Sister Corita: la monja que politizó (y humanizó) el arte pop

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Núria Marrón

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El arte pop tuvo en sus filas una excepcional 'anomalía' llamada sister Corita, una figura fascinante que, desdibujada durante años, emerge hoy de los márgenes con un nervio renovado. De un tiempo a esta parte, exposiciones, libros, documentales y artículos excavan en la memoria y la obra de esta religiosa que en la década de los 60 desafió a la Iglesia, revolucionó las pedagogías artísticas y se apartó de la doctrina sarcástica y monetaria de los mandarines del pop art–«soy profundamente superficial», que decía Andy Warhol– para subvertir la imaginería de la sociedad de consumo en una obra de calado político, espiritual y humanizante.

Así, mientras Warhol se dedicaba a serigrafiar dinero y se escudaba en una ironía que nunca dejaba claro dónde acababa la crítica y empezaba la celebración consumista, sister Corita sampleó el lenguaje publicitario con fines distintos. Sus serigrafías –técnica que usaba para llegar a las clases populares– intentaban enfatizar el poder del individuo frente a una cultura de masas deshumanizadora y se apropiaban del lenguaje visual de las corporaciones –entre ellas, la Richfield Oil Corporation o la panificadora Wonder Bread– para afirmar los derechos civiles y clamar contra la guerra de Vietnam, el racismo, la misoginia o el hambre.

Enseñanzas de creatividad

Convendrán que Elizabeth Kent (Fort Dodge, Iowa, 1918-Boston, 1986) era todo un personaje. De origen irlandés, de familia trabajadora y la quinta de seis hermanos, había ingresado a los 18 años en la orden del Inmaculado Corazón de María, donde tomó el nombre de Corita (pequeño corazón en latín). Fue, por lo visto, la  misma comunidad la que la animó a que estudiara Bellas Artes en su propia facultad y un máster en Historia del Arte en la University of Southern California.

Luego se puso al frente del departamento de arte del hoy mítico Immaculate Heart College, un campus que en lo alto de una colina de Hollywood atraía a una bulliciosa tropa de poetas, inventores, diseñadores y cineastas. Allí, compartiendo aulas con Charles y Ray Eames, Corita impartió unas enseñanzas que cortocircuitaron las nociones de creatividad de la época y que años más tarde recogió en un manual coescrito junto a su antigua alumna Jan Steward y que ahora publica la Editorial Gustavo Gili con el título de 'Observar, conectar, celebrar'. 

El arte no es ajeno a la vida

Según las 'Corita rules', por ejemplo, «el arte no es un sustantivo, algo elevado, ajeno o diferenciado de la vida, sino una práctica cotidiana, como cocinar o educar a los niños, y que por tanto puede entrenarse»,  explica María Serrano, editora de este delicado libro a medio camino entre la reflexión, el manual de arte y el cuaderno de ejercicios. «Y al entender al artista como hacedor –sigue Serrano– también invitaba a pensar y responsabilizarse sobre el impacto y el sentido de la actividad creativa, una conversación hoy vigente pero que durante años no ha existido».

En sus clases, al igual que en su obra, no se usaban como fuentes ni el arte canónico ni por supuesto la hoy decadente liga internacional de genios –«las corrientes no es que carezcan de valor, solo es que abundan mucho», decía–, sino que se tiraba de todo cuanto se tenía a mano. ¿Qué tal una valla publicitaria? ¿Y un titular de prensa? ¿O quizá mejor una artesanía?

Una nueva alfabetización visual

Exigente y siempre a punto para apabullar al alumnado con tareas urgentes y extenuantes–«enseñaba con la fuerza tractora de una potente marea», escribe Jan Steward–, lo mismo los enviaba al súper de la esquina que al estudio de los Eames, o les mandaba, de un día para otro, «10 dibujos de objetos comunes con tinta y palillos chinos y hechos con la mano no dominante».

El objetivo: «mantener los ojos abiertos»; desprenderse de nociones a menudo manoseadas y acomplejadas sobre el arte, y crear relaciones y conexiones distintas –«chispazos», según la editora– que permitieran configurar nuevos sentidos de transformación personal y comunitaria.

Conflictos con la Iglesia

Y luego estaba la parte celebratoria. Así, ante la tentación a menudo generalizada de reducir el arte a objetos presuntamente sagrados que a) se adoran en los museos o b) sirven para dar pelotazos, sister Corita también entendía la creatividad como una forma de celebración que –lejos de los rituales pautados o de las festividades de consumo– «crea comunidad y permite homenajear la propia alegría y el disfrute de estar en común», explica la editora sobre los Mary’s Day de la congregación.

En medio de todo este frenesí docente y artístico –Corita producía su obra durante las vacaciones de agosto, en un estudio de bloques de hormigón en Hollywood donde también enseñaba serigrafía–, las enseñanzas de la monja, sus simpatías socialistas y sus artefactos de espiritualidad pop incendiaron a sus superiores en la archidiócesis y sobre todo al cardenal anticomunista James Francis McIntyre. En 1968, extenuada y en plena convulsión social y personal, se tomó un año sabático y se trasladó a Boston. Al poco, acabó dejando la congregación junto a un nutrido grupo de religiosas disidentes.

Mujer, religiosa y anticínica

En adelante, ya como Corita Kent, expuso por todo el país –de hecho, el MoMa y el Met tienen obra suya–, produjo piezas de arte público e incluso elaboró una campaña de carteles publicitarios basada en la frase «podemos crear vida sin guerra» que ella consideraba «lo más religioso» que había hecho en su vida. Enferma de cáncer desde 1974, murió en 1986. Tras de sí dejó «una celebración» –«no hagáis un funeral», había pedido a sus allegados– y un legado en el que «el uso del color, la imaginería impactante y la subversión del diseño de consumo rivaliza–afirma el escritor y editor Huw Lemmey en Tribune–  con lo producido por Warhol o Robert Rauschenberg en la misma década».

Sin embargo, el hecho de que una mujer con hábitos hablara de humanidad, amor y cuidados –«dadá en el convento», llegó a reírse la crítica– chocó con los cánones de la época, sumidos en la figura del presunto genio masculino y los discursos distanciados e irónicos sobre la sociedad decadente. «Aun así, la voz de Corita resulta hoy absolutamente contemporáneo», asegura Serrano, «en la línea de aquella idea de David Foster Wallace que venía a decir que el hecho de que vivamos en un mundo miserable, absurdo y terroríficamente condenado no significa que no podamos recuperar lo que hay de humano en él e iluminar esos rastros para transformar el presente».  La vigencia de Corita, apunta la editora, radica en su discurso que, aun crítico y sin caer en la sensiblería ni la superficialidad, rehuyó el sarcasmo, el cinismo y la hostilidad «para alumbrar entre la miseria lo que es rescatable, lo que nos hace seguir estando vivos».