¿Quién tiene razón?

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MARTÍ
PERARNAU

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Nuestras miserias quedaron al desnudo en cuanto se extendió la costumbre de afirmar que «no hay palabras» para definir el juego de Leo Messi. Con buen criterio, alguien replicó: «¡Coño, búsquenlas, que para eso les pagan!». Luego se equiparó la táctica futbolística con la moral. No debería extrañarnos que ocurriera algo así porque los tiempos no rebosan inteligencia: hoy es creencia común confundir cualquier aforismo de garrafón con un tratado filosófico. Así que ¿por qué no igualar la táctica con la ética? La medida tuvo éxito, con lo que se llegó a una desembocadura inevitable: resultaba sencillo atribuir el papel de bueno y malo en función de la táctica escogida y, por encima de todo, ¡podíamos tener razón! ¡Acabáramos! De eso se trataba: de tener razón. A la razón a través del 4-4-2…

La táctica y todos sus elementos solo son herramientas para desarrollar una propuesta de juego a fin de obtener un resultado. Al diseñarla, el entrenador establece un plan de juego que llevan a cabo sus futbolistas. En ocasiones vence porque dicho plan de juego es mejor que el del contrario, pero en otras lo logra porque sus intérpretes lo ejecutan mejor que los rivales o, simplemente, por azar o sucesión de pequeñas circunstancias. En el fútbol se puede ganar incluso sin rematar a portería. Muchos equipos vencen con un plan de juego mediocre y mal estructurado, pero con una ejecución certera. Otros pierden aunque su plan sea espléndido y los jugadores hayan actuado de modo excelente. Hay campeones que jamás tuvieron un modelo de juego claro y mucho menos una identidad futbolística y hay perdedores con sello y denominación de origen irrefutables. Y ya no hablemos de cuestiones intangibles como son la emoción, la estética, la plasticidad o el entretenimiento. Pero no me pagan para que les hable de mis gustos.

Refutamos la complejidad del fútbol porque tenemos una artificial necesidad de sacar conclusiones inmediatas y tener razón. Hemos construido paradigmas engañosos y maniqueos con los que hacemos ver que valoramos el fútbol: bueno o malo, ofensivo o defensivo, propositivo o reactivo, con balón o sin balón. Siempre como dualismo. Lo adornamos de cifras y datos que no incluyen la globalidad del juego y lo concluimos con apriorismos y tópicos. Y ya tenemos el lodo en que nos movemos.

En la actual conjura de necedades, el plan de juego de Mourinho en el Manzanares es una vergüenza ¡porque defiende! El plan de juego de Guardiola en el Bernabéu es otra vergüenza ¡porque ataca! El plan de juego de Simeone en su casa recibe lo que se merece ¡porque no gana! El plan de juego de Ancelotti es espectacular ¡porque gana! Pero en una semana leeremos y oiremos exactamente lo contrario si el Chelsea ataca en Stamford Bridge a un Atlético encerrado sobre sí mismo, pero al que no consiga derrotar, y si el Bayern vence en Múnich al Madrid aunque sea en un contragolpe. Entonces, los genios serán los otros. Deberíamos exigirnos algo más que esta feria de sandeces. A menudo da la sensación que el fútbol solo nos amarga. Si quiere el balón para atacar, malo. Si lo cede porque quiere defenderse, pérfido. Si opta por el contraataque, desastre. Si es fiel a sus ideas, talibán. Si las cambia, anatema.

El fútbol es estupendo por la variedad de caminos por los que permite transitar, pero nos hemos empeñado en vivirlo como si fuera una desgracia. Peor aún: parecemos empecinados en que las victorias nos den la razón y eso es, sencillamente, otra estupidez. Los resultados provocan alegrías o tristezas, pero nunca dan la razón.