De Ralph Lauren a Lacoste: cuando el gueto se apropió del lujo

Subculturas y clases populares tienen un largo historial en hacer suyas marcas pijas: las crisis, para las elitistas casas de moda, han sido de aúpa. Aquí va una antología

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Núria Marrón

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Seguramente se habrán fijado: el rapero Valtònyc, condenado a tres años y medio de cárcel por –siempre hay que recordarlo– injurias a la Corona y enaltecimiento del terrorismo, suele llegar a sus comperecencias públicas con mensajes en la camiseta. Los antifascistas y antirepresivos son evidentes. Pero detrás de cada logo Lacoste y, sobre todo, Ralph Lauren que acostumbra a lucir sobre el pecho también se esconden un puñado de memorias clandestinas del hip hop. Historias de los años 80 y 90, cuando los chavales de los guetos de Nueva York que «repartían su tiempo bebiendo cerveza, escuchando rap, robando y pintando con espráis» –la descripción es del rapero Thirstin Howl III, pionero en este lío– se apropiaron de estos emblemas del pijerío blanco. Mucho antes de que el lujo vampirizara el hip hop en busca de nervio joven y callejero, algunas pandillas se las apañaron, ya fuera robando o trapicheando, para arramblar con unas marcas que no solo no se podían pagar, sino que socialmente, se les decía, no podían llevar.

De un tiempo a esta parte, libros y documentales están desenterrando la intrahistoria de estas expropiaciones que fueron pura pesadilla para las compañías y que también tuvieron días de gloria en el Reino Unido, cuando las clases populares que repartían su ocio entre el pub y la grada tunearon con los cuadros de Burberry desde coches hasta bloques de viviendas de protección oficial. O cuando la subcultura de los clubs y las raves de Londres decidieron en los 90 que los logos de Prada y Moschino combinaban muy bien con la noche interminable, el éxtasis y la música electrónica. 

Ralph Lauren : la marca más robada de la historia

Sin embargo, de entre todas las veces que una subcultura ha metido sus 'sucias manos' en estanterías prohibidas, el caso más legendario es el de los Lo-Lifes, la pandilla de Brooklyn que cambió para siempre el hip hop y, con él, la moda al entregarse con furia a una obsesión: el robo de prendas Polo de Ralph Lauren, hasta entonces 'dress code' de los chicos que basculaban entre las fraternidades universitarias y los clubs  de los Hamptons.

No es broma: ironías de las aspiración, la marca más robada de la historia fue precisamente la que se había inventado un judío pobre del Bronx llamado Ralph Lifschitz, antes que Lauren, y que se dedicó a recrear el mundo en el que quería vivir. De ahí que convirtiera el polo en icónico: al fin y al cabo, el cliché decía que a eso jugaban los ricos con los que él quería alternar.

Una parka de esquí fue apodada como la «chaqueta suicida»: podían matarte para conseguirla

«Mis amigos y yo veníamos de hogares disfuncionales, nuestros padres eran adictos. No teníamos dinero ni trabajo, y no pensábamos pagar por nada: si teníamos hambre, saltábamos el mostrador del McDonald’s y robábamos patatas fritas», explica Thirstin Howl III, antiguo 'lo-life', autor del libro sobre el fenómeno 'Bury me with the Lo on' y uno de los participantes en el reciente documental 'Horse Power:  hip  hop’s impact on Polo Ralph Lauren'.

Muy pronto, explica, el lujo se incluyó en el paquete de necesidades y/o adicciones. Y aunque marcas como Lee, Benetton o Nike ya se veían en el gueto, Ralph Lauren despuntó como la etiqueta fetiche por sintetizar como ninguna otra el sueño americano. Así que los bloques se llenaron de tipos que, aunque no habían pisado un 'college' en su vida, ni por supuesto una pista de esquí, vestían de arriba abajo con temas universitarios y de rugby, y jerséis e incluso gafas para la nieve. Ya ven: el gusto burgués convertido en puro chiste.

"Nunca fue sobre Ralph, sino sobre nuestro pedazo del pastel", asegura el periodista y escritor Bönz Malone

Así, los nuevos héroes del barrio eran quienes lograban levantarse una estantería entera. La parka de esquí, la prenda más preciada, pasó a llamarse «la chaqueta suicida» por el peligro de esquiar fuera pistas y porque, por ella, podías acabar con un tiro en la cabeza. «A mí me dispararon y fui apuñalado», dice Thirstin Howl III. Hubo reyertas. Se lloraron muertes. Y en 1994, la fiebre infecciosa saltó extramuros cuando el rapero Raekwon apareció con un cortaviento que gritaba Snow Beach y que este año ha sido repescado debido al furor renovado por aquellas prendas.

¿Muy loco todo? Quizá. Pero tras aquella obsesión, recuerda el periodista y escritor Bönz Malone, se revolvían miles de chavales que decidieron no escuchar a quienes, como sus profesores, les decían que jamás saldrían del gueto. «Nunca fue sobre Ralph, sino sobre nuestro pedazo de pastel, retamos al clasismo cogiendo algo que no era para nosotros y haciéndolo nuestro».

Seguramente para disgusto de Ralph Lauren, que nunca quiso que el rap formara parte de su marca, su influencia perdura en el hip hop

Seguramente para disgusto del diseñador, que nunca quiso que el rap formara parte de su marca, la influencia de Polo aún perdura en el hip hop. Ahí están, si no, los logos tamaño catedralicio, los colores primarios y los grafismos entre kitchs y audaces. Incluso en los 'colleges', las camadas 'wasp' bailan y visten imitando a Kanye West, heredero de quienes robaban la ropa destinada a los chicos de Nueva Inglaterra. Y lo cierto es que el círculo podría cerrarse con esta ironía, si no fuera porque, al otro lado del gueto, la realidad, tozuda, insiste en que ni las marcas ni el consumo han sido nunca el camino para luchar contra la pobreza.

Cuando los pubs prohibieron el ‘cuadro Burberry’

Ahora que la crisis está enderezada y que las cuentas de resultados apuntan al cielo, quizá ya forme parte de la leyenda de Burberry los años en los que la casa pasó de personificar la nobleza británica a convertirse en la marca más falsificada y ubicua en los barrios populares de Londres. El fotógrafo Toby Leigh documentó en un libro los lugares insospechados en los que vio el cuadro de la firma, y créanle cuando dice que cazó el célebre grafismo en sillas de ruedas, tatuajes, pasteles, manicuras y posavasos de cerveza.

A mediados de la década pasada, Burberry pasó de personificar la nobleza británica a convertirse en la marca de los suburbios

Adivinarán que, por allá el 2004, la marca y sus clientes sentían un gran desdén ante aquel furor 'chav' –término clasista y despectivo que alude a la clase obrera británica y que dice más de quienes lo usan que de la diversidad en los suburbios– que alcanzó dos momentos 'mayday.' Uno: cuando la actriz de la serie 'EastEnders' Daniella Westbrook apareció radiante y vestida de arriba abajo con el icónico grafismo, a juego con su hija y el cochecito, 'advenimiento' que desencadenó una traca de chistes en los tabloides. Y dos: cuando algunos pubs de Londres colgaron una lista negra de marcas prohibidas –Burberry, Stone Island y Henri Lloyd– porque las solían llevar los 'hooligans' que alternaban cervezas y reyertas.

Las ventas cayeron. Y la casa, moribunda, se empleó en no acabar amortajada por su propio éxito: potenció el flanco digital en un sector muy retrasado en tecnología; cortó las falsificaciones con la amenaza de los tribunales, y recuperó el empaque 'cool' con Kate Moss y el aristocrático con Stella Tennant. Durante un tiempo, el cuadro desapareció sin dejar rastro. Hoy vuelve a lucir, orgulloso, en múltiples versiones. 

Lacoste y Fred Perry, del club de tenis a todas partes

Los tenistas René Lacoste Fred Perry tienen en común que, aunque ganaron unos cuantos 'grand slams', el mundo los recuerda por sus polos, que iban dirigidos a una clientela acomodada pero que, una vez en la calle, hicieron lo que les dio la gana.

El cocodrilo de Lacoste, apodo con el que el jugador era conocido por su agresividad en la cancha, se propagó como el tifus por las 'banlieues' cuando grupos de hip hop como Arsenik lo utilizaron para autoproclamarse príncipes del barrio y, al igual que sus homólogos americanos, lanzar aquel aviso de: pijos blancos, vamos a por vuestras cosas.

Los pijos blancos, claro, no se lo tomaron demasiado bien y durante cuatro años, la facturación se desplomó. Pero el estómago del lujo es fuerte y casi todo lo fagocita: en parte gracias al hip hop, la marca se rejuveneció y, apuntalada por las nuevas tecnologías, se acercó a la clientela menor de 35 años. La casa también se diversificó y se aventuró a dar una mayor dentellada al mercado de EEUU desfilando en Nueva York. La operación, al menos en sus libros contables, funcionó.

La casa Fred Perry  ha exigido al grupo ultra Proud Boy que se aleje de sus históricos polos

Pero si hay una marca que colecciona pasados, esa es Fred Perry, la corona de laurel que creó este tenista de origen proletario que al principio quería que el logo fuera un cigarro y que desde hace más de 50 años va de subcultura en subcultura. Cuenta la historiografía urbana que los primeros que se la adueñaron –porque era distinguida a la vez que asequible– fueron los chicos británicos de barriadas obreras que descubrieron el ska y el rocksteady gracias a sus vecinos antillanos, cuyos padres habían llegado tras la segunda guerra mundial para reconstruir el país. Con orgullo de clase, aquellos chavales blancos quisieron bailar en los clubs, impolutos y elegantes. Y tiraron de  polos, tejanos ajustados, botas de trabajador y pelo bien recortado.

Desde aquellos proto-skinheads, que en los 80 volvieron con fuerza y polarizados entre facciones ultras y antifascistas, la marca también ha sido patrimonio de mods y punks, de la escena 'brit-pop' y de la subcultura gay de los osos. El último (y ominoso) giro de guion: sus polos negros con ribete amarillo son el uniforme de los Proud Boys, esa facción masculina y de choque de la llamada alt-right –impulsada por Gavin McInnes, cofundador de Vice– que aventa el supremacismo blanco. La casa, reivindicando los orígenes obreros y socialistas del fundador, ha exigido a estos ultras que hagan el favor de apartar su sucio odio de sus polos.