ENTREVISTA

William Davies: "Los límites entre la guerra y la paz son imprecisos"

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Juan Fernández

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Arden las redes, y también las calles. La política ha devenido en campo de batalla permanente donde el adversario es percibido como un enemigo. En ese ambiente inflamable y cargado de emotividad, la población ha empezado a digerir –y compartir– mentiras tóxicas fáciles de tragar, y a desconfiar de los expertos con el desdén con que desprecia a las instituciones.

Parece un panorama difícil de desentrañar, pero el sociólogo británico William Davies (Londres, 1976) se ha atrevido a poner la lupa en el caldo de cultivo donde hinca sus raíces el populismo. En su último ensayo –'Estados nerviosos' (Sexto piso)– advierte que las recetas del pasado no valen para gestionar "una sociedad presa de las emociones".

–Viajemos en el tiempo. ¿En qué momento nos entró este ataque de nervios? 

–No creo que haya una fecha exacta. En los años 90 del siglo pasado, las tecnologías de la información reestructuraron la sociedad civil en torno a ellas. En esa década, además, los avances de la neurociencia hicieron que el ser humano, que hasta entonces había sido considerado un ente racional, empezara a ser visto como una criatura emocional y nerviosa. En el pasado, el conocimiento aportaba ideas estables del mundo, aunque alcanzarlo llevara su tiempo. Ahora, aspiramos a captarlo todo en tiempo real, tan rápido como sea posible. Y lo hacemos, además, sometidos a una lógica bélica.

–¿Lógica bélica?

–La tecnología digital, el sistema financiero y muy especialmente las redes sociales han introducido la forma de pensar de la guerra en la sociedad civil. El lenguaje que hoy se utiliza en la política está lleno de metáforas bélicas. Desde Estados Unidos y sus guerras contra el terrorismo y las drogas, hasta Boris Johnson, que se dirige a sus oponentes en términos de rendición y colaboración, que son conceptos de la segunda guerra mundial. Además, las tecnologías de la información han empezado a usarse como tecnologías de guerra.

"La tecnología,
el sistema financiero 
y las redes sociales han introducido la forma de pensar de la guerra en la sociedad civil"

–¿A qué se refiere?

–Hoy, algunos gobiernos utilizan las redes sociales para atacar a otros países. En las campañas electorales se están usando técnicas de propaganda y de gestión de datos que provienen de la lucha antiterrorista. Esta deriva pone en peligro el liberalismo, que nació como una alternativa a la guerra mediante la puesta en valor de todo lo que tenemos en común. Los límites entre el estado de guerra y de paz son cada vez más difusos.

–¿Las raíces de este cambio son culturales, económicas, políticas, tecnológicas…? 

–Influyen todos los factores que menciona, pero yo destacaría a la economía, por la brecha que está abriendo entre las clases sociales, impidiendo que todos tengamos acceso a los mismos recursos, y la tecnología, por la forma en que la estamos usando en los últimos tiempos.

–Hablemos de tecnología. ¿Por qué algo como las redes sociales, que podrían ser usadas para generar empatía y comunicar ideas, las utilizamos para atacarnos y transmitirnos odio?

–Las redes sociales se aprovechan de los rasgos más negativos de la psicología humana. En concreto, son muy eficaces generando resentimiento, y creo que tiene que ver con su capacidad para lograr que todos estemos tan pendientes como estamos de todos. Las redes nos permiten observarnos permanentemente, nos ponen al corriente de los éxitos de los otros, y esto acaba generando una sensación de competencia y un afán por demostrar el propio estatus. Lo llamativo de las redes sociales es que cuanto más se interacciona en ellas, hay menos comunicación. 

–Si lanzo un mensaje negativo en Twitter, tiene más éxito que si su sentido es positivo. ¿Por qué?

–Por definición, las redes sociales incitan a la movilización, están diseñadas para provocar una reacción. El mensaje que subyace en ellas es: "Sígueme". Identificar a un enemigo común es un recurso muy eficaz para conseguir esas adhesiones. Twitter se ha convertido en un espacio de denuncia: la gente entra a esta red, fundamentalmente, a decir que las cosas van mal, que los periódicos son malos, que los inmigrantes son una amenaza… Señalar a enemigos externos genera grandes consensos.

"El populismo propone mensajes claros y directos que recuerdan al 'Just do it' de Nike"

–Desde mi móvil puedo interaccionar con Trump, el hombre más poderoso del mundo. Esto suena democrático, pero el resultado no lo parece.

–Esta cuestión es fundamental. La democracia liberal es, por definición, representativa, pero esto implica procedimientos, reglas, lentitud. Frente a esto, el populismo propone saltarnos todas esas intermediaciones y que el pueblo se relacione de forma directa con los líderes, para que ellos les contesten. "De acuerdo, lo vamos a hacer ahora", como dice Trump a sus seguidores por Twitter, o como dice Johnson con el 'brexit'. Son mensajes claros y directos que proponen una relación con el poder similar al del consumismo. 

–¿En qué sentido?

–Recuerda mucho al 'Just do it' de Nike. La base del consumismo es: quiero ese producto y lo quiero ya. El líder populista dice: yo no necesito a los burócratas y los tecnócratas de Washington o de Bruselas para hacer realidad tus deseos, puedo cumplirlos ahora mismo. "Hagamos el 'brexit' ya", insiste Johnson, como si fuera algo fácil de conseguir. Defender la democracia liberal pasa por recordar que su naturaleza es representativa y que está llena de procedimientos que ralentizan las decisiones, pero esto choca con la psicología que ha impuesto el consumismo digital.

"Cumplir las normas parece hoy una idea pasada de moda"

–¿Cómo se ha traspasado ese mecanismo mental a la política?

–En el fondo, en este fenómeno subyace un concepto muy capitalista que proviene de los años 60 del siglo pasado, que dice: sé auténtico, haz caso omiso de las normas. Esta idea ha triunfado. Los procedimientos que conlleva la democracia representativa se ven actualmente como asuntos propios de burócratas. Cumplir las normas parece hoy una idea pasada de moda. 

–Su libro describe una sociedad presa de los nervios. Imagino que conoce el clima de agitación que se vive actualmente en Catalunya. ¿Encuentra conexiones con los patrones sociales que identifica en su ensayo?

–Hay un rasgo endémico de nuestro tiempo, y es la división que mucha gente percibe entre lo que es un estado y lo que es una nación. Normalmente, los nacionalistas sienten que el estado coloniza la nación. Para ellos, los que ostentan el poder están por un lado, y la sociedad, que no se siente representada por las instituciones estatales, está por otro. No solo ocurre en Catalunya, sucede hasta en Estados Unidos. Allí, la gente del sur considera extraños a los señores de Washington. 

–Esta descripción podría valer para cualquier momento de la historia. ¿Por qué ahora se ha elevado el nivel de crispación?

–El nacionalismo siempre parte de la experiencia de una emoción compartida. Defiende la idea de que nosotros percibimos el mundo de una forma que es exclusivamente nuestra. Para fortalecer ese sentimiento, se sirve de elementos de fuerte carga emocional, como las banderas, los himnos o los retratos de héroes. Las redes sociales canalizan las emociones de manera muy eficaz, porque se sirven de esos mismos elementos: fotos, vídeos, canciones…

–¿Se atreve a hacer un vaticinio? ¿Hacia dónde se dirige esta sociedad emocional?

–De cara al futuro, el mayor peligro que veo está relacionado con los avances que se están llevando a cabo en las tecnologías de la comunicación. Nos conducen a un mundo en el que los hechos verificados y probados van a dejar de ser la base sobre la que sustentar el consenso a la hora de crear una identidad común. 

–¿Es pesimista?

–No. Creo que las constituciones liberales están consiguiendo frenar el populismo y en el futuro podrán poner ciertos límites a la tecnología. No veo en el horizonte un nuevo estallido del fascismo. 

–¿Cómo se conseguirá?

–Las instituciones políticas tradicionales en las que antes confiábamos tendrán que justificar mejor sus acciones y dejar de dar por sentado que tienen un estatus elevado. Esto no solo afecta a las instituciones, también a todos los que, por su conocimiento, tienen una cierta autoridad en la sociedad, ya sean políticos o científicos. En el futuro, deberán explicarse mejor. Ya no les vale apelar a que ellos saben lo que hay que hacer.