AVANCES DE CIENCIA

El mito de la masculinidad y la feminidad biológicas desmontado paso por paso

sociedad  ciencia  testosterona rex

sociedad ciencia testosterona rex / Daniel Lende

Cordelia Fine

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Fragmento de "Testosterona Rex. Mitos sobre sexo, ciencia y sociedad" de Cordelia Fine, traducción de Ana Pedrero Verge (Ediciones Paidós, 2018).

Selección a cargo de Valentina Raffio.

Lea aquí los otros Avances de Ciencia

CAPÍTULO 4. ¿Por qué las mujeres no pueden parecerse más a los hombres?

CAPÍTULO 4. Existe la creencia casi universal de que los hombres y las mujeres son dos grupos distintos que presentan diferencias específicas de comportamiento según su sexo, y que dichas diferencias están tan enraizadas y presentes que imprimen un carácter distintivo a la personalidad entera.

Lewis Terman y Catherine Miles, Sex and Personality

Los hombres y las mujeres pertenecen a géneros distintos verdaderamente dispares. 

Clotaire Rapaille y Andrés Roemer, Move Up2

En una reseña del libro recientemente publicado por el conocido bió- logo Lewis Wolpert, Why Can’t a Woman Be More Like a Man?: The Evolution of Sex and Gender [¿Por qué una mujer no puede ser más como un hombre? La evolución del sexo y el género],  la psiquiatra y periodista Patricia Casey manifiesta un profundo alivio ante el reto que el libro plantea a las visiones políticamente correctas de los teóricos del género. Tras repasar toda una retahíla de «diferencias naturales incrustadas en nuestros genes», termina diciendo que la «respuesta obvia» a la famosa pregunta de Henry Higgins en My Fair Lady, «¿Por qué las mujeres no pueden ser como los hombres?», es «porque somos diferentes, y así será siempre». Al parecer, esta es la única conclusión sensata que puede extraerse. Después de todo, «el argumento de que la testosterona y el cromosoma Y no influyen en nuestra forma de pensar y sentir atenta contra la credibilidad».

Asumir que, por necesidad, estos dos agentes biológicos de determinación del sexo no solo crean un sistema reproductivo masculino, sino también una psique ostensiblemente masculina, encaja perfectamente con la antigua visión de la selección sexual, según la cual suele existir un vínculo sólido y predecible entre el hecho de ser un productor prolífico de esperma barato y un comportamiento típicamente masculino. Pero tal como hemos visto en el capítulo anterior, incluso en los animales no humanos, el sexo biológico no siempre determina la naturaleza sexual, especialmente en nuestro caso. Las realidades biológicas de la reproducción nunca son irrelevantes, pero incluso en el caso de los escarabajos peloteros y de los acentores existen otros factores que pueden influir enormemente también en el comportamiento relacionado directamente con el apareamiento y el éxito reproductivo. Estos ejemplos nos llevan a la sorprendente conclusión de que el sexo biológico puede no ser la fuerza fija y polarizadora por la que solemos tomarlo.

De hecho, incluso el conocimiento científico de la determinación del sexo (es decir, cómo llegamos a ser machos o hembras) se ha apartado de esta visión. Según el relato más antiguo, que todavía prevalece, «la presencia de un cromosoma Y provoca que el embrión se desarrolle como un macho; en su ausencia, el desarrollo por defecto sigue el camino femenino», tal como Wolpert resume el proceso según el cual se determinan los sexos. El «gen clave» en todo esto es el SRY, presente en el cromosoma Y. Los individuos con cromosoma Y desarrollan testículos; cuando el cromosoma Y está ausente, se desarrollan ovarios. Estos testículos recién creados producen una gran cantidad de andrógenos, especialmente testosterona, que dictan el desarrollo de los genitales masculinos internos y externos; de lo contrario, ocurre lo propio en versión femenina.

"Estos ejemplos nos llevan a la sorprendente conclusión de que el sexo biológico puede no ser la fuerza fija y polarizadora por la que solemos tomarlo"

Cordelia Fine

— "Testosterona Rex. Mitos sobre sexo, ciencia y sociedad" (Ediciones Paidós, 2018)

En esta comprensión de la formación de la masculinidad y la feminidad, «el binario es así de estricto: XX significa hembra y XY significa macho», según observa Sarah Richardson, de la Universidad de Harvard. Esta visión tan claramente binaria de los sexos se ve reforzada por el supuestamente innegable estado del mundo. Incluso los teóricos del género, tan acostumbrados a desligarse de la realidad mientras bregan con las vertiginosas posibilidades de la reconstrucción de la masculinidad y de la feminidad, convienen en que los genitales que por la mañana enfundas en ropa interior seguirán en el mismo sitio cuando te desvistas por la noche. El 98-99% de la población tiene, o bien cromosomas XY y genitales masculinos (testículos, próstata, vesículas seminales y pene), o bien cromosomas XX y genitales femeninos (ovarios, trompas de Falopio, vagina, labios vaginales y clítoris). La neurocientífica de la Universidad de Tel Aviv Daphna Joel se refiere a estos tres marcadores claves de la masculinidad y de la feminidad como sexo genético, sexo gonadal y sexo genital; o, para abreviar, sexo 3G.

Pero esta explicación, según la cual el sexo de una persona depende de la presencia o ausencia del todopoderoso cromosoma Y, es demasiado simple. Pensemos, por ejemplo, en ese puñado de personas de cada cien cuyos genes, gónadas y genitales no se alinean claramente ni del lado femenino ni del masculino: seguramente conozcas a alguien así, pero probablemente no lo sepas. Las convenciones sociales, las políticas y las leyes que exigen que todo el mundo sea o bien hombre o bien mujer ensombrecen el hecho biológico de que la visión binaria del sexo basada en el «una de dos» encaja con la mayoría, pero no con todas las personas. Una proporción pequeña pero significativa de la población es «intersexual»: son «como una mujer» en algunos aspectos del sexo 3G, pero «como un hombre» en otros. Por ejemplo, las personas con un complemento cromosómico masculino XY cuyos receptores no responden a los andrógenos fundamentales para la masculinización de los genitales desarrollan testículos masculinos pero genitales externos femeninos. Tal como apunta la Intersex Society norteamericana, esto significa que, a pesar de la presencia del cromosoma Y, las mujeres en esta situación «han experimentado mucha menos “masculinización” que el común [...] de las mujeres [con cromosomas XX] porque sus células no responden a los andrógenos».10 Otro caso es el de la hiperplasia suprarrenal congénita (HSC), que provoca una producción inusualmente elevada de andrógenos en la vida intrauterina. En las niñas, puede suponer el desarrollo de genitales externos masculinizados, a pesar de que sus gónadas y complemento genético sean femeninos.

Cuando llamó la atención sobre ejemplos como los anteriores en la década de 1990, la bióloga de la Universidad de Brown Anne FaustoSterling casi provocó que a más de uno le explotara la cabeza al observar que en realidad existen aproximadamente media docena de sexos. En pleno apogeo del reconocimiento del gen SRY del cromosoma Y como el gen responsable de la determinación del sexo, Fausto-Sterling apuntó que las personas intersexuales no encajan en un modelo que no contempla «la existencia de estados intermedios». En vista de los descuidados argumentos proporcionados por dos genetistas, Eva Eicher y Linda Washburn, Fausto-Sterling señaló que en dicho modelo científico se observaba la presencia implícita de asociaciones culturales profundamente arraigadas, a saber: mujer, pasiva y carencia. El desarrollo de testículos a partir de una gónada «andrógena» es un proceso activo dirigido por genes, pero en el caso de que el poderoso gen masculino SRY no esté presente, el tejido ovárico simplemente..., ¿ocurre por defecto?

"La bióloga de la Universidad de Brown Anne FaustoSterling casi provocó que a más de uno le explotara la cabeza al observar que en realidad existen aproximadamente media docena de sexos"

Cordelia Fine

— "Testosterona Rex. Mitos sobre sexo, ciencia y sociedad" (Ediciones Paidós, 2018)

Actualmente, la ciencia de la determinación del sexo reconoce que el desarrollo femenino es un proceso igual de activo y complejo que el desarrollo masculino. Y otra cosa que ahora también se considera evidente es que son muchos los genes implicados en la determinación del sexo: el SRY del cromosoma Y; unos cuantos del cromosoma X (incluidos algunos relacionados con el desarrollo sexual masculino); y, sorprendentemente, decenas de genes distintos presentes en otros cromosomas.14 Por eso, si en alguna ocasión te encuentras la expresión «cromosomas sexuales» entrecomillada, no pienses que es porque la académica feminista chiflada de turno se niega a reconocer la base biológica del sexo; es porque el sexo genético no se halla dentro de una categoría binaria estricta —presencia o ausencia de Y—, sino que está repartido por todo el genoma. Así pues, la determinación del sexo es un «proceso complejo». Más allá de la visión simplista del pasado según la cual el gen SRY desvía a los hombres hacia un camino de desarrollo específico, «la identidad de la gónada surge de la competición de dos redes opuestas de actividad genética».

Naturalmente, cuando Patricia Casey lanza la pregunta retórica de por qué un hombre no puede ser como una mujer, no se está preguntando por qué una mujer no puede transformar su clítoris en pene, o los ovarios en testículos. Casey está expresando la creencia común de que el sexo —especialmente cuando se trata de la testosterona y el cromosoma Y— tiene un efecto fundamental en el cerebro y en el comportamiento. En palabras de la psicóloga Lynn Liben de la Universidad Estatal de Pensilvania:

Se asume que los hombres y las mujeres tienen «esencias» diferentes que, a pesar de ser en gran medida invisibles, se reflejan en muchas predisposiciones y comportamientos. Estas esencias las tomamos, como individuos, de una serie de procesos genéticos y hormonales, y, como especie, de la evolución. Se consideran parte del orden natural y proclives a actuar en cualquier contexto y durante toda la vida, y se suele presuponer que son inmutables (al menos en la ausencia de un esfuerzo hercúleo y antinatural para cambiarlas).

Pero ¿tiene sentido esperar que el sexo cree esencias en el cerebro y el comportamiento? En otras especies, el mismo problema evolutivo de la reproducción sexual se ha resuelto de muchas otras formas, lo que significa que la posesión o la carencia de un cromosoma Y17 (y los demás componentes genéticos del sexo) no dicta, de por sí, un comportamiento determinado. Además, dentro de algunas especies —incluida la nuestra, y en este capítulo desarrollaremos este punto un poco más—, ninguno de los dos sexos monopoliza ciertas características, como la competitividad, la promiscuidad, la exigencia o el cuidado parental. El patrón específico, como ya hemos visto, depende de la posición ecológica, material y social del animal. Esto apunta a que, incluso dentro de una especie en concreto, el efecto de las facetas genéticas y hormonales del sexo sobre el cerebro y el comportamiento no inscribe ni «inculca» ciertos perfiles de comportamiento o predisposiciones de forma estricta en el cerebro; ni siquiera aquellos que se den con más frecuencia en un sexo que en el otro; todo lo contrario: se prolongan, en mayor o menor medida, según dicten las circunstancias.

"En otras especies, el mismo problema evolutivo de la reproducción sexual se ha resuelto de muchas otras formas, lo que significa que la posesión o la carencia de un cromosoma Y17 (y los demás componentes genéticos del sexo) no dicta, de por sí, un comportamiento determinado"

Cordelia Fine

— "Testosterona Rex. Mitos sobre sexo, ciencia y sociedad" (Ediciones Paidós, 2018)

La separación entre los roles reproductivos (en lo que se refiere a quién produce qué gametos y dónde pone este u otro órgano) es completa, contrariamente a lo que ocurre con los roles de comportamiento. Es de suponer que esto es así porque no existe entorno o contexto alguno en el que una versión intermedia del sistema reproductor o una combinación creativa de distintas partes —como unir un pene a un útero o testículos a las trompas de Falopio— hubiera sido beneficiosa para el éxito reproductivo. Sin embargo, esto no ocurre con el comportamiento. Y con esto no pretendo decir que el sexo no nos influya más arriba del cuello. Pero ¿debemos por ello pensar que los componentes genéticos y hormonales del sexo tendrán el mismo tipo de efecto sobre el cerebro y el comportamiento que sobre el sistema reproductor? Incluso a pesar de que un experto describa este proceso de desarrollo como «equilibrio» en lugar de como sistema binario,18 deberíamos empezar a plantearnos no solo la posibilidad de que el sexo tenga el poder de, sino también por qué iba a producir cerebros específicamente, estrictamente y universalmente masculinos y femeninos, y naturalezas masculinas y femeninas.

Las categorías sexuales son la forma más primaria de organizar la sociedad. Es lo primero que queremos saber cuando un bebé llega al mundo. Suele ser lo primero y en lo que más rápido nos fijamos cuando conocemos a alguien. Las especificamos en casi todos los formularios que rellenamos. En la mayoría de países, la ley nos exige que pertenezcamos a una u otra. Las marcamos y enfatizamos con pronombres, nombres, títulos, modas y peinados.

Seguramente no lo haríamos si la masculinidad y la feminidad —el sexo 3G— no poseyeran ciertos rasgos importantes. Si la semana pasada hubieras sido mujer y hubieras tenido ovarios, vagina y todo lo demás, pero esta semana fueras hombre y tuvieras testículos y pene, seguramente las casillas de «M» y «H» no serían ni la mitad de frecuentes. Si todos fuéramos intersexuales de un modo u otro, la sempiterna pregunta de si es niño o niña ni siquiera tendría sentido. Y si la forma de nuestros genitales externos formara parte de un continuo y en la mayoría de personas presentaran una forma intermedia y ambigua, sería interesante ver si el sexo seguiría teniendo un papel tan importante en la forma en que nos presentamos al mundo. 

Pero, evidentemente, el sexo 3G no es así. Los procesos genéticos y hormonales del sexo, a pesar de ser complejos y polifacéticos, suelen crear categorías de sexo 3G específicas, constantes y estables, y tal vez sea comprensible que se asuma que el sexo ejerce el mismo efecto fundamental sobre el cerebro que en los genitales. En palabras de Joel y Yankelevitch-Yahav, asumimos que «el sexo actúa de forma parecida en serie y uniformemente, ejerciendo un efecto predominante y divergente que, en última instancia, conlleva la creación de dos sistemas distintos, de un cerebro «masculino» y de un cerebro «femenino». No es infrecuente encontrar, en los supuestos debates que tienen lugar en Twitter, que, para rebatir el argumento de que no existe un «cerebro masculino» y un «cerebro femenino», enlaces con artículos científicos sobre las diferencias cerebrales basadas en el sexo. En otras palabras: en cuanto uno lee que los cerebros cambian según el sexo, el razonamiento implícito es que el cerebro también tiene un determinado sexo y que, como los genitales, crea categorías femeninas y masculinas.

"La separación entre los roles reproductivos (en lo que se refiere a quién produce qué gametos y dónde pone este u otro órgano) es completa, contrariamente a lo que ocurre con los roles de comportamiento"

Cordelia Fine

— "Testosterona Rex. Mitos sobre sexo, ciencia y sociedad" (Ediciones Paidós, 2018)

De hecho, lo que la visión científica clásica proponía iba en esta misma línea. Igual que ocurre con los genitales, la testosterona se consideraba un elemento clave, una explosión prenatal producida por los recién formados testículos que, a grandes rasgos, masculinizaba y desfeminizaba los cerebros de los hombres mientras que, en su ausencia, el cerebro se feminizaba. Así, «el sexo genético determina el sexo gonadal y las hormonas gonadales determinan el sexo cerebral», tal como los prominentes investigadores Margaret McCarthy y Arthur Arnold tan hábilmente resumen. Los científicos centrados en la investigación de animales no humanos supusieron que los mencionados efectos del sexo generan circuitos neuronales distintos en los machos y las hembras que se aparean. Pero, por otro lado, muchos psicólogos, autores y estudiosos de la condición humana consideran que el «comportamiento de apareamiento» abarca prácticamente todos los aspectos de la psicología humana, desde el sistema visual aplicado a los rostros de los bebés, hasta el sentido del humor de quien hace gala de su propio potencial reproductivo.

Sin embargo, tal como McCarthy y Arnold explican, se han hallado nuevas evidencias que demuestran que la situación es mucho más complicada. El sexo no es un dictador biológico que ordena a las hormonas gonadales que invadan el cerebro y masculinicen los cerebros masculinos de forma uniforme o feminicen los cerebros femeninos por rutina. Resulta que la diferenciación sexual del cerebro es un proceso interactivo y desordenado en el que toda una serie de factores —gené- ticos, hormonales, ambientales y epigenéticos (es decir, cambios estables que alteran el «encendido o apagado» de los genes— interactúan entre sí para influir en la forma en que el sexo moldea el cerebro entero. Y para complicar las cosas todavía más, todos estos factores interactúan y se influyen mutuamente de formas distintas en partes distintas del cerebro.

Por ejemplo, como indica Joel, los factores ambientales (como el estrés prenatal y posnatal, la exposición a drogas o medicamentos, las condiciones de la crianza o la privación materna) interactúan en el cerebro de maneras complejas y no uniformes. Existe un estudio sobre un grupo de ratas de laboratorio que han gozado de una vida pacífica y tranquila en el que se observa que la diferencia entre los sexos se basa en la densidad del «extremo superior» de la espina dendrítica (encargada de transmitir señales eléctricas a las neuronas) en un punto diminuto del hipocampo (las espinas dendríticas de las hembras son más densas). Pero si observamos la misma región cerebral de un grupo de ratas que han sido sometidas a estrés durante solo quince minutos, veremos que las espinas dendríticas de los machos son espesas, como las de las ratas tranquilas. Contrariamente, el extremo superior de las espinas dendríticas de las ratas hembra sometidas a estrés se vuelven menos densas, como las de las ratas macho. En otras palabras: una breve exposición al estrés revierte la «diferencia sexual» de ese rasgo cerebral concreto.

"El sexo no es un dictador biológico que ordena a las hormonas gonadales que invadan el cerebro y masculinicen los cerebros masculinos de forma uniforme o feminicen los cerebros femeninos por rutina"

Cordelia Fine

— "Testosterona Rex. Mitos sobre sexo, ciencia y sociedad" (Ediciones Paidós, 2018)

Pero la cosa no acaba ahí. Un factor ambiental concreto puede ejercer una gran influencia sobre las diferencias sexuales de un rasgo cerebral y a la vez ejercer la influencia contraria, o ninguna, sobre otras. Por ejemplo: un episodio breve de estrés tiene un efecto distinto en las dendritas «del extremo inferior» de la misma región cerebral. En este caso, las espinas dendríticas masculinas y femeninas son idénticas siempre que estas ratas hayan vivido una vida tranquila. Pero ¿qué ocurre si se estresa a las ratas? A las espinas dendríticas inferiores de las ratas hembra no les ocurre nada, pero su densidad aumenta en los machos.

Así pues, la situación es la siguiente: generalmente, se observan espinas dendríticas superiores e inferiores ralas en machos no estresados y en hembras no estresadas; en los machos estresados se observan espinas dendríticas espesas en los extremos superiores e inferiores; y en las hembras no estresadas se espera observar extremos inferiores espesos y extremos inferiores ralos.

Si estás confundido, no te preocupes: hasta cierto punto, ese era mi objetivo. También es probable que te estés empezando a preguntar cuál es exactamente el patrón «masculino» de las espinas dendríticas, y cuál es su versión «femenina». A menos que tengas una opinión muy formada sobre si la vida de una rata de laboratorio puede ser verdaderamente tranquila, o si las ratas se merecen el destino de experimentar breves episodios de tensión elevada, me temo que no dispongo de una respuesta satisfactoria (precisamente por esta razón Joel recomienda evitar los términos forma masculina y forma femenina al referirnos a rasgos cerebrales).

Otro estudio, llevado a cabo por la neurocientífica Tracey Shors y su equipo, se centró en observar un efecto ambiental sencillo sobre dos rasgos cerebrales extremadamente precisos en una parte diminuta del cerebro. Ten presente que centenares de esas interacciones entre sexo y entorno van afectando a muchos rasgos cerebrales distintos mientras un grupo de ratas salvajes vive su vida a su estilo y manera. Con cada experiencia, algunos rasgos cerebrales cambiarán de forma y otros permanecerán iguales, lo que dará lugar a combinaciones únicas. En este caso, lo que esperaríamos que surgiera de esta «multiplicidad de mecanismos» no sería un «cerebro masculino» o un «cerebro femenino», sino un «mosaico» cambiante de rasgos, «algunos más frecuentes entre las hembras que entre los machos, y algunos más frecuentes entre los machos que entre las hembras, y otros comunes en hembras y machos», tal como concluyen Joel y su equipo.

"Las diferencias sexuales en el cerebro no responden únicamente al sexo, sino que dependen de otros factores, y los candidatos más evidentes son la edad, el entorno y la variación genética"

Cordelia Fine

— "Testosterona Rex. Mitos sobre sexo, ciencia y sociedad" (Ediciones Paidós, 2018)

Y esto es exactamente lo que Joel observó por primera vez en humanos, junto con colegas de la Universidad de Tel Aviv, del Max Planck Institute y de la Universidad de Zúrich. Analizaron las imágenes de más de mil cuatrocientos cerebros humanos y extensos conjuntos de datos procedentes de distintas fuentes. En primer lugar, identificaron una decena de las mayores diferencias entre los sexos de cada muestra. Incluso este primer ejercicio cuestionaba la comprensión popular de varias formas. Para empezar, contrariamente a la visión de que los cerebros de los hombres y de las mujeres son notablemente distintos, ninguna de dichas diferencias era especialmente trascendental. Incluso en las más significativas, el solapamiento observado entre los sexos indicaba que aproximadamente una de cada cinco mujeres era más «masculina» que el hombre estereotípico. Además, de cada conjunto de datos se obtuvo una lista de las diez diferencias más notables. Tal como observan los autores, esto demuestra que las diferencias sexuales en el cerebro no responden únicamente al sexo, sino que dependen de otros factores, y los candidatos más evidentes son la edad, el entorno y la variación genética.