PAISAJE CON FIGURAS

Un hombre en llamas

El World Press Photo arranca en el CCCB con el trabajo de fotógrafos anónimos que cada año nos arrojan la realidad social a la cara

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jose43100125 barcelona 27 04 2018 ronaldo schemidt autor de la imagen ga180429235519 / Albert Bertran

Ramón de España

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Mientras deambulo por el CCCB, mirando las obras seleccionadas –entre 73.000 de 4.500 fotógrafos– para el World Press Photo de este año –la exposición arranca en Barcelona y llegará a un centenar de ciudades–, me viene a la cabeza el cotizado artista de la imagen Sebastiao Salgado, al que no soporto por considerar que está en el polo opuesto de los anónimos y sensibles artesanos que se presentan a este certamen anual. Sé que Salgado es un fotógrafo admirado urbi et orbi y que hay quien lo considera una cima de la sensibilidad y la empatía humanas, pero nunca me ha gustado su manera de mirar, pues, aunque alabo su técnica, no detecto por ningún lado esa compasión que se le adjudica.

Cada vez que veo una foto suya, recuerdo el cruel veredicto de Christopher Hitchens sobre la madre Teresa de Calcuta: "Hace como que es amiga de los pobres, cuando en realidad es amiga de la pobreza". Puedo equivocarme. Es posible que Salgado sea un tipo estupendo cuyo corazón sangra ante todas las injusticias de este mundo, pero sus imágenes de mineros ennegrecidos por el hollín o de niños famélicos rodeados de moscas me parecen siempre preparadas y teatrales, propias de alguien que rentabiliza su condición de Internacional del Sufrimiento.

Verdad de la buena

Por el contrario, todo lo que veo en el CCCB me parece verdad de la buena. Las fotos son como piezas de un puzle que acaban dibujando una imagen horrible del mundo, sin que sus autores aspiren a ser considerados artistas, sino meros notarios gráficos de una realidad en la que, como cantaba Amalia Rodrigues, "todo esto existe, todo esto es triste, todo esto es fado".

A los fotógrafos del World Press Photo no los conoce ni su padre. Son cazadores de imágenes free lance cuyos trabajos son rechazados con frecuencia y que llegan a fin de mes como buenamente pueden. ¿Alguien había oído hablar del ganador de este año, el venezolano residente en México DF Ronaldo Schemidt?  Es tan poco conocido como José Víctor, ese tipo de Caracas que aparece ardiendo bajo un casco de motorista en la instantánea ganadora, mientras se aleja de unos disturbios brutalmente reprimidos por las huestes de Maduro. ¿Conoce alguien al español Javier Arenillas, que se ha tirado nueve años retratando a sicarios guatemaltecos o a pandilleros salvadoreños? ¿Alguien sabía algo de la rusa Tatiana Vinogrodova, retratista de tristísimas prostitutas de su país?

Yo no había oído hablar nunca de esta gente, pero sus fotos –tomadas a veces deprisa y corriendo o con riesgo de que les vuelen la cabeza– son suficientes para alabar su catadura moral y su compromiso con la putrefacta sociedad en la que viven (vivimos). Puede que haya quien les acuse de (mal)vivir a costa del morbo que despiertan sus imágenes entre los europeos bien comidos como el que esto firma, como si fuesen equiparables a los que se hacen selfis delante de un incendio pavoroso o en el escenario de un terrible accidente automovilístico (los hay, aunque parezca inconcebible), pero uno los considera testigos necesarios de un estado de cosas que no va a mejorar con sus fotos, pero que, gracias a ellas, se instala en nuestras retinas y nos hace pensar.

En la adolescencia, la vida del reportero y del fotógrafo de guerra se me antojaba una cima del oficio, del romanticismo y de la responsabilidad moral, aunque lo más peligroso que he hecho en mi vida profesional es acudir a los conciertos de La Banda Trapera del Río. Gracias al World Press Photo puedo experimentar de manera vicaria una vida que nunca he vivido. Doy gracias por ello a todos los fotógrafos prácticamente anónimos reunidos en el CCCB.