Cuando el rugby se jugaba con patillas y a la mano

Gales dominó el Cinco Naciones en la década de los 70 con un rugby cautivador y un encanto especial por su rebeldía contra Inglaterra

Gareth Edwards, a punto de lograr un ensayo en Cardiff durante el partido contra Irlanda que le dio a Gales la Triple Corona en 1971.

Gareth Edwards, a punto de lograr un ensayo en Cardiff durante el partido contra Irlanda que le dio a Gales la Triple Corona en 1971. / periodico

DAVID TORRAS / BARCELONA

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Hubo un tiempo en que el rugby se jugaba con patillas y a la mano. Lo jugaban tipos grandes, a los que les colgaban los kilos, pero también tipos de lo más normal, a los que les colgaban las camisetas. Tipos que llevaban una doble vida. La de cada día, en una oficina, en una comisaría, en un hospital, en una universidad o en las entrañas de una mina, y la otra, la que les llevó a escribir algunos de esos momentos por los que la vida merece la pena. En un campo de rugby. Bajo la lluvia, en el barro, en medio de golpes y más golpes, en tremendas batallas ante las que cualquiera se habría rendido a los cinco minutos. Ellos, no. Para ellos, el rugby era su única vida. Y se la dejaban en cada partido. Amaban ese juego y amaban a su país.

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En esos tiempos, en que todavía se imponía la vieja descripción del  escritor francés Jean Giraudoux («Un equipo consta de 15 jugadores: ocho son fuertes y activos; dos, ligeros y astutos; cuatro, altos y rápidos; uno, por último, es modelo de flema y sangre fría. Justamente, la proporción ideal entre los hombres»), a Gales le acompañaba un aire especial. Desde la distancia, en blanco y negro y con la voz de Celso Vázquez, aquel grupo de casacas rojas, con las tres plumas de avestruz en el pecho y el símbolo del dragón en el corazón, era más cautivador que ninguno.

Y no solo porque ganaba. Todavía ahora, a la selección de aquella década (1969-79) se la considera uno de los mejores equipos de siempre, con un dominio absoluto en el Cinco Naciones y algunos de los nombres que también figuran en el cuadro de honor de este deporte: Gareth EdwadsBarry JohnPhil Bennett John Peter Rhys Williams, a quien nunca se le vio jugar con las medias subidas. Rugby puro.

«Los ingleses jugamos a rugby porque lo inventamos; los escoceses e irlandeses por su animadversión a todo lo inglés y así poder aspirar a derrotarnos; y los galeses porque parecen haber nacido para ello». Lo dijo hace tiempo un jugador inglés, con una resignada admiración ante quienes les desafiaban en el campo con ese espíritu obrero que les llevaba a pelear por cada balón con la misma valentía con la que sus padres bajaban a la mina. 

Sin conocerla, Gales era una tierra encantadora, un país de mineros decían, que se rebelaba contra el peso del imperio. Una tierra tan extraña como el título de su himno: Hen Wlad Fy Nhadau. Tan alejado del inglés como quienes lo cantaban, a menudo entre lágrimas, como si más que para un partido se prepararan para la guerra. Lo era cuando enfrente aparecía una camiseta blanca con una rosa. La Tierra de mis padres es mucho más que un cántico. Cualquiera que lo haya escuchado en el templo de Arms Park no podrá olvidarlo jamás.

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«La tierra de mis padres es tan querida para mí (...) Sus bravos guerreros, maravillosos patriotas, por la libertad dieron su sangre. Tierra, tierra, juro lealtad a mi tierra (...) Si el enemigo oprime mi tierra bajo sus pies, el viejo idioma de los galeses seguirá siempre vivo. La horrible mano de la traición no puede impedir la musa ni silenciar el arpa de mi país»

INGLATERRA, EL ENEMIGO COMÚN

Un himno lleno de historia. Igual que el Flower of Scotland, y que en Edimburgo cantan como si miles de William Wallace estuvieran en la grada y en el césped, listos para dar una patada en el culo a los ingleses. «Ganar a Francia es un placer, a Inglaterra, una obligación», proclaman. Ellos tienen su duelo particular en medio del Seis Naciones, la Calcuta Cup, que nació en la India colonial, el 25 de diciembre de 1873 cuando a dos oficiales, un escocés y un inglés, se les ocurrió celebrar la navidad con un partido de rugby. Cuentan las crónicas que los escoceses necesitaron echar mano de galeses e irlandeses a quienes convencieron con una promesa muy rugbística: barra libre tras el partido. Quizá ahí nació el tercer tiempo, el compadreo entre los equipos, el trompazo final.

Nadie tiene más enemigos que Inglaterra. Y Gales siempre ha estado en primera fila. Pocos episodios describen mejor esa rivalidad mucho más allá del campo que el mensaje que Phil Bennet, ejerciendo de capitán, lanzó antes de un partido en 1977: «Mirad lo que han hecho con Gales estos bastardos. Se han llevado nuestro carbón, nos han quitado el agua, nos han arrebatado el acero. Compran nuestras casas y luego apenas viven en ellas 15 días al año. ¿Y qué nos han dado a cambio? Nada, absolutamente nada. Hemos sido explotados, hemos sido violados, hemos sido sometidos y castigados... Eso han hecho los ingleses. Y contra esos tipos vais a jugar esta tarde».

«Mirad lo que han hecho con Gales estos bastardos. Hemos sido explotados, hemos sido violados, hemos sido sometidos y castigados... Eso han hecho los ingleses. Y contra esos tipos vais a jugar esta tarde». (Phil Bennet, capitán de Gales)

Uno de aquellos héroes, ni muy alto (1,73), ni muy fuerte (75 kilos), muy lejos de los superatletas de hierro del rugby profesionalizado actual (el medio melé galés, Rhys Webb mide 1,83 y pesa 93 kilos), era Gareth Edwards, un hijo de minero que  estuvo muy cerca de dedicarse al fútbol pero que acabó eligiendo el rugby a pesar de no poder cumplir su gran deseo. Quería jugar de centro. Pero en una de las primeras pruebas, con menos de 15 años, el entrenador le quitó de esa posición. Era demasiado pequeño, pinta de enclenque y tuvo miedo de que le lesionaran. 

EL MEJOR DE LA HISTORIA

El profesor de educación física del colegio le convenció para que se colocara de medio melé. Y desde ese día, Gales se siente en deuda con ese maestro, Bill Samuel, el responsable de descubrir a quien la revista Rugby World eligió en el 2003 como el mejor jugador de todos los tiempos. Debutó con la selección a los 19 años, a los 20 era el capitán y jugó 53 partidos consecutivos. «Era increíble corriendo, pasando, chutando y leyendo el partido. Jugó en los 70s pero si jugara ahora, seguiría siendo el mejor». Lo dijo un inglés. Uno de los grandes capitanes de la rosa, Will Carling.

Edwards tiene el honor de ser el punto final de That Try. Dos palabras que encierran una jugada mítica, el mejor ensayo de la historia. No jugaba como un dragón; jugaba acompañado de otros galeses, como un Barbarian, la selección mundial que durante años tuvo un aura épica y que el nuevo rugby ha ido apagando. Un equipo al que se accedía solo por invitación, sin recibir nada a cambio salvo el honor de vestir esa camiseta. Más que suficiente. Y la obligación de cumplir uno de los mandamientos de los Barbarians: «El rugby es un deporte al que pueden jugar hombres de todas las clases, pero no están admitidos los malos deportistas de ninguna clase».

Ocurrió en 1973 contra Nueva Zelanda y hay quien recita de memoria la narración de aquel ataque. Pase a pase durante 25 segundos mágicos. ¿Dónde se jugó? En Cardiff, por supuesto. En el corazón de Gales. En la tierra de sus padres.

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