BARRACA Y TANGANA

Soñar despierto

El confinamiento no sólo ha cambiado nuestra realidad, lo cual es obvio. El coronavirus ha cambiado también la medida de nuestros sueños, gasolina interior de nuestras vidas

Un trabajador en la calle con la camiseta de la selección de Guatemala.

Un trabajador en la calle con la camiseta de la selección de Guatemala. / periodico

Enrique Ballester

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Los sueños que más dicen sobre nosotros son los que tenemos aún despiertos, porque ahí soñamos lo que queremos. Cuando jugaba a fútbol, en la noche previa a cualquier partido y siempre y cuando no llegara borracho a la cama, era norma pensar en jugadas y goles que plasmar en el campo al día siguiente. Esa ensoñación nocturna solía romperse, solía quedar lejísimos en la mañana posterior, en el despertar aturdido y crudo, con un golpe de realidad en la frente.

Cuando dejé de jugar a fútbol adapté esa costumbre a mi rutina, coloreándola con fantasía. Empecé a soñar despierto con actuaciones estelares de mis futbolistas favoritos, con noches gloriosas de mi equipo preferido, con todo aquello que me debería hacer feliz al día siguiente. También con mujeres improbables, trabajos imposibles y éxitos profesionales. Soñaba despierto con el premio multimillonario de la lotería, con las crónicas que debía escribir desde el estadio, sobre todo sus aperturas y cierres. Esas ensoñaciones nocturnas solían romperse al despertar, con un golpe de realidad en la frente.

El confinamiento no solo ha cambiado nuestra existencia, lo cual es obvio. El coronavirus ha cambiado también la medida de nuestros sueños, gasolina interior de nuestras vidas. Ahora antes de dormir ya no pienso en lo extraordinario sino en lo básico: la supervivencia. En la familia. En aguantar. En vernos. En tantas cosas y a la vez en tan pocas. En una comida de verano, en una sobremesa que se alarga, en una tarde que se complica y en una noche que nunca termina. En salir a tomar un helado en verano. En mi hija llevándose la mano al pelo para arreglar lo que alborotó el viento. En lo de todos. En dejar lo de sobrevivir y volver a vivir más bien pronto.

Echar de menos

Es bastante estúpido, pero echo de menos que suene el despertador y pensar ánimo, sal de la cama que esta noche hay partido, ánimo, que este verano hay Eurocopa, ánimo, que el mes que viene juegan el Masters de Augusta. Echo de menos quedar para arrastrarme en una pachanga futbolera y me pregunto por qué jugaba tan poco en los últimos años. Echo de menos desesperarme con los centros que se van directos a saque de puerta, lo echo de menos aunque fuera lo que más me desesperaba en los partidos. Echo de menos cada tontería: mirar si ficho a alguien en Biwenger. Echo de menos hasta tener 14 años e ir por la calle pensando que me pueden atracar en cualquier momento.

Son días de derrotas inmensas y victorias nimias. Días de pelear cada punto, encerrarse en el área y lanzar alguna contra. Luchar por la permanencia. Disputar cada pelota como si nos fuera la vida en ello, porque nos va la vida en ello. Aquí, en cada ovación balconera, en cada una de esas que dedican a los sanitarios, le digo a mi hijo que le aplauden a él por portarse bien y quedarse en casa, y se va a la cama súper contento. Me gustaría entonces, en ese momento previo a dormir, saber con qué piensa aún despierto. Me gustaría tanto que siguiera inocente y feliz, imaginando jugadas y goles sin freno. Me gustaría también que la realidad, a la mañana siguiente, no rompiera esos sueños.