Opinión | BARRACA Y TANGANA

Enrique Ballester

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Aún nos pasa poco

Como casi es más importante lo que haga el rival que uno mismo, el hincha acaba deseando más, y a menudo sin el casi, la derrota del rival que la victoria de uno mismo

Courtois, bajo los palos, en el encuentro de la Champions frente al Brujas

Courtois, bajo los palos, en el encuentro de la Champions frente al Brujas / periodico

Si pincha el Barça pero también pincha el Madrid, ocurre lo nuestro en el instituto. Si sacabas una mala nota decías que no había aprobado casi nadie. Si llegabas tarde a casa contabas que aquella noche los demás volvían a la misma hora. El delito era menor en compañía y el problema surgía si te quedabas solo, porque entonces se veía más lo bueno de los otros y lo tuyo malo. Mis padres eran como el público del Camp Nou: con el mal de muchos caía menos bronca, con el mal de muchos ibas tirando, con el mal de muchos seguías vendiendo motos.

En apenas dos meses de Liga, el Madrid se ha dejado ya seis puntos por el camino, pero no pasa nada porque el Barcelona se ha dejado ocho, y viceversa. El Madrid nunca sabe si su resultado es bueno o malo hasta que conoce el resultado del Barcelona, y también viceversa. Esta dinámica diabólica e inevitable agita la coctelera de los instintos tribales, de la envidia al odio. Y el odio siempre tritura al amor en el pulso de las gradas, un siglo tras otro. Como es casi más importante lo que haga el rival que uno mismo, el hincha acaba deseando más, y a menudo sin el casi, la derrota del rival que la victoria de uno mismo. Tras décadas de observación continua, diría que el asunto se ajusta como un guante a la verdadera condición humana. Asumámoslo: damos bastante asco.

Los equipos más fuertes se construyen siempre contra alguien o contra algo

Casi nadie sabe qué quiere en la vida, pero casi todos sabemos qué no queremos, al menos por si acaso. Los equipos más fuertes se construyen siempre contra alguien o contra algo. Nada une más a un grupo de personas que un enemigo en común, sea real o imaginario. Hay entrenadores que son maestros en eso, unos auténticos magos. Si no existe ese enemigo se lo inventan: el presidente que tiraniza, la prensa que miente o la afición que no confiaba. A veces es simplemente una idea, una manera de jugar, un concepto difuso y vago. Todos están contra nosotros, a todos les molestamos. Flota en esta atmósfera emocional del fútbol una violencia contenida y enfermiza, un maltrato emocional que empapa natural el prado. Ves un buen partido y ves lo mismo, ves un buen partido y entiendes la vida y la guerra, ves un buen partido y entiendes tanto, ves un buen partido y lo ves súper claro: un capazo de hombres que siguen con fe ciega a los líderes de cada lado.

Con las personas sucede lo mismo que con los fichajes del verano. No somos como parecemos en pretemporada, en un partido relajado, no somos como muestran los vídeos que editan los representantes con trazo cirujano. Sabrás de qué pasta son tus jugadores, sabrás cómo son de verdad tus amigos y tus jugadores un domingo cualquiera en el estadio, perdiendo 0-2 al cuarto de hora con bronca de campeonato. En momentos así suele haber un futbolista que se autoexpulsa y otro que pide la pelota por mucho que piten, por mucho que falle y por mucho que queme. Lo sabréis igual que yo: el que se autoexpulsa, protesta y mueve los brazos en aspavientos se suele marchar ovacionado, asido a la inercia del teatro puro y malo. En cambio, al otro le seguirán pitando. En esos casos suelo pensar lo mismo: matadnos. Aún nos pasa poco para el asco que damos.