Bruselas, no: Westminster

VÍCTOR PLANCHART

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Con el estallido de la crisis, la fortaleza institucional de la Unión Europea ha quedado en entredicho. Una de las causas es la evidencia de la profunda disparidad en el terreno económico existente entre sus miembros, lo cual a su vez ha hecho impracticable que se pueda hablar de la Unión Europea como un todo homogéneo. A raíz de ello, la unión se ha presentado a sí misma como un escenario tan bueno como cualquier otro para la especulación y la estrategia política. Todo ello no solamente ha propiciado el empobrecimiento de su imagen como organismo a nivel mediático, sino la revitalización de las tradicionales corrientes rupturistas con el resto de Europa procedentes de suelo británico.

Las difíciles relaciones entre el organismo europeo y el Reino Unido vienen de lejos. Ya en 1975, solo dos años después de su ingreso en la entonces Comunidad Europea, y con el laborista Harold Wilson en el poder, se sometió su permanencia a referendo, en el cual ganó el sí. En 1988, en el conocido como Discurso de Brujas, Margaret Thatcher transmitió un no rotundo a la posibilidad de estrechar lazos con Europa, así como a la aventura de la unión monetaria. Los sucesivos gobiernos de John Major, Tony Blair y Gordon Brown no hicieron sino seguir la estela de altibajos en sus relaciones con la Unión Europea, especialmente en torno al proyecto de moneda única, el euro.

Hoy por hoy, dado el actual contexto de crisis, y con el líder conservador David Cameron como Primer Ministro, las suspicacias hacia Europa han cobrado vigor y, con ellas, las proclamas rupturistas. Un euroescepticismo que en las filas conservadoras más radicales ha derivado en una auténtica eurofobia. Esta compleja, y en gran medida insalvable, distancia entre Europa y el Reino Unido tiene un claro reflejo en términos de competencias. Es decir, el Reino Unido nunca ha considerado y raramente considerará una mayor interacción con Europa si de ello debe derivar en una acusada pérdida de soberanía nacional. Dicho de otro modo, el Reino Unido nunca permitirá que Bruselas comprometa Westminster.

Otros factores son esgrimidos a la hora de alentar este creciente rechazo hacia la Unión Europea, como son su déficit democrático, su escaso nivel representativo, una fallida política supranacional y la gran opacidad que rodea su toma de decisiones. A pesar de ello, la opinión de la ciudadanía británica, aunque profundamente basculante, sigue ofreciendo una tímida mayoría favorable a la permanencia. De este modo, los británicos verían con buenos ojos seguir en Europa, siempre y cuando ciertos elementos identitarios no corrieran riesgo alguno. Como suele decirse: un Reino Unido en Europa pero no de Europa.

Seguir su propio camino

A ojos de un inmigrante, que no por estar dentro lo deja de ver todo desde fuera, no resulta impensable que un país económicamente tan poderoso como el Reino Unido y, por tradición, no muy amigo de compartir fatigas ajenas, decidiera en un momento dado seguir su propio camino antes que sufrir ataduras de ningún tipo. La férrea convicción en la viabilidad de un proyecto propio, así como la gran confianza depositada en sus instituciones puede finalmente debilitar la necesidad británica de Bruselas. Una postura muy diferente en otros países, cuyo vínculo con la UE emana no tanto de una determinada sintonía con la misma unión, sino de la necesidad de auxilio a sus debilidades.

Empleado de Fábrica en Portsmouth.