DÍA MUNDIAL CONTRA EL TRABAJO INFANTIL

Pequeños sepultureros

Juan Carlos Espinosa, de 15 años, sacando brillo a un nicho del cementerio de Potosí.

Juan Carlos Espinosa, de 15 años, sacando brillo a un nicho del cementerio de Potosí.

LUCAS VALLECILLOS

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Uno de los espacios más singulares donde es fácil ver a niños trabajando en Bolivia es el cementerio. Los visitantes suelen demandar sus servicios habitualmente. Desempeñan varias funciones, asistiendo a los usuarios del camposanto en tareas difíciles, atendiendo puestos de flores y en los entierros. Fernando Guido, de 13 años, asiste por la mañana al colegio y por la tarde, al Cementerio General de Potosí, donde trabaja desde los 11 años. Desarrolla una labor que consiste básicamente en «rezar la última oración en el entierro al difunto, limpiar lápidas, llevar las escalera con las que alcanzar los nichos más altos, y colocar las flores en tumbas donde a las personas mayores les da miedo subir por la altura».

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Guido llega cada día entre las 13.00 y las 14.00 al cementerio, repasa la pizarra donde se anuncian los entierros que tendrán lugar por la tarde y, a continuación, se dirige a una zona poco transitada del camposanto donde guarda en el interior de un nicho vacío, que utiliza como taquilla, una pequeña mochila que contiene todos sus bártulos de trabajo. La abre, se zafa el chaleco rojo que lo identifica como miembro de UNATSBO, y apostilla: «Ya estoy listo para trabajar». Mientras se coloca el sombrero, añade: «Hoy es lunes y no hay mucho trabajo, solo el entierro de un angelito». Él explica por qué trabaja: «No tengo a mi papá y necesito plata para las necesidades de mis hermanos. Aquí llevo unos dos años, antes trabajé de canillita (vendedor de periódicos), pero no me gustó, se gana muy poco».

ENTIERRO DE UN 'ANGELITO'

Suenan tres potentes campanadas, que ha dado su compañero Juan Carlos Espinosa Aguilar, de 15 años. Es la llamada a entierro de un 'angelito'; así se denomina al difunto cuando es un niño menor de 5 años, aproximadamente. Guido sale a paso ligero hacia la zona en la que tiene lugar el entierro, donde un corro de familiares se arremolinan apesadumbrados en torno a un pequeño ataúd que es introducido en una fosa. La escena es sorprendente, Espinosa hace la labor de enterrador tapando la fosa a paladas, y Guido reza en voz alta la última oración al muerto, para concluir: «En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, amén; señoras y señores ha sido una oración para su querido 'angelito', no sé si me pueden colaborar con alguna monedita, un centavito, les agradezco de corazón y que el 'angelito' les bendiga». Acto seguido Guido pasa el gorro entre los asistentes para obtener sus honorarios.

COMO UN JUEGO

Es asombroso con la entereza con la que afrontan un trabajo que muchos adultos no realizarían nunca, incluso pasando apuros económicos. «Es como un juego», comenta Guido mientras sorbe un flash que se ha comprado nada más terminar el funeral. «Aquí lo pasamos muy bien, solemos jugar todos juntos cuando no hay trabajo», añade Espinosa, que empezó en el oficio a los 12 años. Y expone un argumento similar al de Guido, respecto a la razón por la que está aquí: «Trabajo porque lo necesito. Mi madre falleció cuando yo tenía 4 años y mi papá no puede con todos los gastos de la casa. Lo que gano me sirve para vestirme y para mis estudios».

El sueldo no es fijo, va en función de la carga de trabajo y de la generosidad del cliente. Los días más fuertes son los del fin de semana, los otros suelen ser flojos e incluso hay jornadas que se van de vacío por falta de clientes. Tanto para él como para Guido, aunque parezca mentira, el principal problema del trabajo no es enfrentarse cada día a la muerte: es que a veces los clientes «no quieren pagar, argumentando que el trabajo está mal hecho». O cuando deben limpiar un nicho que ha sido ocupado por palomas que han anidado en él, «pues podemos enfermar», dicen.