Opinión | Quemar después de leer

Laura Fernández

Laura Fernández

Escritora y periodista

¿Y si James Joyce hubiese sido una mujer negra?

De crimen literario, crítico y editorial podría calificarse el maltrato recibido por la primera y única novela de Fran Ross, 'Oreo', un 'Ulises' negro y poderosamente feminista, que hoy, figura entre los clásicos recuperados por un sistema aún no parece consciente de que no reconocer al genio en su momento priva al mundo de su talento.

¿Y si James Joyce hubiese sido una mujer negra?

¿Y si James Joyce hubiese sido una mujer negra? / Jorge Martínez

La galleta Oreo fue creada en marzo de 1912. Eso quiere decir que pudieron llegar a servirse suculentos ejemplares de la misma en el Titanic. Recordemos que el Titanic zarpó y se hundió en abril de ese mismo año. El caso es que la galleta en cuestión fue creada por la National Biscuit Company, una por entonces nada totémica fábrica de galletas situada en el barrio de Chelsea, en Nueva York. Lo único que pretendía la compañía era robarle algún que otro cliente a la Sunshine Company, que por entonces estaba en algo así como la cresta de la ola biscuitera gracias a algo llamado Hydrox.

La galleta se parecía lo suficiente como para conseguirlo. El primer tendero en hacer un pedido fue un tendero de Hoboken, Nueva Jersey. El resto, como suele decirse, es historia; millones de galletas vendidas en todo el mundo, y en este caso, además, un brillante tesoro literario injusta y cruelmente ignorado hasta que alguien decidió desenterrarlo.

Considerada el Ulises negro, y publicada en 1974, en el apogeo del Black Power de los 70, 'Oreo' (Pálido Fuego), la primera y única novela de Fran Ross–una narradora superdotada, a la altura de los grandes estilistas de esa década, y por qué no, de todas las décadas, empezando por el mismísimo James Joyce—, reescribe en clave feminista, multirracial y urbanísima, el mito de Teseo, esto es, la Odisea homérica.

Brutalmente desdeñada en su momento, de ella se dijo únicamente –en la clase de suplemento literario que a nadie importa y nadie lee– que era "experimental, inteligente e incluso divertida en algunos pasajes" pero que, "sin embargo, los diálogos" eran "una extraña mezcla del Tío Remus y Lenny Bruce bastante ininteligible". El autor de la reseña pretendía tildar a Ross de reactulización –un tanto frívola– de postrelato de plantación.

La elección de Auster

Relanzada primero en el año 2000–sin demasiada fortuna– y finalmente en 2015 –con toda la fortuna del mundo: llovieron traducciones, se tildó su ausencia en el canon de crimen literario, editorial y crítico–, Paul Auster no tardó en alzar la voz para considerarla uno de sus tres libros favoritos de todos los tiempos.

El porqué no lo había hecho antes es un misterio, que quizá tenga que ver con el miedo a la genialidad no refrendada. O tal vez sea simplemente que, como el resto, por más que se hubiese publicado en su país, y en un momento en el que la literatura estaba haciéndolo explotar todo, no había tenido ocasión de toparse con ella hasta ahora. El caso es que si todo esto hubiera pasado cuando debería, hoy no solo existiría una única novela de Ross, sino puede que muchas más, y he aquí el delito que no debería cometerse jamás: el de negar al genio cuando aparece.

Ross, niña prodigio que servía cócteles en las fiestas de Arthur J. O’Neil, un magnate de Seagram’s, había nacido en 1935 –murió de un fulminante cáncer a los 50– y había leído tanto, tantísimo, y era tan condendamente divertida –llegó, sin más ayuda que su talento, a abrirse camino hasta la televisión donde empezó a escribirle los chistes a Richard Pryor–, que, cuando se puso manos a la obra, creó algo poderosamente único.

Veamos. He aquí la historia de Christine Clark, la chica de sonrisa oreica, a la que todos conocen como Oreo, hija y nieta de mujeres que, a ratos, envían cartas absurdas y, a ratos, cocinan manjares que si hablaran, serían embajadores de un Nuevo Mundo –tan de otro planeta son–, a la que todo le trae sin cuidado menos conocer a su padre, un tipo llamado Samuel Schwartz, y cuya delirante búsqueda inicia listín telefónico en mano.

En algún sentido espumosa, y vibrante, la prosa de Ross –que si sirvió cócteles en las fiestas de O’Neil fue porque su abuela era cocinera en la casa del magnate, y digamos que ese fue el primero del sinfín de empleos que la alejaron de la escritura durante demasiado tiempo– es, sí, tan ambiciosa como el más ambicioso de los posmodernos, y de entre todos ellos, la única no blanca (y judía), la única mujer, la única para la que el juego de acabar con todo no se quedaba en el estilo.

Si la posmodernidad ha sido siempre una posición política –"Abajo hasta el último límite", nos dice—, en el caso de Ross lo es a un nivel estratosférico que ella, sin embargo, con un humor desactivador infinito, trata de no tomarse en serio. No en vano, así da comienzo la novela: «Definición de Oreo: persona negra por fuera y blanca por dentro».

Viaje a los bajos fondos

En su viaje por los bajos fondos de Manhattan, Oreo, como Teseo en la Antigua Grecia, se topa con timadores, hechiceras, y hasta bestias mitológicas –el blanco caballesco de miembro descomunal que camina a cuatro patas y trata, ridículamente, de penetrarla, pero que no lo hace porque no hay nada que Oreo no pueda impedir–, y a todas derrota. En los casos más degustables con su ingenio, como ocurre con el niño Scott Scott y sus problemas de matemáticas sociales.

He aquí uno: "Gloria gasta cierta cantidad en un vestido nuevo, unos zapatos y un bolso. Si el coste conjunto de bolso y zapatos es de 150 dólares más que el vestido, y el coste conjunto de vestido y bolso es de 127 dólares menos que el doble del coste de los zapatos, ¿cuál es el verdadero nombre de Gloria?". Sí, Fran, Frances Delores, Ross fue un milagro.

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