Artista de Vanguardia

Cindy Sherman: los (grotescos) selfis de la moda

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zentauroepp55604129 gennte mas periodico cindy sherman201030134222 / CINDY SHERMAN

Núria Marrón

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Quizá haya pocas relaciones más esquinadas en el gran escaparate de la modernidad –con permiso del 'amour fou' de John Waters por la diseñadora postatómica Rei Kawakubo– que la que ha mantenido la artista Cindy Sherman con el mundo de la moda a lo largo de las últimas cuatro décadas. Un inquietante legado que hasta el mes de enero celebra la fundación Louis Vuitton en París con una apabullante retrospectiva que, entre otros hitos sin duda reseñables, repasa cada vez que las grandes firmas del lujo le confiaron sus ropas y ella, reina absolutista de sus fotografías, las hizo pedazos porque su trabajo consiste precisamente en iluminar la extrañeza y los paraísos artificiales que anidan en la apariencia del mundo moderno.

"Los esfuerzos de la gente por parecer más bella me disgustan, el otro lado me interesa más", afirma la artista

"Los esfuerzos de la gente por parecer más bella me disgustan, el otro lado me interesa más", dice en el catálogo de la exposición la artista, que se ha pasado la última década inaugurando retrospectivas en los principales museos del mundo. Y en ese mientras tanto, también ha ido sumando nuevos episodios a su asombroso matrimonio con el lujo. Un sector que permite a la artista abundar en los grandes 'hits' de sus obsesiones, y al que, a su vez, ella aporta, con potencia de 'electroshock', tres bazas apetitosas para la moda contemporánea: factor chocante, linaje artístico y dosis intelectualizadas de crítica.

Hay que decir que la historia entre estos extraños compañeros de cama no empezó con demasiado buen pie. Esta primera vez, desgraciada como otras muchas primeras veces, ocurrió en 1983, cuando la artista –nacida en 1954 en Nueva Jersey en una familia de clase media en la que muy pronto aprendió a entrever disfunciones tras las fachadas de aparente perfección–, ya se había asomado al circuito del arte con 'Untitle Film Stills', una serie conceptual que nacía de su afición por disfrazarse y acudir con pelucones y ropa de segunda mano tanto a inauguraciones artísticas como a su puesto de telefonista en una galería de Nueva York.

En este trabajo fundacional empezó a armar ya la idea que marcaría su obra: girar la cámara hacia sí misma para iluminar nuestros mundos, y especialmente los clichés y mandatos femeninos, de forma inquietante. Así, se caracterizó de distintos arquetipos de mujeres salidos de las películas de serie B y del cine de arte y ensayo europeo –el ama de casa, la mujer fatal, la prostituta, la bibliotecaria remilgada– que, arrancados de  sus contextos, armaban un 'auca' desasosegante y opresiva de la feminidad. "No son autorretratos porque no siento que esté revelando nada de mí: no es fantasía, fingimiento o narcisismo, no va sobre mí", explicaba el año pasado en el diario británico 'The Guardian'.

Primeros desencuentros

Con estos primeros antecedentes, a la dueña de 'boutiques' Dianne Benson le pareció una buena idea encargar a la artista 'cool' del bajo Manhattan una campaña con firmas de moda como Jean-Paul Gaultier, Jean-Charles de Castelbajac y Comme des Garçons, que entonces ya empezaba a vender a precios de lujo sus perturbaciones posapocalípticas. Pero, ay, cuenta la leyenda que el encargo disgustó a la clienta, que se encontró con que aquellas fotografías en las que Sherman ejercía de modelo, estilista, fotógrafa y guionista –como ha seguido haciendo hasta la actualidad– no solo pisoteaban sino que directamente masacraban las promesas de felicidad, elitismo y belleza de la moda.

Un destino peor –el cajón de los descartes, como contaba días atrás la revista 'L’Obs'– corrió su siguiente 'twist' con el sector: un reportaje para 'Vogue' con prendas de la firma Dorothée Bis que Sherman declinó del pop hacia el esperpento y que ahora también pueden verse en la exposición de París.

Ahí están, por cierto, otros hitos suyos como 'History portraits', en el que desairó el canon occidental 'tuneada' tal como los grandes maestros habían retratado a las mujeres; 'Sex pictures', quizá las imágenes sexuales –prótesis genitales, juegos y vómitos– más irrealmente grotescas jamás exhibidas, o'Centerfolds', una de cuyas fotografías se convirtió en el 2011 en la más cara de la historia (3,8 millones de dólares), a pesar de que el trabajo en 1981 fue censurado porque no se entendió que la sexualidad vulnerable que exudaban las imágenes era en realidad una crítica a la mirada depredadora masculina y a cómo los medios violentan los cuerpos femeninos como forma de ocio y consumo.

Tras las primeras desventuras con la moda, su siguiente 'round' con el sector llegó en 1993, cuando hizo una serie para la revista 'Harper’s Bazaar' con prendas de Miyake, Balenciaga o Prada. Otra vez, los carruajes volvían a aparecer como calabazas, y la ropa suntuosa, como harapos que lucían figuras que parecían convocadas por una uija. Pero, esta vez sí, las imágenes fueron publicadas y sirvieron de preparatorio para la ensoñación grotesca que al año siguiente firmó para la siempre 'fuera pistas' Comme des Garçons. 

Desde entonces, la enigmática artista ha firmado más colaboraciones con la moda que se sitúan en ese punto ciego entre la parodia y el homenaje. Así, en el 2007, trabajó con Nicolas Ghesquière (Balenciaga), en una serie de selfis en los que, mostrando lo que la moda esconde, aparecía transmutada en ese tipo de 'fashion victims' que no suelen figurar en los 'photocall' de los famosos porque no pasan el corte de la edad ni el estilo.

En el 2016
protagonizó en ‘Harper’s Bazaar’ una sátira de una de las religiones de la década: el ‘street style'

Tres años más tarde, y en la revista 'Pop', revisitó clásicos de Chanel con una corte de Ofelias perturbadoras que tampoco tenían ni los años ni la actitud estándar. Y en el 2016 apareció de nuevo en una edición limitada de 'Harper’s Bazaarsatirizando una de las grandes religiones de la década que expira: el 'street style' y la ubicuidad de las sumas sacerdotisas de Instagram.

Sherman –que fue pareja del músico David Byrne y estuvo casada con el videoartista Michel Auder durante 15 años, la mayor parte de los cuales él estuvo enganchado a la heroína– asume su celebridad tardía fiel a su estilo: no sin cierto asombro y trabajando, ahora también con los filtros de Instagram, entre sus casas de Manhattan y los Hamptons, donde convive con un guacamayo. "Creo que disfruto haciendo las cosas realmente difíciles –afirmaba en 'The Guardian' sobre su también problemática relación con el mercado del arte– para que no sean fáciles de comprar". 

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