HISTORIAS IRREPETIBLES DEL DEPORTE

La última vuelta del soldado

El fondista belga Étienne Gailly sufrió un terrible desvanecimiento cuando iba a ganar el maratón en los Juegos de Londres de 1948 y tuvo que conformarse con la medalla de bronce.

Combatiente en la Segunda Guerra Mundial, se alistó luego en Corea donde saltó por los aires al pisar una mina que le afectó un pie que lo apartó del deporte.

Murió atropellado con 49 años en 1971.

Maratón Londres 1

Maratón Londres 1 / ARCHIVO

Juan Carlos Álvarez

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Para Étienne Gailly no había nada más importante que darle a su país una medalla olímpica. Lo consideraba el fin de trayecto de una complicada etapa de su vida que había comenzado el día en que los nazis entraron en Bélgica. Tenía 20 años entonces. Demasiado horror de golpe para un chico ordenado que estudiaba con la intención de hacerse abogado y que practicaba el atletismo como un pequeño entretenimiento.

Gailly, como muchos otros, escapó de Bélgica con la idea de combatir a los alemanes desde fuera. Atravesó Francia y tras cruzar los Pirineos acabó en España, donde pasó seis meses detenido por no tener llevar documentación. Las autoridades le liberaron tras prometer que regresaría a su casa, pero sus planes eran bien diferentes a los que confesaba. A través de Portugal llegó a Londres donde tenía intención de unirse a las fuerzas belgas liberadas. Comenzó en Inglaterra su instrucción como paracaidista con la intención de participar en el desembarco que se estaba preparando. En su tiempo libre recuperó el hábito de correr y para ello se inscribió en un club de Wimbledon, el Belgrade Harriers. No era un prodigio, pero sí obstinado y duro. Sus entrenamientos se detuvieron en 1944 cuando formó parte de las fuerzas que llegaron a Europa a través de Normandía. Durante un año estuvo en combate, envuelto en las últimas grandes campañas que tuvieron lugar en Europa, un tiempo que sirvió para reencontrarse con el desastre en el que se había convertido su país. Fue entonces cuando pensó que toda aquella gente, inmersa en el dolor más absoluto, se merecían que él hiciese un esfuerzo por darles una pequeña alegría.

Él y su entrenador decidieron inscribirse en el maratón tras un casi inexistente proceso de selección. No había corrido ninguno en su vida, pero tenían un plan que estaban decididos a cumplir. Había que cubrir esa distancia en dos horas y media y que eso serviría. Establecieron unos tiempos de paso y optaron por olvidarse de todo lo que sucediese a su alrededor. Dos idealistas sin mucho conocimiento. La organización había dispuesto que el maratón, que cerraba el programa olímpico, se disputase con salida y llegada en el estadio de Wembley. Un recorrido algo duro, con varias subidas que podían desgastar demasiado a los poco más de cuarenta atletas que se lanzaban a la aventura. Con las heridas de la guerra aún curándose la cita inglesa estuvo marcada por la austeridad, pero lo compensaba el entusiasmo de quienes querían que la vida y el deporte siguiesen su camino. Entre esos entusiastas estaba Étienne Gailly.

Por si las dificultades fuesen pocas los organizadores establecieron las 3 de la tarde como la hora de salida. Y por esas cosas del destino que suele ser caprichoso el 7 de julio de 1948 hizo mucho calor en Londres lo que unido a su tradicional humedad hizo que las condiciones fuesen especialmente exigentes para los deportistas. De eso podía hablar con conocimiento de causa el encargado de dar el pistoletazo de salida de la carrera. Fue Dorando Pietri, el italiano que en el maratón de los Juegos Olímpicos de Londres de 1908 fue descalificado porque varios jueces le ayudaron a cruzar la línea de meta. Había entrado en el viejo estadio de White City completamente desorientado, sin fuerzas para sostenerse en pie. Incluso corrió un rato en dirección equivocada y tuvieron que corregirlo. Las ayudas fueron tan evidentes para que llegase a la meta que los jueces tuvieron que descalificarlo, aunque se ganó el cariño de todo el mundo e incluso la Reina le recibió al día siguiente para regalarle una pequeña jarra de plata. La presencia de Dorando Pietri en la línea de salida era de alguna forma una premonición de lo que estaba a punto de suceder.

La salida del maratón londinense en los Juegos de 1948.

La salida del maratón londinense en los Juegos de 1948. / ARCHIVO

Gailly tenía un plan y no quiso apartarse un segundo de él. Durante los primeros kilómetros fue cumpliendo escrupulosamente lo que tenía preparado con su entrenador. Ajeno a la tranquilidad con la que se tomaron el compromiso el resto de rivales. Así no tardó en marcharse en solitario hasta abrir un hueco con sus perseguidores que siempre rondó el minuto. Apretaba el calor, aumentaba la deshidratación, pero el belga superó el ecuador de la prueba con una amplia diferencia sobre sus perseguidores donde comenzaron a destacar el coreano Yoon-Chil (que entonces tenía el récord mundial de la distancia) y el argentino Delfo Cabrera (otro novato que corría el segundo maratón de su vida y que tampoco aparecía entre los favoritos). Pasado el kilómetro 30 Gailly empezó a sentirse mal y disminuyó su ritmo. Empezaban a asomar las fisuras del plan diseñado con su entrenador. El coreano y el argentino lo adelantaron cuando habían cubierto el kilómetro 32.

Lo normal es que la caída hubiese continuado, pero Gailly apretó los dientes y sacó fuerzas de donde no las había para mantenerse a una distancia prudente de los dos primeros. No se resignó. Entendió que la carrera consistía en sobrevivir y de eso él sabía un poco. A los pocos kilómetros se encontró con que el coreano Yun-Chil se había retirado tras desvanecerse y a cinco kilómetros de la meta recuperó la cabeza tras adelantar al argentino Cabrera. Ya podía ver Wembley. Lo tenía en la mano. Pero justo al cruzar el túnel que llevaba a la pista, puede que por el cambio brusco de temperatura, notó una dolorosa punzada en el vientre. Entró en el estadio y se sintió completamente vacío y desorientado. Era incapaz de mantener la línea recta, las piernas no le respondían. Cruzó la línea de meta y sintió que tenía un muro delante cuando fue consciente que aún debía completar otro giro a la pista de arena de Wembley.

La historia de Dorando Pietri, el hombre que había dado la salida dos horas y media antes, parecía repetirse. Delfo Cabrera, mucho más entero y sin descomponer la figura, lo adelantó con facilidad en esa última vuelta. Gailly solo miraba hacia atrás rogando para que no apareciesen más atletas. El público vivió con verdadera congoja la escena aunque no pudo evitar un grito de alegría cuando el británico Tom Richards llegó al estadio poco después. Superó a Gailly para lograr la plata. Al belga le quedaba el consuelo del bronce, pero aquellos últimos 200 metros eran interminables. Por escaso margen, hecho un despojo, Étienne Gailly cruzó la línea de meta en tercer lugar para conseguir una medalla de bronce que no pudo recibir personalmente. Finalizada la carrera se desplomó y pasó varios días ingresado en un hospital londinense donde llegaron a temer por su vida.

Quería ir a los Juegos de Helsinki

 A su vuelta a Bélgica recibió una calurosa bienvenida, pero él estaba convencido de que le había fallado a su gente, que el bronce no servía. Y su cabeza empezó a enfocar hacia la cita que habría cuatro años después en Helsinki. Con 30 años tendría la preparación y la experiencia idóneas para aspirar con más garantías a la medalla de oro. Pero las cosas no siempre suceden como uno imagina. Compitió a buen nivel los años siguientes, pero en 1950 se produjo la invasión de Corea y Bélgica fue uno de los países que respondió a la petición de ayuda que realizó Estados Unidos. Lo hizo con un regimiento de 700 voluntarios. Se presentaron 2.000 solicitudes para formar parte de él. Étienne Gailly, que por entonces ya era capitán, fue uno de ellos. Viajó a Corea en compañía de su hermano Pierre. Por desgracia ambos no pudieron regresar juntos a casa porque Pierre perdió la vida durante el conflicto.

Étienne tuvo más suerte. Durante la inspección a un búnker enemigo pisó una mina y saltó por los aires. Fue llevado a Tokio donde lo operaron de urgencia y consiguieron salvar milagrosamente su pie derecho, seriamente dañado. Pero las heridas supusieron el final de su carrera como atleta. Ya no volvería a competir nunca más, ya no tendría la ansiada revancha de Londres.

Lo peor aún estaba por llegar. En 1971, con 49 años, regresaba de una visita a sus padres cuando sufrió un espectacular atropello cerca de su casa. Murió casi en el acto. Un drama que no acabaría ahí porque tres semanas después, incapaz de procesar el dolor, su mujer se quitaría la vida.

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