AVANCES DE CIENCIA

¿Cómo será la "revolución" de los robots?

SOCIEDAD CIENCIA   UN  MUNDO ROBOT

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Javier Serrano

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Fragmento de "Un mundo robot. La mayor revolución jamás conocida que cambiará para siempre nuestras vidas, trabajos y el destino de la humanidad" de Javier Serrano (Editorial Guadalmazán, 2018).

Selección a cargo de Valentina Raffio.

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Un mundo robot

Este libro contiene solo trabajo humano, una futura excepción. En el tiempo de la sociedad tecnológica puede que buena parte del empleo quede vetado a los seres humanos, algo que podría también acabar siendo una bendición.

El progreso tecnológico —inteligencia artificial, robótica, realidad virtual, impresión 3d, nanotecnología…— nos va a conducir a una sociedad tecnológica que no podemos siquiera imaginar. Será un cambio de paradigma en las reglas de convivencia de la especie. Las máquinas y algoritmos capaces ocuparán los mismos espacios que el ser humano en la cúspide de la pirámide evolutiva. 

"Las máquinas y algoritmos capaces ocuparán los mismos espacios que el ser humano en la cúspide de la pirámide evolutiva"

Javier Serrano

— "Un mundo robot. La mayor revolución jamás conocida" (Editorial Guadalmazán, 2018)

No habrá compensación posible cuando las máquinas y algoritmos superen todas y cada una de las habilidades del ser humano, desde aquellas simples y rutinarias a las más creativas y complejas. Si el pasado de las revoluciones tecnológicas ha sido benévolo, generando más y mejores oportunidades laborales que aquellas que eran destruidas, el futuro podría no ser tan indulgente. Este panorama requiere una acción colectiva de formidable magnitud que permita, hasta donde sea posible, poner en marcha alguna de las opciones que están en la mano del ser humano para limitar, moderar o mitigar los efectos del progreso tecnológico. En el mejor de los escenarios, la intervención podría no solo asegurar una digna existencia a las personas en el futuro que se nos viene encima, sino incluso aprovechar la explosión tecnológica en nuestro propio beneficio. En el peor de los escenarios, las cosas podrían suceder según cualquiera de las catastróficas variantes que ya hemos imaginado repetidamente en las películas distópicas de ciencia ficción.

Hay todavía oportunidades para actuar, pero el tiempo se consume rápidamente, y pronto los impactos del progreso podrían tornarse irreversibles. Es hora de considerar las opciones y jugar nuestras cartas como la —todavía— única especie inteligente del planeta. Los prototipos de la nueva especie, más inteligente que la nuestra, están ya siendo concebidos y sus destinos no siempre estarán en nuestras manos.

¿Máquinas creativas?

En un informe de la consultora internacional McKinsey se estimaba que sólo un 5% de las actividades laborales en los Estados Unidos requerían de una creatividad media, según el espectro de dicha capacidad humana. La automatización podría permitirnos mejorar ese triste perfil, una vez que las personas pudieran esquivar toda la panoplia de tareas grises y desprovistas de significado que llevan a cabo de manera cotidiana, espoleando sus facetas más creativas y originales. Y esa creatividad reforzada, además, se podría convertir en el factor humano diferenciador de muchas oportunidades de empleo. Para ello, sería necesario que la educación apoyara —en lugar de anular— esta capacidad desde la más tierna infancia. Al incorporar más creatividad al trabajo estaríamos ganando tiempo en la carrera por salvar empleos humanos frente a máquinas y algoritmos capaces. Desde que el desarrollo tecnológico ha permitido la liberación de muchas tareas físicas exigentes o procesos mentales rutinarios, la creatividad de la especie humana habría ganado espacios alternativos para manifestarse, aunque el efecto global haya sido limitado. El dominio de tantas ocupaciones del tipo «trabajo de monos» sigue siendo manifiesto. El recurso a la creatividad podría ser la cuadratura del círculo, una estrategia de ataque como mejor defensa ante la automatización. Los millones de trabajos que inhabilitan las capacidades únicas de las personas, en semanas laborables que asemejan al día de la marmota, sólo pueden ser el resultado de un maleficio. O quizá se trate de un arma de destrucción masiva, social en este caso. Trabajo convertido en derecho y obligación ineludibles, como estrategia para estructurar el tiempo colectivo de manera ordenada, artimaña psicológica para evitar que las masas piensen en exceso o con la energía necesaria para osar cambiar el modelo.

"Al incorporar más creatividad al trabajo estaríamos ganando tiempo en la carrera por salvar empleos humanos frente a máquinas y algoritmos capaces"

Javier Serrano

— "Un mundo robot. La mayor revolución jamás conocida" (Editorial Guadalmazán, 2018)

Por otro lado, las máquinas empiezan a ser capaces de aprender, y ese aprendizaje las llevará, como escolares, a una vida adulta de facultades plenas. Que las máquinas puedan instruirse por sí mismas es una diferencia cardinal. Entre otras cosas, les facilitará la asunción de todo tipo de rutinas físicas y cognitivas, sobre todo aquellas con poco nivel de originalidad y creatividad. Una vez afianzadas en su tarea de aprender, pronto asimilarán la lógica y las pautas que se esconden tras desempeños que nos parecen absolutamente originales e innovadores, complicados. Porque quizá lo creativo, lo artístico, no es sino una secuencia de rutinas poco evidentes pero indiscutibles. Los algoritmos capaces podrán probar millones de combinaciones, evaluando sus resultados y tanteando de nuevo hasta dar con la fórmula que mejor simule ese factor creativo. Su carrera artística debería comenzar de manera desastrosa, pero podría avanzar veloz hacia el virtuosismo. Esos perpetuos procesos de aprendizaje basados en prueba y error les deberían convertir, un día, en agentes tan creativos —o más— como los mejores individuos de la especie humana. Y, por si fuera poco, las máquinas aportarán nuevas visiones del mundo que nos rodea, resultado de una contemplación y análisis del entorno de naturaleza diversa. Sin olvidar su capacidad de tratar enormes cantidades de datos, imperceptibles para el ojo humano, recopilaciones silenciosas de detalles, de matices, que darán lugar a una nueva categoría de sensibilidad artística, una que requerirá sentidos avanzados para su goce absoluto.

Aunque haya una mayoría de trabajos que no están a la altura de todo un Homo sapiens sapiens, tendemos a pensar que la mayoría de nuestros empleos requieren algún tipo de capacidad singularmente humana, difícilmente automatizable, superior. Es el resultado, seguramente, de algún tipo de defensa psicológica; o arrogancia de la especie más capaz sobre el planeta. Es cierto que no se debería hablar de empleos automatizables sino de porcentaje de tareas en cada empleo que podrían automatizarse gracias a la tecnología, siendo altamente improbable que el 100% del mismo lo sea en el plazo de una o pocas generaciones. Hasta la ocupación más trivial puede contener tareas que requieren cierta empatía, cierto grado de comunicación sensible, una necesidad de abstracción consciente. Hay, en todo caso, una tendencia proteccionista a salvaguardar el propio empleo: «lo que yo hago no lo podrá hacer nunca una máquina». Se entiende que es una actitud afectuosa hacia uno mismo, medicamento homeopático para enfrentar un futuro que nadie acierta a predecir con rigor y que podría generar monstruos.

"Es cierto que no se debería hablar de empleos automatizables sino de porcentaje de tareas en cada empleo que podrían automatizarse gracias a la tecnología, siendo altamente improbable que el 100% del mismo lo sea en el plazo de una o pocas generaciones"

Javier Serrano

— "Un mundo robot. La mayor revolución jamás conocida" (Editorial Guadalmazán, 2018)

En un estudio de la empresa Dare2 sobre actitudes de los trabajadores norteamericanos, hasta un 30% de los encuestados estaban de acuerdo con la afirmación: «es probable que mi trabajo actual sea reemplazado por las nuevas tecnologías» —un 43% estaba en desacuerdo—. Conviene señalar, como corolario sorprendente y sugerente del estudio, que un 37% de esos ciudadanos declararon que otorgarían más confianza a un programa de ordenador imparcial que a sus actuales jefes —además de pensar que su comportamiento sería más ético—. Y que preferirían que los resultados de su trabajo fueran evaluados por un algoritmo en lugar de por responsables humanos. De hecho, un 32% preferiría que su lugar de trabajo fuera dirigido por un autómata. Este porcentaje crecía hasta el 45% ante la propuesta de una dirección conjunta entre un algoritmo imparcial junto a un jefe humano. No parece que la práctica actual de ciertas competencias humanas —justicia, equidad, responsabilidad, etc.— esté muy valorada.

Podría asumirse que, en general y a día de hoy, la mayor parte de empleos tienen un riesgo bajo de ser automatizados completamente, pero que la mayoría contienen una buena parte de tareas que sí lo serían (entre un 50 y un 70%). Esos empleos van a seguir requiriendo ciertas secuencias en su ejecución que parecen difícilmente automatizables, en el corto plazo. Y este sería el fin de las buenas noticias acerca de las máquinas y algoritmos capaces, porque cualquier estimación podría estar siendo cicatera con las increíbles perspectivas de innovación y mejora que serán incorporadas en los autómatas, y con las que sus creadores no dejarán de asombrarnos —y asustarnos— en los años venideros. Tampoco podemos olvidar que los ingenieros han venido contando no sólo con el desarrollo de innovaciones siempre increíbles, sino con el astuto recurso a los propios usuarios. Allí donde las máquinas no puedan llegar todavía podría haber un humano generoso en extremo para echarles una mano.

"Y este sería el fin de las buenas noticias acerca de las máquinas y algoritmos capaces, porque cualquier estimación podría estar siendo cicatera con las increíbles perspectivas de innovación y mejora que serán incorporadas en los autómatas"

Javier Serrano

— "Un mundo robot. La mayor revolución jamás conocida" (Editorial Guadalmazán, 2018)

Los algoritmos de la empresa Amazon pueden no ser todavía suficientemente hábiles como para adivinar nuestros deseos de compra. Las inteligencias artificiales que trabajan bajo sus páginas de ventas no tienen acceso a nuestra personalidad, a nuestros anhelos y carencias; la psicología formal todavía les resulta una habilidad impracticable. Pero pueden sugerirnos productos según estimaciones matemáticas de nuestra actividad en las visitas pasadas, del historial y el perfil acumulado de compras y búsquedas (qué nos ha interesado, cuándo, qué hemos comprado o descartado, desde dónde nos conectamos, para quién compramos, etc.), con mayor o menor acierto, pero siempre en continuo aprendizaje. Son los usuarios quienes generan los datos para la inteligencia del proceso, al interesarse en ciertos productos y no en otros, hacer determinadas preguntas a otros usuarios, evaluar productos y, por supuesto, aceptar por acción u omisión las inevitables cookies que registran nuestros movimientos sin que nos apercibamos. Son los usuarios quienes alimentan a la bestia, que sólo ha de esperar pacientemente a que otros llenen sus insaciables estómagos. 

El sistema no deja de tener éxito porque carezca de suficiente inteligencia, todo lo contrario. Vende lo que las personas quieren comprar y, además, les insiste en otros productos que habrían considerado con anterioridad, o incluso en algunos que podrían no haber deseado todavía, según la estimación del algoritmo. Pronto podríamos acabar en el centro de un juego que se parece al del balón prisionero, con los tipos más altos —los algoritmos inteligentes— pasándose información mientras, en el centro, un ser humano salta desesperado para intentar coger la pelota. Una estrategia igual de ladina ocurre en los supermercados, por poner otro ejemplo, esta vez de habilidad motora. No se dispone todavía de robots que puedan sacar los productos del carro de la compra, según sus propiedades físicas, escanearlos y colocarlos en bolsas con la seguridad y efectividad necesarias, pero tampoco ha resultado un problema. El ser humano está allí para colaborar amablemente en la automatización de empleos de los cajeros. La empresa recurre a la colaboración desinteresada de los propios clientes, capaces ellos sí, de asegurar esas operaciones haciendo que el sistema de cajas de autopago funcione. Es importante recordar, por tanto, que la falta de tecnología no es un show stopper para la automatización.

En la sociedad actual, y más en la que viene —o se nos viene encima—, vamos a «disfrutar» de millones y millones de bienes y servicios en continua evolución y mejora. No será tampoco viable para la mente humana discriminar fácilmente entre esta oferta infinita, no sin la ayuda de algoritmos capaces. Será eso o la lotería de llevarse a casa sistemáticamente productos y experiencias frustrantes. Para movernos por el mundo, y enfrentar todo tipo de tareas requeriremos de asistentes que podrán manejar billones de datos en instantes. Esos algoritmos nos darán soporte personalizado y serán la extensión de nuestras capacidades. Si nosotros les ayudamos a salvar las dificultades del mundo construido a nuestra medida, ellos nos ayudarán a salvar las dificultades de un mundo cada vez más adaptado a sus capacidades tecnológicas. Un día, nosotros les necesitaremos de manera absoluta y ellos de ninguna manera. Esperemos que ellos hayan sido programados con la generosidad debida.

Aprendiendo a ser máquinas

Las máquinas y algoritmos van a ser capaces de aprender de su propia experiencia, como hacemos —o deberíamos hacer— los humanos, para evitar cometer los mismos errores. La relación del hombre con las herramientas que ha desarrollado a lo largo de su historia pasará a un plano diferente. Esas máquinas se parecerán enormemente a nosotros, al menos durante el instante en que franqueen el límite de las habilidades cognitivas reservadas a los pequeños dioses de la evolución en el planeta. Su nuevo potencial les capacitará para hacer uso de conocimientos no programados de antemano sino adquiridos, aceleradamente, durante su tiempo de vida. Sus neuronas sintéticas los procesarán con miles, decenas de miles, millones de veces, nuestra capacidad de cálculo, de análisis, de síntesis. Será el tiempo de la computación cognitiva, aquella que permitirá a la máquina aprender y adquirir habilidades a partir de la práctica y la experiencia cotidiana, rompiendo las barreras de dependencia con sus programadores humanos.

Pasarán a ser agentes autónomos, y es más que probable que ningún humano esté en disposición de volver a instruir a esos autómatas. Pasado el instante de hermanamiento, pronto repararemos que es poco lo que nos identifica con esas máquinas y algoritmos capaces, por mucho que un día fueran diseñadas a nuestra imagen y semejanza, desde nuestra ciencia, nuestra conciencia y nuestra ética. Más tarde o más temprano, el trabajo de quienes hoy programan a Siri, Watson, Cortana, Alexia, etc. será una tarea improbable. Esos asistentes se programarán solos, aprenderán de manera autónoma, se harán libres de las cadenas de una mente humana limitada por condicionamientos biológicos. Como ya ha apuntado la ciencia ficción, lo más que podríamos pretender es intentar educar sus comportamientos tempranos hasta donde nos sea posible, para evitar que surja una entidad como Skynet, la inteligencia artificial que lidera al ejército de las máquinas en las películas de Terminator. Aunque hay también quien pretende controlar a esas generaciones de agentes inteligentes autónomos escudriñando con esmero sus líneas de código, esperando controlar así la lógica de su comportamiento. Pero será un deseo pueril intentar someter a quien tiene la capacidad de aprender, de equivocarse, de malinterpretar instrucciones y deseos o de sufrir accidentes insospechados que alteren sus circuitos.

"Como ya ha apuntado la ciencia ficción, lo más que podríamos pretender es intentar educar sus comportamientos tempranos hasta donde nos sea posible"

Javier Serrano

— "Un mundo robot. La mayor revolución jamás conocida" (Editorial Guadalmazán, 2018)

El escritor Samuel Butler, en un tiempo tan lejano como el año 1863, habló ya de las máquinas como una nueva especie capaz de llevar a cabo su propia evolución darwinista. Al observar cómo los relojes se fabricaban siempre más pequeños y funcionales, imaginó el día en el que esos grandes relojes de su época desaparecerían, como había sucedido con los grandes saurios. Y, siguiendo el hilo de dicho razonamiento, infirió que las máquinas serían un día las sucesoras del ser humano, la evolución «natural» de la humanidad, superando las limitaciones biológicas y creando seres libres de avaricia, de poder, de impedimentos inducidos por los sentimientos y las emociones humanas. Y llegó, incluso, a especular con la idea de que en ese mañana el ser humano pudiera encontrarse a gusto, como lo están el perro, el caballo y otros seres domesticados por la especie que les superó en la carrera evolutiva.

Butler fue, quizá, excesivamente conservador al pensar que las máquinas seguirían necesitando a los humanos para su mantenimiento, así como para la concepción de nuevas máquinas, en tanto en cuanto le parecía muy improbable que «la capacidad de reproducción sexual» de las máquinas pudiera llegar a ser una realidad. La idea de que dos máquinas capaces pudieran un día tener relaciones y descendencia, en forma de generaciones de máquinas que superaran siempre a sus progenitores le parecía, en todo caso, seductora. A pesar de la dificultad de imaginar un futuro todavía lejano con la sola herramienta de la imaginación y el razonamiento humanos, el desasosiego le impulsó a intentarlo. Los seres humanos estaban siendo progresivamente esclavizados en tareas para cuidar y operar más y más máquinas y, de seguir así, pronto las máquinas dominarían el mundo, teniendo a las personas como siervos. La solución era, por lo tanto, acabar con todas esas máquinas sin piedad, idea que no prosperaría.

A veces reaccionamos con orgullo herido cuando nos auguran que las máquinas y algoritmos capaces podrán llevar a cabo nuestras tareas cotidianas como si tal cosa. Pensamos que somos imprescindibles, incluso para que el mundo siga gravitando en su órbita y no salga despedido hacia el confín de la galaxia, sobrevalorando nuestra masa. Y estamos convencidos de que somos esencialmente mejores que simples y burdos juguetes mecánicos, o series de instrucciones ordenadas y numeradas. Reconocemos que los robots son funcionales aspirando los suelos, pero sólo como puro ejercicio de reiteración y cabezonería, nada comparable a las habilidades humanas. Por lo que dejamos que hagan esas tareas sin mayores disquisiciones. Puede que sean más tenaces y sistemáticos que ningún ser humano a la hora de limpiar el pavimento, pero, a día de hoy, lo que un humano puede limpiar en unos pocos minutos requiere al robot aspirador de horas de recorridos atolondrados y rebotes varios, con el consiguiente gasto de energía. Que puedan aspirar la suciedad no implica que lo hagan con un mínimo sentido práctico, lo que podría ser una característica también de máquinas y algoritmos capaces en el futuro.

"A veces reaccionamos con orgullo herido cuando nos auguran que las máquinas y algoritmos capaces podrán llevar a cabo nuestras tareas cotidianas como si tal cosa"

Javier Serrano

— "Un mundo robot. La mayor revolución jamás conocida" (Editorial Guadalmazán, 2018)

Más y más robots van siendo producidos y nos parece bien que se entretengan en algo y aprendan. Pero toca sincerarnos con nosotros mismos, reflexionar si el grueso de nuestras tareas profesionales —y de otras rutinas de la vida— escapará por mucho tiempo a sus habilidades. Quizá sea hora también de ser humildes, reconocer cuán imperfectos somos en nuestras actividades, cuán emocionales son nuestros comportamientos —en contraste con racionales—, y cómo nos dejamos arrastrar por nuestros egos, nuestras inseguridades, en la toma de decisiones. Algo que no puede ser bueno para conducirnos con éxito. La tecnología podría condenar a los trabajadores humanos también por estas limitaciones. Un día nos sorprenderá verificar cuán simples eran ciertas tareas que pensábamos complejas, una vez transferidas a la lógica programada de máquinas capaces, descargadas de injerencias por parte de todo tipo de emociones tóxicas. Puede que estemos condenados no sólo a perder el empleo, sino también la dignidad, al observar lo fácil que resultó mecanizar el comportamiento de los miembros de la especie más avanzada, con evidentes mejoras, reduciendo los conflictos hasta el cero absoluto. Quedaríamos, así, fascinados con la inesperada belleza de sus soluciones, lidiando con lo que parecía humanamente imposible sin despeinar sus flequillos sintéticos.

Asumir que hay y habrá empleos que serán universalmente ejecutados por máquinas y algoritmos capaces empieza a ser un asunto urgente. Este acontecimiento histórico no tiene por qué implicar ninguna calamidad desde el punto de vista de la especie humana, lo que debería facilitar el reto psicológico de asumir este cambio disruptivo. Puede, de hecho, ser la oportunidad que la especie necesitaba para vivir el nuevo milenio de un modo diferente ¿Acaso podemos pensar en colonizar otros mundos y dejar nuestra impronta mientras seres humanos pluripotenciales dedican buena parte de su vida a poner sellos o servir hamburguesas? ¿Hemos de seguir defendiendo con uñas y dientes trabajos anodinos para individuos inteligentes, o dejar que las máquinas ocupen esos espacios? Hay trabajos que sólo una máquina puede ya hacer bien y no se trata sólo de tareas de fuerza bruta, de músculo mecánico. Los algoritmos de búsqueda en Internet, por ejemplo, seleccionan informaciones relevantes para los usuarios de manera instantánea, entre millones de entradas, estimando la probabilidad de acierto de cada búsqueda. Algo que sería sencillamente imposible para cualquier ser humano, al menos con la misma estrategia. Si, teóricamente, las máquinas no hacen nada que un humano no pueda hacer con tiempo suficiente y el conocimiento adecuado, en la práctica esto es ya sólo una fantasía.

Las máquinas han ido copando, sin prisa pero sin pausa, ciertos empleos que nos eran familiares. Y la solución a muchas necesidades contemporáneas ha sido asignada, casi de manera instantánea, a máquinas y algoritmos diseñados para ser mejores en el desempeño de las mismas. No ha habido siquiera un duelo de competencias entre máquinas y humanos, una posibilidad de batallar y defender el honor de los monos inteligentes. Creamos o no en el crecimiento exponencial de la tecnología, el siglo nos promete sacudidas singulares incluso si mantenemos únicamente el ritmo de progreso ya experimentado en las últimas décadas. Nuestros avances han sido prodigiosos y nuestro progreso acelerado, no hay modo de negarlo. En apenas cincuenta años, el hombre consiguió hacer el recorrido desde unprimer vuelo en un avión de madera a volar en otro capaz de superar la barrera del sonido. Y no quedó todo ahí, pues apenas unas décadas después consiguió pisar la luna con unas botas que dejaron huellas en un mundo hasta entonces de ensueño. El avance tecnológico una vez dirigido por máquinas y algoritmos capaces podría propagarse de un modo simplemente inconcebible, logrando que alcancen metas que los seres humanos sólo han podido alcanzar, si acaso, con las yemas de los dedos de su imaginación.

"La solución a muchas necesidades contemporáneas ha sido asignada, casi de manera instantánea, a máquinas y algoritmos diseñados para ser mejores en el desempeño de las mismas. No"

Javier Serrano

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