«¡Acaricien el balón!»

Luis Aragonés, el técnico de Hortaleza, culminó su obra de arte con España tras dirigir 757 partidos de liga entre 8 clubs

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JUAN TERRATS
BARCELONA

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Bilbao. Mayo de 1991. El Espanyol está concentrado en un hotel cercano a San Mamés. Luis Aragonés, el técnico perico, se relaja con Santi Salvatierra, el delegado del equipo, y Manel Fanlo, jefe de prensa. La agradable conversación se ve interrumpida por un «mañana os vamos a meter seis», una frase que sale de una mesa del rincón. Aragonés no se calla. Y responde. Cada frase suya es un estruendo. Un improperio tras otro, cada vez más alto. El camarero, nervioso, comienza a gesticular a la delegación perica. Pide que se callen,  que puede pasa cualquier cosa, pero Luis sigue y sigue. Habían insultado a su gente, habían faltado al respeto a sus futbolistas. Y dale... El camarero acabó de los nervios. La razón: el míster no se había fijado que estaba insultando a José Luis Corcuera, el ministro del Interior. Así era Luis: el grupo era intocable.

Aragonés basó su éxito en su forma de llevar el vestuario y en la facilidad con la que veía el fútbol. De carácter fuerte, no permitía que el jugador se relajara, se escondiera y no diera todo por el escudo. Quería compañerismo en el vestuario y sobre el césped. Luis sabía que no podría traicionar a sus jugadores.  Por eso siempre fue de cara. «Ha sido el mejor entrenador que he tenido», recuerda Diego Orejuela, aquel año capitán del Espanyol. «Es fácil decir estas cosas de personas que ya no están, pero es la verdad. Y te lo dice un futbolista que jugó muy poco con él», recuerda Orejuela. «Sabía. Veía los fallos desde el banquillo, leía los partidos como nadie. Era impresionante. Él y Clemente», destaca el capitán blanquiazul del curso de 1990-91. Aquel año el Madrid le quiso fichar cuando ya era técnico del Espanyol. No se fue porque había dado su palabra.

Fue un futbolista técnico y quería que sus equipos respetaran el esférico. «Al suelo, venga, raso, acaricien el balón, toque, toque, toque...», se le oía en los entrenamientos. Estudiaba la plantilla y luego elegía el sistema. Los futbolistas hacían bueno el sistema. Defensa de cuatro en Sarrià; de tres en el Betis. Era un lujo tenerlo en el banquillo.

Mimaba al jugador. No permitía que nadie se metiera con ellos, pero les apretaba. «Olvídense de la prensa, de los directivos. Ustedes entrenen; Luis tiene las espaldas muy anchas», decía a sus plantillas. En el Espanyol recibió las primeras críticas por parte de algún directivo tras el adiós copero. Luis fue de cara: «Supongo que usted jugó a fútbol en el colegio porque el balón era suyo». No hubo respuesta.

«Míreme a la cara»

El alemán Wuttke le sacó de quicio en el Espanyol. Más de una vez le tuvieron que separar porque iba a por el jugador en el entrenamiento. Cuando algún futbolista quería hablar con él, siempre estaban los capitanes en la reunión. Así no se podía malinterpretar la conversación. Con Wuttke fue distinto: «Míreme a la cara, si quiere nos metemos en una habitación a ver cuánto me dura». Dicen que Luis le propinó un cabezazo en una de esas discusiones. Nadie lo vio.

Tras 757 partidos de Liga, le llegó el premio de la selección. Allí plasmó todo lo que le había enseñado el fútbol: que el balón se juega por abajo. Hizo una incomprendida transición. Dejó fuera a Raúl  y confió en los pequeños del Barça. En Iniesta, «más rápido que Gento»; en Xavi, «de otra galaxia». Y ganó el Europeo. «Si no llego a la final con este grupo es que soy un mierda, he organizado una mierda de equipo». Luis logró que España fuera un equipo. Como en el Atlético, Betis, Barça, Valencia, Oviedo, Sevilla, Mallorca y Espanyol.