Y Franco abría las calles

SERGI LÓPEZ-EGEA / BARCELONA

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A lejos se veían las luces azules de los coches de la Guardia Urbana y un autobús con los intermitentes puestos. Iban al ritmo de Franco. Pero, ¿quién era Franco?  No resultó muy difícil hablar con él, a trote, porque a los 70 años este turinés que quería completar el maratón de Barcelona en poco más de seis horas, explicaba sonriendo que lo de correr, correr, le queda muy lejos, que andando se llega a todas partes... a las torres venecianas de la plaza de Espanya, la señal para ver que la meta, el final del suplicio, ya estaba a un suspiro.

Al paso de Franco los voluntarios retiraban las vallas, la ciudad volvía a la libertad y los 'runners' dejaban la calzada para los amos habituales, los coches, apartados y aparcados durante unas horas de su actividad habitual.

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Pere y Glória --confluencia de las calles de Bruc y Rosselló-- trataron de cruzar la calle con las sillas y su perro. Pero para unos ancianos era labor imposible. El maratón, no hay que esconderlo, también provoca molestias y tratar de atravesar, aunque el semáforo esté en verde, es imposible para personas de avanzada edad. El volumen de corredores impide el paso, si el transeunte no tiene agilidad, durante más de una hora, en el tramo central de la prueba, entre los participantes que intentan acabar el maratón entre las tres y las cuatro horas.

LOS PADRES, LAS SILLAS Y EL PERRO

Pero a Pere y Glória el inconveniente no los preocupó mucho porque ellos, aunque quisieran estar en el otro lado de la calle, estaban allí para animar a Jordi, su hijo, y habían traído de casa las sillas, en un carrito, para aliviarlos del peso, en lo que ya era una rutina habitual para ellos estos últimos años. El hijo, Jordi, hasta tuvo la fortuna de ver a los padres, saludarlos y llevarse como premio unos ladridos del perro, que lo reconoció, que lo olió entre la muchedumbre, entre los que pretendían concluir el maratón en menos de tres horas y media.

Jordi era uno más de los 'humanos', llamados así porque, aunque fueran más o menos rápidos corrían a una velocidad tolerada por miles de 'runners', ninguno de los cuales sería capaz ni de aguantar 150 metros a alguno de los africanos, los que corrían de verdad, y que pasaron por el mismo punto donde estaba el matrimonio anciano unos 45 minutos antes de  que lo hiciera el hijo de la pareja. Tras el paso del pequeño pelotón de atletas de Kenia y de Etiopía sí que era posible atravesar la calle y hasta tomárselo con calma porque tras ellos no iba ni un alma en pantalón corto y zapatillas.

UNA VECINA EN TOPLES

No vieron tampoco a la vecina del primer piso de la casa que hacía esquina, en el lado marítimo de Bruc-Rosselló, y quien tuvo a bien recibir a los maratonianos en toples, con su melena caída y protegiendo la intimidad de sus senos para dar un toque más sensual a la escena.

 ¿Y qué decir de la locura de Michel? Porque realmente no había que estar muy sensato para patear las calles de Barcelona con la torre Eiffel a cuestas. No era tan grande ni tan pesada como la original, pero cargar con un artilugio de casi cuatro metros, con la bandera francesa en la punta, meterse dentro y afrontar 42.195 metros --y encima por debajo de las cuatro horas--  mérito tenía. ¿Una promesa? ¿Un reto?. "Que se den cuenta de dónde soy", decía Michel en francés y no pillaba mucho las bromas de otros corredores que pasaban a su lado. "¿No será el árbitro del miércoles, castigado por el PSG?". No. No era ninguna penitencia y tampoco estaba Denis Aytekin en el interior de la réplica del monumento más famoso de París.

Michel era uno más entre los miles de franceses que se habían apuntado al maratón de Barcelona, gracias a ese matrimonio y a esa colaboración que existe con el de la capital francesa. Y muchos compatriotas suyos se repartían en algunos puntos de la ciudad. Corriendo por la Meridiana se escuchaban los ánimos de un aficionado, con una bandera tricolor, que cuando descubría a uno de los suyos gritaba aquello de "¡allez les bleus!".