PREPUBLICACIÓN

Abdullah Khan: "He ido desde Afganistán a Sabadell pasando por Noruega, y sin pasaporte"

La historia de este joven afgano que huyó del Daesh forma parte del libro 'Els invisibles', que recoge las vidas de 31 inmigrantes afincados en Catalunya

zentauroepp52778834 barcelona 13 03 2020 cuaderno del domingo abdullah khan inmi200317131133

zentauroepp52778834 barcelona 13 03 2020 cuaderno del domingo abdullah khan inmi200317131133 / periodico

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Abdullah Khan es uno de los protagonistas del libro 'Els invisibles' (Edicions 62), de próxima publicación. La obra –que firman Andreu Farràs, Pau Farràs, Imma Santos, Gemma Varela y Andrea Vargas– recoge, en primera persona, la historia de 31 inmigrantes afincados en Catalunya. En el extracto del capítulo dedicado al joven afgano que avanzamos a continuación, él narra su huida del terror que causó el Daesh a su familia. 

"Si el Daesh, el Estado Islámico, está en tu barrio, tu vida corre peligro. Importa muy poco que los intentes combatir o no, que les busques las cosquillas o intentes hacer las cosas a tu manera. Si están cerca de ti, tienes más números para hacer alguna cosa que les moleste y, si eso pasa, sabes que no hacen prisioneros. En mi casa lo sabemos de primera mano. Por eso me largué.

Tenía 16 años y nunca había dejado Shergah.

[…]Mi padre se llamaba Awal Gul y era agricultor. Por las mañanas, iba al campo a sembrar, arar o recolectar, y por las tardes trabajábamos juntos en la tienda de móviles que teníamos en el mercado de Shergah.

[…]Era un negocio que funcionaba bastante bien y permitía a mis padres poder alimentarnos.

Podemos decir que vivíamos bien. El 22 de febrero del 2015, cuando cerrábamos la tienda, nos encontramos con dos hombres a los que no conocíamos y que nos pidieron si los podíamos acoger en casa. Mi padre, que era una persona bondadosa, me envió a comprar la cena mientras él los acompañaba a casa y, cuando volví, había un montón de policías delante de la puerta. Venían a detener a los desconocidos que habíamos acogido. Nos explicaron que eran dos presos fugados que cumplían condena por pertenecer al Estado Islámico y se los llevaron. A nosotros ni nos interrogaron.

Tal vez esta desidia de la policía fue nuestra condena. No habían pasado ni 10 días cuando el jefe del Daesh del barrio, con el que no habíamos tenido nunca problemas, vino a hacernos una visita. «La policía pilló a mis dos compañeros por tu culpa», recuerdo que le dijo a mi padre. «Si dentro de una semana no han sido liberados, pagarás por lo que has hecho».

Y no sirvió de nada que jurásemos y prometiéramos que no teníamos nada que ver. El 9 de marzo, cuando salíamos de casa para ir a la mezquita, hubo una fortísima explosión en la puerta de casa. Mi padre murió en el acto, y mi madre y yo quedamos gravemente heridos.

Las heridas que teníamos mi madre y yo eran excesivas para los recursos de la ciudad más próxima, Jalalabad, de manera que nos trasladamos al hospital de Peshawar, en Pakistán, donde pudieron extraernos los trozos de metralla que teníamos en el cuello, los brazos y las piernas. El ojo izquierdo, sin embargo, no me lo pudieron salvar. Habían pasado demasiados días y había perdido demasiado líquido, así que lo único que hicieron fue operarme y ponerme un ojo artificial.

Cuando estuve recuperado, me propuse volver a abrir la tienda en el mercado de Shergah […]. Al cabo de dos semanas de abrir, mientras estábamos cenando en casa, oímos una fortísima explosión en el pueblo y pusimos rápidamente las noticias. Tan pronto como ofrecieron imágenes de la explosión tuvimos claro que había sido en el mercado, y cuando nos acercamos para ver si la tienda había quedado afectada, comprobamos que, de hecho, la explosión había sido justamente en nuestro local.

[…]La mañana siguiente me marché a Pakistán y no paré de caminar hasta que estuve en Noruega. […] Pero ya llegaremos, a mi camino. Mi familia también se fue al cabo de poco tiempo. Era un horror.

[…]

Muertos en el desierto y náufragos en el Mediterráneo

[…]Una vez en Pakistán, pasé un mes y medio durmiendo en la calle y los parques y las mezquitas de Peshawar hasta que, con la ayuda de mi cuñado Tariq, pude organizar un viaje hasta Europa. Pasé de Peshawar a Baluchistán, la zona más occidental del Pakistán, escondido en el maletero de un coche y, una vez en la frontera con Irán, crucé el país caminando con un grupo de gente y un guía.

En Turquía, viví 
como un esclavo.
Trabajaba en 
una obra 16 
horas al día y el 
empresario solo
me pagaba seis

Era peligrosísimo, lo que hacíamos, mucho más que el trayecto a Pakistán, porque Irán es implacable con la inmigración ilegal. Si nos hubiesen pillado en Irán nos habrían devuelto a Afganistán porque yo no tenía papeles. Vaya, es que todavía hoy puedo decir que no he tomado un avión ni he tenido un pasaporte jamás en mi vida.

[…]Fueron dos meses desde Teherán hasta la frontera turca. […]Cuando tocaba caminar por el desierto, nos movíamos de noche. Solo nos movimos de día cuando tuvimos que cruzar montañas y cordilleras. No hace falta poner adjetivos a la experiencia, es suficiente con decir que tres de las 17 personas con las que compartía camino murieron durante el viaje, deshidratadas por el calor o congeladas por el frío de las noches, que eran terribles.

Yo los vi morir a los tres, y aún no sé como sentirme.

[…]

Europa, peor de lo que habíamos imaginado

Pasamos cuatro o cinco meses en Turquía, no lo recuerdo muy bien. Lo que no olvido es que viví como un esclavo los últimos meses. Trabajaba para un empresario georgiano que se aprovechaba de que no tenía absolutamente ninguna posibilidad de encontrar trabajos legales y que tampoco hablaba turco.

[…]Cada día trabajaba en la obra 16 horas, y solo nos pagaba seis. Estábamos en Estambul, y eso pasaba a la vista de todo el mundo y a nadie le importaba.

No podríamos quedarnos demasiados meses, era evidente, de manera que empezamos a buscar agentes que nos pudiesen ayudar a cruzar la frontera, y encontramos a un hombre experimentado. El problema era que solo lo podíamos hacer por mar, ya que la entrada terrestre a Europa era imposible. La noche que habíamos de cruzar hacia Grecia nos subimos a un bote sencillo de plástico. No conté los que éramos, ni me importaba, pero me conmovió ver que a mi alrededor había muchos niños. La travesía duró horas y horas y lo único que veíamos era el agua y las montañas de la costa, ningún lugar donde poder desembarcar. Estábamos agotados y muertos de miedo y muchos de mis compañeros empezaron a beber agua de mar.

De repente, hubo una explosión debajo de nosotros. El bote de plástico había estallado.

[…]Cuando empezaba a hundirse y el agua entraba por todas partes, apareció una lancha de la policía. Nos salvaron la vida y tuvimos una suerte que muchos otros no han tenido, lo sé. Así fue mi llegada a Europa.

La primera parada fue un campo de Atenas, pero no pasamos allí ni 10 días. Rápidamente nos trasladaron a Macedonia del Norte en autobús. La policía nos recibió y nos metió en un tren hacia Serbia y, de allí, primero a Croacia y más tarde a Austria y después a Múnich, en Alemania, desde donde, ahora sí por mi voluntad, tomé un tren hasta Copenhague, en Dinamarca. Cruzando el puente que la separa de Malmö, llegué a Suecia. Su policía tardó un día en localizarme para enviarme a Estocolmo, la capital, donde hay un centro  de refugiados, pero un buen hombre se compadeció de mí antes de que entrara y me pagó un billete hasta Oslo, en Noruega, que era mi destino. Por primera vez desde mi huida pude hablar con mi madre. […]Descubrí que vivían como refugiados en Pakistán y me quedé más tranquilo.

Ahora me tocaba enviarles dinero y creía que estaba en el mejor lugar. Desde el principio había querido llegar a Noruega porque sabía que era donde tratan mejor a los refugiados. Me equivocaba.

Cuando pedí a los policías una protección para refugiados, me llevaron a un centro para refugiados menores de edad. […]Llegué a la mayoría de edad en ese centro y, cuando por fin fui adulto, se me denegó la petición de asilo y me dijeron que tenía 15 días para abandonar el país o sería deportado a mi país de origen. 

Estábamos en 
alta mar, muertos
de miedo y 
cansados, y de 
golpe el bote de 
plástico en el que
íbamos estalló

[…]El recorrido hacia el sur pasó nuevamente por Suecia, Dinamarca y Alemania, pero esta vez añadiendo Bruselas y Valence (Francia) hasta que llegué a Barcelona el 30 de mayo del 2017, dos años después de haberme ido de Afganistán.

Me dirigí a la ONG Accem para solicitar protección internacional y me derivaron a la Cruz Roja. Ese mismo verano me dieron una plaza en el programa para los que queríamos asilo por […] «amenazas graves contra la vida o la integridad motivadas por una violencia indiscriminada en situaciones de conflicto internacional o interno».

Catalunya como final de trayecto, de momento

Me encanta Barcelona y estoy a gusto en Catalunya. La gente me parece más agradable que en Córdoba, donde aprendí español y donde pasé 11 meses. Me fui porque una buena mujer de Noruega que me cuidó mientras estuve allí me había dado el contacto de una amiga suya que vivía en Sant Cugat. Confié en ella y me ha salido bien. Por eso me he quedado a vivir en Sabadell. […]Aunque es argentina siempre la he considerado mi «madre catalana» o mi «madre de Sant Cugat», porque me abrió las puertas de su casa y, tan o más importante que eso, me ayudó a encontrar trabajo.

[…]Para alguien acabado de llegar es muy complicado ganarse la confianza de una empresa. Menos mal que mi madre catalana me ayudó. Entre sus amistades estaba el encargado del KFC que hay en la Rambla de Barcelona, el Kentucky, le llamamos. Es un hombre pakistaní que podía entender perfectamente mis dificultades y supo ver lo que el resto de empresas no podían o no querían ver. Detrás de un refugiado puede haber alguien que trabaje bien.

[…]He conocido a muchos refugiados, desde que vivo aquí y siempre que me ha sido posible les he ayudado a encontrar trabajo. Pocas cosas me han hecho más feliz, porque mi religión es ser humano. […]Tan pronto como tenga el permiso de residencia me haré un pasaporte para poder ir a visitar a mi familia y, si puedo, me gustaría que vinieran a Catalunya. […]".

Historia recogida por Pau Farràs