El enterrador rojo

El sepulturero de Paterna se las ingenió para que los familiares supieran dónde estaban los restos de los suyos

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Nacho Herrero

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"Rojo, ¿quieres trabajar? Pues vete a enterrar a los tuyos". Así contrató, al poco de acabar la guerra civil, el alcalde de Paterna a Leoncio Badía, que durante seis años dio la sepultura más digna que pudo a miles de compañeros del bando republicano. Pero, en una época marcada por el terror y con sus propios claroscuros, hizo bastante más. Consiguió que muchas familias supieran delante de qué fosa llorar, tuvieran un último recuerdo de su ser querido y, en algunos casos, avanzó las actuales identificaciones con un ingenioso sistema de botellitas de cristal ocultas tras las nucas de los fusilados.

A Badía, que se presentó voluntario en el cuartel donde había hecho la mili tras el golpe de Estado, el final de la guerra civil le pilló en Barcelona como chófer de un general. Pero en vez de coger el camino de ida a Francia, cogió el de vuelta a València. A su llegada le esperaban, por orden de aparición, una paliza de un vecino del bando ganador, una detención, un juicio sumarísimo y una condena a muerte que, sin que aún esté claro por qué, no se ejecutó.

Lo narra su hija Maruja, que explica que volvió a Paterna vivo pero "apestado" y que los terratenientes nunca lo elegían a él cuando iban a la plaza a por jornaleros. Por eso "el hambre" le empujó a pedir trabajo a la nueva autoridad y, como respuesta a su ruego, se llevó un jornal y la condena a enterrar a los suyos hasta 1945. Y lo hizo con un cuidado inédito. Así lo cuentan los arqueólogos que han estado exhumando sus fosas. "Siempre me dicen que los que enterró mi padre están tratados con mucho esmero, puestos los cuerpos de una determinada manera", presume.

La cabeza alta

Cuando en el 2012 y tras una larga batalla Pepica Celda consiguió que se abriera la primera fosa republicana en Paterna para buscar a su padre, Jose Celda, un humilde labrador de Massamagrell, allí apareció la firma de Badía que, con algún duro de por medio, permitió que los familiares que se lo podían costear metieran los cuerpos en una caja y les puso unas botellitas de cristal con un papel dentro con sus nombres.

A punto de cumplir 88 años, Pepica guarda como un tesoro la que apareció en el ataúd de su padre junto con un mechón que su tía logró cortarle antes de que lo mataran. Cuando le entregaron los restos, los tuvo sobre la cómoda "dos días y dos noches". Era la primera vez que estaba con él desde la víspera de su muerte

"Mi llevó mi tía y antes de entrar me dijo:'No llores delante de él para no ponerlo más triste'. Estaba detrás de unas rejas y no pude acercarme y me dijo: 'Con las ganas que tiene tu padre de abrazarte y con las ganas me voy a quedar'". Tenía ocho años. "No se me cayó ni una lágrima como le había prometido a mi tía, pero desde entonces no pude volver a llorar ni a reír", cuenta entre orgullosa y desdichada.

Ocho días después, oculta en la manga de una prenda que le dio a su hermano antes de subir al camión, apareció una carta. "Nos decía que fuéramos con la cara bien alta, que él no le había hecho daño a nadie. Que nos quería y que no lo olvidáramos", recuerda. No lo han hecho.

Telas y botones

El propio enterrador usó la firma de la botella con los suyos. "En esa época murió un hermanito mío, que tenía 18 o 19 meses –cuenta su hija–, y también le hizo una poesía, la metió en una botella y se la puso en el ataúd", explica Maruja.

Gracias a él, hubo algún muerto que pudo esquivar la fosa común y un cementerio que le era ajeno. Fue el caso del rector Peset. "A las cuatro de la mañana, los dos hijos y los hermanos vinieron a casa. Mi padre lo había lavado, lo había puesto en una caja y se lo llevaron a València y siempre se ha sabido dónde estaba, si no estaría en una fosa común", señala.

Pero había muchos muertos, la inmensa mayoría, por los que no preguntaba nadie antes de ser enterrados. A esos, Badía les recortaba trozos de tela de las chaquetas o les cogía cordones o botones a la espera de que unos días, unas semanas o unos meses después, viniera alguien preguntado por ellos. Esas pruebas, sus apuntes y su "prodigiosa memoria", señala Maruja, permitieron a muchas familias saber dónde estaban. Mientras no los recogieron, lo que para ella fueron juguetes, para su madre fue una pesadilla. "Había dos cajas grandes. Yo jugaba al guá con los botones pero mi madre vivió aterrada todos esos años –recuerda–. Y con el miedo, cuando cambiamos de casa aprovechó para tirarlas".

Aquella casa se convirtió en un triste lugar de consuelo. "Mi padre se arriesgaba, visitaba más el cementerio por la noche que por el día, porque era cuando podía dejar que las mujeres fueran a limpiar los cuerpos. Me acuerdo de una gitana, que vino a casa un domingo que estábamos haciendo cestas con mis hermanos, con todo cerrado porque no se podía trabajar. Le abrazó, le besó, le dio cincuenta mil gracias", recuerda orgullosa. Y deja en el aire una de sus grandes enseñanzas. "Siempre me decía: 'Marujín, odio no, pero olvidar tampoco'".