon por las eliminatorias de la Copa de Europa con un vigor y un juego veloz y preciso que de inmediato llamó la atención de todos los ojeadores. Y, además, tuvieron suerte. En las semifinales contra el Bayern de Múnich se dio una de esas entre un millón: Augenthaler, central con esa expresión fiera de “sabes que te la voy a quitar por las buenas o por las malas”, se marcó un autogol decisivo con un despeje inverosímil en el último minuto del partido de vuelta en Belgrado. El ‘pequeño Marakana’, el mismo en el que Juanito recibió un botellazo en la cabeza tres lustros antes, entró en demente y merecida erupción.

El responsable de aquel grupo de muchachos con melenita a la moda occidental era Ljupko Petrovic, de posterior paso fallido y efímero por el Espanyol. Era meticuloso, con mucha mano izquierda en el vestuario, hábil con aquellos jóvenes levantiscos, que tan ufanos llegaron a Bari que hasta le discutían cómo afrontar la final. Los jugadores querían salir al ataque, como siempre, abiertos. Petrovic, astuto y pragmático, les cosió la boca con una pregunta retórica: "¿Queréis que juguemos bien y nos quedemos sin trofeo o queréis ganar?". No fue precisamente el "salid y disfrutad" de Cruyff en Wembley, pero también le salió redondo. Disponía de mucha calidad en aquel plantel pero sospechaba que el Marsella tendría más opciones en un pulso directo, así que apostó por buscar el 0-0 y los penaltis.

El ‘crack’ por el que todos giraban la cabeza era Robert Prosinecki, un croata rubio, gran malabarista que ya había impresionado en el Mundial juvenil de 1987 que ganó Yugoslavia. El Real Madrid pujó más que nadie en los tiempos del tahúr Ramón Mendoza, que viajó hasta Bari para cerrar allí mismo el fichaje después de la final. Sin embargo, el deslumbrante centrocampista que olía a Balón de Oro nunca despegó en el Bernabéu. Lesiones musculares, angustia por la guerra en su país y vida nocturna como desahogo se mezclaron en la pócima del fiasco. Años después, Johan Cruyff, que ya había redimido a otras figuras infortunadas en destinos opacos (Laudrup, por ejemplo), probó suerte y lo llevó al Camp Nou. Tampoco.

El tiempo y la pelota demostrarían que el verdadero genio era otro: Dejan Savicevic, mago montenegrino que se quedó el Milán, entonces gran potencia económica europea. Tres años después del triunfo ante el Marsella, ganó el trofeo de nuevo para desgracia del Barça, en la nefasta final de Atenas en la que marcó un gol extraordinario con una parábola inabordable para Zubizarreta y para cualquiera.

Un diamante entre pepitas de oro

Savicevic tenía la zurda de diamante, pero es que a su lado había pepitas de oro. Por acabar con el repaso de bestias negras azulgranas, por allí andaba Miograd Belodedici, finísimo defensa libre (entonces aún estaban de moda) que ya había dado con la puerta en las narices del Barça en 1986, con el Steaua de Bucarest. Vladimir Jugovic, serbio, centrocampista con un poco de todo, hizo luego un buen recorrido por media Europa, casi siempre en primera clase (Juve, Inter, Atlético, Mónaco); Darko Pancev, macedonio, paseó su Bota de Oro (34 goles en 1992) por el Inter y la Bundesliga, y para los anales queda que marcó el penalti ganador en la tanda contra el Marsella; Sinisa Mihajlovic, serbio, consta en muchos ránkings de lanzadores de faltas gracias a su violento pie izquierdo. Se enraizó al máximo en Italia, donde opera desde entonces: jugó en Roma, Sampdoria, Lazio, Inter, y ha entrenado a media docena de equipos. Solo aparcó los espaguetis en el 2012 para ser seleccionador de su país. El gran timonel que juntó aquella camada triunfal en Belgrado era Dragan Dzajic, secretario técnico e institución del club, mito de la memoria ‘boomer’ por los recurrentes partidos de los años 70 entre España y Yugoslavia. Hoy es presidente de honor y, a punto de cumplir 75, suele recordar que no quiso ver el lanzamiento decisivo de Pancev en Bari.

El Estrella Roja, que aquel año también ganó la Intercontinental (3-0 al Colo Colo, de Chile), actuó como una supernova, un estallido deslumbrante y breve que atrajo la rapacidad de los predadores europeos. Lo descuartizaron rápidamente y no le pareció mal a ninguno de aquellos futbolistas, que vieron la oportunidad de llegar más holgados a fin de mes y, sobre todo, de escapar de un avispero. Yugoslavia llevaba tiempo dejando caer señales muy alarmantes que invitaban a emigrar. En medio de una corrupción rampante, la crisis social y económica posterior al desplome de la Unión Soviética vino a encontrarse con el fervor ultranacionalista.

Hostilidad, y la guerra

El equipo empezó a vérselas con ambientes sumamente hostiles cuando viajaba a jugar a Croacia, contra el Hajduk Split o el Dinamo de Zagreb, y a Bosnia Herzegovina, contra el Sarajevo. Se considera un detonante significativo un Dinamo-Estrella Roja de mayo de 1990, con el estadio de Zagreb convertido en ring del combate social y político. Hinchas de los dos equipos se enfrentaron violentamente en las gradas y luego en el césped, donde Zvonimir Boban, que pocos años después coincidió con Savicevic en Milán, golpeó a un policía y se convirtió en un héroe nacional. Apenas diez meses después, en marzo de 1991, empezó la primera de las guerras de los Balcanes. Al cabo de un año, el 25 de marzo de 1992, la selección de Yugoslavia disputó el último partido de su historia, un amistoso contra Holanda, y pocos días antes del comienzo de la Eurocopa de Suecia fue descalificada (y sustituida de emergencia por Dinamarca, luego inverosímil campeón) en virtud de las sanciones de la ONU.

A lo largo de las tres décadas transcurridas desde entonces, la mayoría de los futbolistas del Estrella Roja prefieren irse por la tangente al hablar de la guerra, más allá de expresar el sentimiento de dolor e incomprensión. Al menos de puertas afuera, la relación entre ellos siempre fue de amistad, pese a que los había de todos los rincones de Yugoslavia. No se dio un caso como el de Divac (serbio) y Petrovic (croata), dos grandes del baloncesto que crecieron juntos fraternalmente y nunca volvieron a hablarse por un incidente con una bandera croata. Toda esa amargura, que ya no tuvo remedio porque Petrovic murió en un accidente de tráfico en 1993, se muestra en el magnífico documental ‘Hermanos y enemigos’.

Da una medida de lo que fue el Estrella Roja de 1991 que cuatro de sus integrantes acabaron entre los diez más votados del Balón de Oro: Savicevic, Pancev, Prosinecki y Belodedici (lo ganó Papin). Un gran equipo que aún podía haber ido más lejos. Antes de que todo estallara, el arquitecto Dzajic tenía atados a otros jóvenes fenómenos para la siguiente temporada, entre ellos Davor Suker. Pero frente a la tragedia de una guerra que segó decenas de miles de vidas, la abrupta descomposición del Crvena Zvezda, el club que fue fundado en 1945 por antifascistas, no fue sino un crespón negro más.

La ficha de la final

Estrella Roja: Stojanovic; Sabanadzovic, Najdoski, Belodedici, Marovic; Jugovic, Mihajlovic, Prosinecki, Savicevic (Stosic, m. 84); Pancev, Binic. Entrenador: Ljupko Petrovic.

Marsella: Olmetta; Amorós, Boli, Mozer, Di Meco (Stojkovic, m. 112); Fournier (Vercruysse, m. 75), Germain, Casoni, Waddle; Papin, Pelé. Entrenador: Raymond Goethals.

El árbitro fue el italiano Tullio Lanese y el partido se jugó en el estadio San Nicola, de Bari, ante 56.000 espectadores.

Penaltis: el Estrella Roja marcó los cinco: Prosinecki, Binic, Belodedici, Mihajlovic y Pancev; por el Marsella falló Amorós y marcaron Casoni, Papin y Mozer.

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