testigo directo

Todo empezó en la parroquia

Dagoll Dagom estrenó ayer la puesta al día de su éxito musical 'Mar i Cel' para festejar el 40º aniversario de la compañía. Cuatro décadas atrás, en 1974, el objetivo inaugural del grupo era desafiar al franquismo. Su fundador recuerda aquí los orígenes de la 'troupe' en la iglesia Sant Josep Oriol, y su despegue con el estreno de la legendaria 'No hablaré en clase', una obra que el censor tachó con lápiz rojo a la primera y que puso en órbita definitiva a Pepe Rubianes.

los comienzos. Una imagen de 'No hablaré en clase', con Pepe Rubianes a la derecha. Se estrenó en L'Aliança del Poblenou en 1977 y alcanzó las 300 representaciones.

los comienzos. Una imagen de 'No hablaré en clase', con Pepe Rubianes a la derecha. Se estrenó en L'Aliança del Poblenou en 1977 y alcanzó las 300 representaciones.

JOAN OLLÉ

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Todo empezó en la barcelonesa parroquia de Sant Josep Oriol, donde unos estupendos monitores llamados Mercè Poal, Jordi Millà y Manuel Pousa (hoy, Pare Manel) dedicaban sus 25 años a acompañar a un puñado de adolescentes medio cristianos medio comunistas a ir entrando en esto que se le ha dado en llamar la vida adulta. Fue Mercè quien me hizo escuchar por primera vez a Leonard Cohen, Jordi a Jobim y a Manzanero, y  fue con Manel con quién me confesé por última vez, a altas horas, en la discoteca La Lechuza de la calle de Tuset. Me absolvió.

Cada uno de nosotros combatía el franquismo como podía: escribiendo versos cojos de sílabas, maltocando la guitarra, enamorándose e incluso haciendo teatro. Y para mostrar todas estas habilidades montamos un festival de fin de curso al que invitamos como estrellas invitadas a Ovidi Montllor y al Tricicle; no al extraordinario trío de mimos al que todos conocemos, sino al grupo musical que formaban los hermanos Frederic, Àlvar e Ignasi Roda. Creo que fue el poeta Joan Oliver quien consideró que con este triple apellido no les cabía otro nombre artístico. Los tres hermanos compatibilizaban su labor musical con el Nou Grup de Teatre Universitari (NGTU), del que Frederic era líder indiscutido.

Me pasé un par de años siendo el benjamín y peor actor (¡Xavier Vidal-Folch y Césareo Rodríguez Aguilera eran unos cracks escénicos!) de aquella troupe de izquierdosos lectores de Luckács, consumados  folladores y olímpicos lanzadores de cócteles, ahora Molotov, ahora gintónics. La compañía, experta en textos de Alexandre Ballester, duró lo que duró, no sin antes realizar una inolvidable gira de verano por toda Catalunya durmiendo en casa de la gente que poco antes había aplaudido nuestro combativo y audaz teatro.

una vez disuelto el NGTU, la simpatiquísima Marta Mas -hija del presidente de un afamado club de básquet catalán-, el inclasificable Quico Romeu y un servidor  decidimos seguir reuniéndonos, otra vez al amparo de Sant Josep Oriol, para llevar a cabo algún tímido proyecto. El texto escogido fue Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos, un libro de poemas de Rafael Alberti en homenaje a los cómicos del cine mudo. Conocí en mi primer año en la Autònoma de Bellaterra a dos personas también fundamentales para el futuro del grupo, aún anónimo: Josep Parramon y Ferran Toutain. El bautizo tuvo lugar, después de arduas discusiones y disparatadas propuestas,  en el bar Guitó de Gran Via esquina con Villarroel; allá decidimos que la criatura se llamaría Dagoll Dagom, palabras que el que suscribe utilizaba en su primera niñez para reclamar lápices de colores, maquinillas de hacer punta, papel  para dibujar o gomas para borrar.

la presentación en sociedad tuvo lugar hace unos 40 años en la Sala Míriam, de la Diagonal, no sin haber tenido antes que vencer algunas dificultades, como el permiso de Alberti, a quien llamé por teléfono, a muchas pulsaciones por minuto, como quien habla con Dios o Lenin. Rafael fue exquisito, e incluso nos invitó a visitarle en Roma cuando nos apeteciese; del encuentro no guardo ninguna fotografía porque el burro de mi amigo Joan Barril ni su máquina de fotografiar no quisieron subir al encuentro con el de la generación del 27: les resultaba pura mitomanía.

El espectáculo gustó a quien tenía que gustar, e incluso el crítico Celestí Martí Farreras -gran amigo de mi padre, todo hay que decirlo- publicó una laudatoria reseña en la prensa. En la universidad no entendían porque, al escoger a Alberti no optamos por su poesía más combativa y algunos nos tacharon de reaccionarios. Tampoco gustó a los de la resistente librería Públia que les pidiésemos mostrar nuestro cartel castellano en su escaparate, y allí escuché por primera vez la palabra botifler. La noche del estreno estalló, a media función, un larguísimo e inesperado aplauso: los libros de colores de Harold Lloyd, estudiante habían caído al suelo formando, por puro azar la bandera republicana. Cosas de la época.

la recién inaugurada Sala Villarroel, anexa a la parroquia antes citada, nos ofreció programar el montaje algunas semanas. Recuerdo un bolo en la sala de actos del Hospital Psiquiátrico de Sant Boi en el que uno de los internos, al vernos descargar de la camioneta nuestro mínimo decorado -la luna de Charlot era una caja de ensaimadas forrada de papel de plata- nos preguntó: «¿Ya habeis traído todos los instrumentos para hacernos reír?».

La buena respuesta ante nuestro espectáculo nos envalentonó, y decidimos ir a por el segundo: un montaje sobre la poesía y prosa de Joan Salvat-Papasseit que llevó por título Nocturn per a acordió, estrenado -a pesar de que ninguno de nosotros no había asistido nunca a una sola clase de teatro- en el Institut del Teatre de la calle de Sant Pere més Baix. Nocturn… fue una superproducción de todo a 100 y mucha generosidad por parte de celebradísimos creadores a los que debimos caer simpáticos: Ramon Muntaner y Lluís Llach pusieron música a algunos poemas, Joan Pere Viladecans pintó un magnífico cartel (que tuvimos que vender, para recuperar pérdidas por 20.000 de la época) e incluso el poeta J.V. Foix nos reescribió a mano y firmó un antiguo poema suyo dedicado a Papasseit para el programa del espectáculo. En el elenco figuraban la hoy cineasta Rosa Vergés, la actriz Carme Callol, el filólogo Toutain, la multitraducida autora de libros infantiles Àngels Navarro, Montse Mascaró, Eduard Domingo, Josep Parramon… Quede para la pequeña historia del erotismo local que dos de nuestras actrices fueron las pioneras, con Franco aún vivo, del toplés escénico catalán. ¡Reclamo, a 40 años vista, la Creu de Sant Jordi para ellas!

Y luego llegó No hablaré en clase, un ajuste de cuentas con la escuela franquista que firmamos al alimón Josep Parramon y yo, y que la censura tachó en rojo. Enviamos a los periódicos una esquela primorosamente diseñada y presidida por una cruz

-que publicaron gratuitamente- en la que comunicábamos la defunción del nonato montaje y que la sede mortuoria era el Ministerio de Información y Turismo de Fraga Iribarne.

al cabo de algunos meses pudimos estrenar, con la presencia de Pepe Rubianes entre los actores. Le ofrecimos estar con nosotros y nos dijo que le gustaría, pero que sus clases, el partido y la vida conyugal le ocupaban mucho más de las 24 horas del día. Al final, al decirle que solo lo representaríamos un fin de semana en L'Aliança del Poblenou, aceptó. Creo que No hablaré en clase rozó las 300 representaciones. Luego llegó el milagro de Antaviana, pero ya es otro cantar.

Cuando ahora leo u oigo Dagoll Dagom ya no pienso en mis lápices infantiles, pero sí en los pechos pioneros de Àngels y de Aurora, en la noche en blanco en casa de la Vergés descubriendo a Brel, en Josep Parramón  gritándome indignado: «Pero… ¿tú no conoces a Jaime Gil de Biedma?». Y en  la dentadura  carcajeante, valiente y atea del Rubianes cagándose en todo, incluso en la nostalgia. H