Las madres de Galatasaray

Erdogan prohíbe las manifestaciones que un grupo de mujeres protagonizan en Estambul desde hace 20 años para reivindicar que se investigue la 'desaparición' de sus hijos

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Adrià Rocha Cutiller

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Hacía un año que Murat había muerto cuando Hanife se lo encontró sentado en el puerto de Karaköy, en Estambul, un martes a las cinco de la tarde con el sol humilde de marzo escondiéndose tras los edificios. Murat estaba igual que la penúltima vez que ella lo vio, cuando, el cinco enero de 1995, después de desayunar juntos tostadas con mermelada, huevos fritos y mucho té, se marcharon juntos a la comisaría de policía: cabello negro y largo recostado hacia un lado, cejas anchas color carbón, bigote de imberbe recién estrenado, barbilla impoluta nunca afeitada y mirada de alguien que intenta convencerse –a él y a los demás– de que por fin ha salido de la adolescencia.

Desde esa primera vez, Hanife se ha encontrado a Murat a diario: en una tienda de libros o paseando por la calle. Entrando en el metro o cogiendo un ferry. Mirando desde una ventana o saliendo de un portal. Siempre el mismo. El mismo peinado, los mismos ojos despistados, la misma boca con los labios entreabiertos.

El tiempo avanza para todo el mundo menos para Murat. «Sé que ahora tendría algunas canas, que su cara sería distinta. Hasta podría ser que no lo reconociese por la calle. Pero no puedo evitarlo: cada vez que veo un joven de su edad me quedo parada, mirándolo. Se creen que estoy loca. Lo veo y lo recuerdo constantemente. Mi vida es un morir cada día», dice Hanife.

Una pistola en casa

Murat, en 1995, tenía 18 años y una pistola en casa. La policía turca lo descubrió y, por miedo a ser encarcelado, huyó de casa para esconderse. Los agentes atosigaron a Hanife: la detenían, cada semana, durante unas horas, e iban a su casa a registrarla una y otra vez; le decían que, o dejaba de proteger a su hijo, o iba a pagarlo caro. Hanife, entonces, habló con un abogado y convenció a Murat para que se entregase porque su delito –posesión de un arma de fuego sin licencia– no era tan grave: solo cuatro meses de cárcel.

Esa mañana, la del 5 de enero de 1995, desayunaron y se fueron a la comisaría. «Al llegar todo fue muy bien. Los policías fueron muy simpáticos. Le dieron la bienvenida y aseguraron que no sería nada, que una vez Murat entregase la pistola quedaría en libertad», recuerda Hanife, cuya voz, 23 años después, empieza a romperse al avanzar en la historia. Se siente responsable porque, dice, se dejó engañar: su hijo ya no saldría nunca de allí.

Años de guerra sucia

Cuando Murat fue detenido, Turquía pasaba por uno de los momentos más difíciles de su historia. Desde 1984, el Estado y la <strong>guerrilla kurda del PKK</strong> –designada como terrorista por la UE y los EEUU– se hacían la guerra mutuamente. Turquía creó organizaciones antiterroristas secretas, cuya misión era detener, torturar y sacar información de quién fuera necesario.

El kurdo fue prohibido. Los padres que ponían nombres en este idioma a sus hijos acababan en la cárcel.

Desaparecieron intelectuales y activistas de izquierdas; escritores y empresarios. En el este, 4.500 pueblos fueron borrados del mapa por incendios provocados por un u otro bando; un millón de personas huyó a las ciudades lejos de los combates, donde, sin embargo, la persecución y la violencia continuaban. 25.000 personas, según las estimaciones de varias organizaciones civiles, fueron torturadas; 4.000, desaparecidas en custodia policial. Murat fue uno de ellos.

Hanife recuerda demasiado bien cómo fue la última vez que le vio. Iba detrás de un Renault 12 blanco, los coches que utilizaban las unidades secretas de la policía para hacer desaparecer a la gente. Delante, en los asientos del piloto y copiloto, había dos policías que le dijeron a la madre que iban a buscar la pistola de Murat y que, tranquila, señora, al día siguiente volverían. «La cara de mi hijo ya no era la misma. Llevaba un mes bajo custodia policial, y vi que su piel tenía un color raro. Su mirada era extraña. No era él, el que estaba ahí. Sus ojos eran distintos, hinchados como nunca los había visto. Lo habían estado torturando», explica.

«Cuando veo a un chico que me recuerda a Murat, me quedo parada. Creen que estoy loca», dice Hanife

Al día siguiente, Hanife regresó a la comisaría y los agentes le dijeron que se fuese, que ya no podía volver más, que su hijo se había escapado del país, que ellos no lo tenían y que la historia había terminado. La madre denunció, habló con jueces, abogados y más policías. Nadie le ayudó: «Me repitieron que se había escapado, y que si él no me contactaba era porque estaba enfadado conmigo. Que yo era una mala madre, porque había entregado a mi hijo; que una buena madre no hace esas cosas».

Herida abierta

Hanife se desgarra. Prueba a continuar, pero no puede. Lleva 23 años con una herida que, cree, nunca va a curarse; piensa que jamás sabrá de verdad si Murat, su hijo, a quien le había dado todo, está vivo o muerto. Vive atrapada en una incertidumbre que, día tras día, le devora las entrañas. «Me siento culpable y no sé cómo he podido vivir estos 23 años sin él. El objetivo de cualquier madre es ver cómo su hijo crece; cómo se hace mayor. A mí, me lo han quitado. Es muy difícil. No puedo. No sé cómo continuar viviendo. Siento que soy yo la que muere», dice.

Turquía ha pasado página. En 2003, Recep Tayyip Erdogan llegó al poder, y, con la promesa de reconciliar el país, tapó los agujeros de esa época con mucho cemento, aeropuertos, carreteras, autopistas, plazas, avenidas, mezquitas y rascacielos. La mayoría de los turcos, ahora, no tiene ninguna intención de mirar hacia atrás. Aquí se mira hacia delante: casi nadie gira la cabeza cuando, al pasar el sábado por la plaza de Galatasaray de Estambul, ve un grupo de señoras sentadas en el suelo con retratos gastados de chavales bigotudos.

Una placa y una tumba

Son una decena de madres –entre ellas Hanife– que, durante más de 20 años, salvo algunas interrupciones, se han manifestado cada fin de semana para pedirle al Estado turco que reconozca el asesinato de sus hijos. «Solo pedimos una placa y una tumba para cada uno. Nada más. Si no, no podremos salir de esta situación», dice Mikael, fijo cada sábado y cuyo hermano desapareció en 1980, tras el golpe de estado de ese año.

«Lo detuvieron por ser de izquierdas y muy activo. Lo llevaron a una cárcel militar y lo torturaron hasta que lo mataron. Nunca cometió ningún crimen. Solo creer en la revolución», explica Mikael, que dice que él ha tenido que convencerse a sí mismo de que su hermano está muerto. Si no, dice, le hubiese sido imposible superar el duelo.

Prohibido quejarse

Hace dos semanas, Mikael, Hanife y los demás fueron a la plaza de Galatasaray para celebrar la 700ª semana de protestas. La policía los recibió cerrando la calle Istiklal –la que da a la plaza–, donde había más coches, autobuses y blindados de policía que manifestantes: en media hora, antes de que nadie se diese cuenta, los agentes cargaron con los escudos antidisturbios, lanzaron gas pimienta y detuvieron a 32 personas; entre ellas, todas las madres. Pasaron el sábado en la comisaría.

El gobierno, horas después, prohibió para siempre las manifestaciones de las madres, y las acusó de ser utilizadas por grupos terroristas –en referencia, sin mentarlo, al PKK– para sembrar el caos en Turquía.

«Con los años, la represión política en Turquía ha ido en aumento», opina el profesor Howard Eissenstat

No siempre fue así. Erdogan, en el 2011, se reunió con ellas para expresarles su solidaridad. Les prometió una justicia que nunca ha llegado. «Por aquel entonces, Erdogan reconocía que el Estado turco había reprimido durante la guerra. Ahora ya no –explica Howard Eissenstat, profesor universitario experto en Turquía–. En la actualidad, el presidente turco tiene una perspectiva más de Estado; más nacionalista. Con los años, la represión política ha ido en aumento. El Estado permite la crítica, pero marca sus límites. Cuando tiene miedo que se sobrepasen, actúa».

Hanife fue a esa reunión con Erdogan, solo para mirar a los ojos al entonces primer ministro y ahora presidente. Miró, escuchó y no le gustó: «Decía que nos entendía, pero ponía excusas. Sostenía que él no era el responsable de lo que había pasado. Desde ese momento me di cuenta de que Erdogan no iba a hacer nada por nosotras. Si nos dijesen de reunirnos con él otra vez, lo rechazaría. No tengo nada más que hablar con ese señor», zanja Hanife