AVANCES DE CIENCIA

Historias a corazón abierto

CIENCIA  Vidas Fragiles de Stephen Westaby  Editorial Paidos  2018

CIENCIA Vidas Fragiles de Stephen Westaby Editorial Paidos 2018

Stephen Westaby

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Extracto de 'Vidas frágiles. Historias entre la vida y la muerte de un cardiocirujano en la mesa de operaciones' de Stephen Westaby, traducción de Ignacio Villaro (Paidós, 2018)

Selección a cargo de Valentina Raffio

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Prólogo

Es bien conocida la cita de Woody Allen: «El cerebro es mi segundo órgano favorito». Yo sentía una predilección similar por el corazón. Me gustaba observarlo, pararlo, repararlo y ponerlo de nuevo en marcha, igual que un mecánico remienda un motor bajo el capó de un coche. Cuando por fin entendí cómo funcionaba, lo demás vino solo. Después de todo, había sido artista en mi juventud. Lo único que hice fue cambiar el pincel y el lienzo por el bisturí y la carne humana. Antes afición que trabajo, y placer más que deber, aquello era sencillamente algo que se me daba bien.

Mi carrera siguió una trayectoria curiosamente errática: de escolar tímido a estudiante de medicina de extraversión desbordante, de joven médico de implacable ambición a introvertido pionero de la cirugía y profesor. A lo largo de esta andadura, me han preguntado una y otra vez qué es lo que me parece tan atractivo en la cirugía cardiaca. Espero que estas páginas lo dejen claro.

"Cada corazón es distinto. Algunos son grasos y otros, magros; algunos son gruesos y otros, finos; algunos son rápidos y otros, lentos. Pero no existen dos iguales"

Stephen Westaby, traducción de Ignacio Villaro 

— "Vidas frágiles. Historias entre la vida y la muerte de un cardiocirujano en la mesa de operaciones" (Paidós, 2018)

Pero antes de pasar a la acción, permítame el lector compartir con él algunos hechos relativos a este vibrante órgano. Cada corazón es distinto. Algunos son grasos y otros, magros; algunos son gruesos y otros, finos; algunos son rápidos y otros, lentos. Pero no existen dos iguales. La mayoría de los doce mil con los que he trabajado estaban desesperadamente enfermos y causaban desgracia, insoportables dolores de pecho, fatiga constante y dificultades respiratorias angustiosas.

Lo que resulta tan fascinante del corazón humano es su movimiento: su ritmo y su eficacia. Los datos son pasmosos. El corazón late más de sesenta veces por minuto para bombear cinco litros de sangre. Esto supone 3.600 latidos por hora y 86.400 en veinticuatro horas. Late más de 31 millones de veces en un año y 2.500 millones de veces en ochenta años. Los lados izquierdo y derecho del corazón expulsan diariamente más de seis mil litros de sangre al cuerpo y a los pulmones. Una carga de trabajo verdaderamente increíble, que requiere enormes cantidades de energía. De modo que cuando falla el corazón, las consecuencias son nefastas. Y a la vista de un rendimiento tan asombroso, ¿a quién se le ocurre pensar siquiera en sustituir un corazón humano por un ingenio mecánico, o incluso por el corazón de un muerto?

[...]

1. La Cúpula del Éter

1. 

Muchas gracias por el relevo;

hace un frío atroz,

y estoy delicado del corazón.

WILLIAM SHAKESPEARE

Hamlet, acto I, escena I 

Una finísima línea separa la vida de la muerte, el triunfo de la derrota, la esperanza de la desesperación: bastan unas células musculares muertas más, una pizca más de ácido láctico en la sangre, un punto más de hinchazón cerebral. La parca espera subida a la chepa de todo cirujano, y la muerte siempre es definitiva. No hay segundas oportunidades.

Noviembre de 1966. Tengo dieciocho años y hace una semana que soy estudiante de primer curso en la Facultad de Medicina del hospital de Charing Cross, situada justo enfrente del propio hospital, en el centro de Londres. Tenía ganas de ver un corazón vibrante y palpitante, no un trozo de carne inerte y pringosa en la mesa de disección. Un conserje de la facultad me dijo que las operaciones de corazón las hacían los miércoles, en el hospital, cruzando la calle, y que buscara la Cúpula del Éter. «Tienes que encontrar la puerta verde que hay en la planta superior, bajo el alero del tejado, donde nunca va nadie. Pero que no te pillen —me advirtió—. Allí arriba no se permite la entrada a estudiantes preclínicos.»

"Una finísima línea separa la vida de la muerte, el triunfo de la derrota, la esperanza de la desesperación: bastan unas células musculares muertas más, una pizca más de ácido láctico en la sangre, un punto más de hinchazón cerebral. La parca espera subida a la chepa de todo cirujano, y la muerte siempre es definitiva. No hay segundas oportunidades"

Stephen Westaby, traducción de Ignacio Villaro 

— "Vidas frágiles. Historias entre la vida y la muerte de un cardiocirujano en la mesa de operaciones" (Paidós, 2018)

A última hora de la tarde, cuando ya había oscurecido y lloviznaba sobre el Strand (la calle principal de Londres que discurre entre Trafalgar Square y Temple Bar), salí en busca de la Cúpula del Éter, que resultó ser una anticuada cúpula de vidrio emplomado que cubría el quirófano del viejo hospital de Charing Cross. Yo no había vuelto a cruzar el sacrosanto portal del hospital desde mi entrevista de ingreso. Los estudiantes debíamos ganarnos ese privilegio aprobando exámenes de anatomía, fisiología y bioquímica. Así que no pasé por el pórtico helénico de la entrada principal, sino que me colé por Urgencias bajo una luz azul, y allí encontré un ascensor, una vieja jaula desvencijada que se usaba para llevar equipamiento y cadáveres desde las diversas salas hasta el sótano.

Me preocupaba que fuera a llegar tarde, que la operación hubiera acabado... y que la puerta verde estuviera cerrada. Pero no fue el caso. Tras la puerta verde había un pasillo oscuro y polvoriento, un depósito de máquinas de anestesia obsoletas e instrumental quirúrgico desechado. A diez pasos podía ver el resplandor de las luces de quirófano bajo la propia cúpula. Era un quirófano antiguo, con el anfiteatro respetuosamente separado por un cristal del drama que se escenificaba en la mesa de operaciones, apenas tres metros más abajo, con un pasamano y bancos curvos de madera desgastados y pulidos por los inquietos traseros de los aspirantes a cirujano.

Me senté agarrado al pasamano, con la parca por toda compañía, a mirar por un cristal empañado por la condensación. Era una operación de corazón, y el paciente aún tenía el pecho abierto. Me desplacé buscando el mejor ángulo, hasta que me decidí por una posición que me situaba justo encima de la cabeza del cirujano. Era un hombre muy conocido, al menos en nuestra facultad, alto, delgado e imponente, con los dedos muy largos. En la década de 1960, la cirugía cardiaca aún era algo novedoso y emocionante, y sus practicantes pocos y muy alejados entre sí; de hecho, solo algunos de ellos habían recibido formación adecuada en la especialidad. Solían ser cirujanos generalistas experimentados que tras su paso por alguno de los centros pioneros se habían ofrecido a iniciar un nuevo programa. Estaban en una curva de aprendizaje muy empinada cuyo coste se medía en vidas humanas.

"En la década de 1960, la cirugía cardiaca aún era algo novedoso y emocionante, y sus practicantes pocos y muy alejados entre sí; de hecho, solo algunos de ellos habían recibido formación adecuada en la especialidad. Solían ser cirujanos generalistas experimentados que tras su paso por alguno de los centros pioneros se habían ofrecido a iniciar un nuevo programa. Estaban en una curva de aprendizaje muy empinada cuyo coste se medía en vidas humanas"

Stephen Westaby, traducción de Ignacio Villaro 

— "Vidas frágiles. Historias entre la vida y la muerte de un cardiocirujano en la mesa de operaciones" (Paidós, 2018)

Los dos asistentes quirúrgicos y la enfermera instrumentista estaban apiñados en torno a la herida abierta, pasándose frenéticamente instrumental unos a otros. Y ahí estaba el centro de su atención y objeto de mi fascinación: un corazón humano latiendo. De hecho, más que latir parecía revolverse, y seguía conectado con cánulas y tubos a la máquina cardiopulmonar. Una serie de discos cilíndricos giraban a través de un conducto de sangre bañada en oxígeno y una tosca bomba de rodillo comprimía los tubos, acelerando la vuelta al cuerpo del preciado líquido. Me acerqué al cristal todo lo que pude, pero solo conseguí ver el corazón, ya que el paciente estaba totalmente cubierto con paños verdes, cosa que lo hacía convenientemente anónimo para todos los presentes.

El cirujano desplazaba sin cesar su peso de una pierna a otra, calzado con las grandes botas de operar blancas que se usaban en tiempos para evitar mancharse los calcetines de sangre. El equipo había reemplazado la válvula mitral, pero el corazón pugnaba por poder desconectarse de la máquina de derivación cardiopulmonar. Era la primera vez que veía un corazón humano latiendo, pero hasta a mí mismo me pareció algo débil, hinchado como un globo, que tenía pulso pero no bombeaba. En la pared, a mi espalda, había una caja con el rótulo «Intercomunicador». Accioné el interruptor y el drama pasó a tener banda sonora.

Sobre un barullo de ruido de fondo amplificado, oí decir al cirujano:

—Vamos a intentarlo otra vez. Más adrenalina. Ventilamos y tratamos de desconectarlo. Se hizo el silencio mientras todos observaban cómo el desesperado órgano luchaba por su vida.

—Hay una burbuja en la coronaria derecha —dijo el primer asistente—. Dadme una jeringuilla de aire. —Clavó la aguja en la aorta, la herida se llenó de sangre burbujeante y la presión sanguínea del paciente empezó a mejorar de inmediato.

El cirujano, que vio abierta una ventana de oportunidad, se volvió hacia el perfusionista.

—¡Desconéctalo ya! Es ahora o nunca.

—Bypass fuera —respondió finalmente, dicho más como la cruda constatación de un hecho que con la confianza mínima requerida.

"Una vez desconectado el sistema de circulación extracorpórea, el corazón se quedó solo, mientras el ventrículo izquierdo bombeaba sangre al cuerpo y el derecho a los pulmones. Ambos con dificultades"

Stephen Westaby, traducción de Ignacio Villaro 

— "Vidas frágiles. Historias entre la vida y la muerte de un cardiocirujano en la mesa de operaciones" (Paidós, 2018)

Una vez desconectado el sistema de circulación extracorpórea, el corazón se quedó solo, mientras el ventrículo izquierdo bombeaba sangre al cuerpo y el derecho a los pulmones. Ambos con dificultades. El anestesista, sin despegar la mirada de la pantalla, observaba esperanzado la presión sanguínea y el ritmo cardiaco. Sabedores de que este era su último intento, los cirujanos retiraron en silencio las cánulas del corazón y cosieron los diversos orificios, confiando en que el órgano fuera ganando fuerza. Durante unos instantes, palpitó débilmente, pero luego la presión empezó a decaer poco a poco. Sangraba por algún sitio, no de modo torrencial, pero sí persistente, por la parte posterior, en algún punto inaccesible.

Elevar el corazón hizo que fibrilara. Volvía a agitarse, retorciéndose como un saco de gusanos, pero, alimentado por una actividad eléctrica descoordinada, no se contraía. Energía malgastada. Al anestesista le llevó un rato detectarlo en su pantalla. —FV —gritó. Pronto iba a aprender que eso quería decir «fibrilación ventricular»—. Descarga.

El cirujano ya se lo esperaba, y sujetaba las palas del desfibrilador contra el corazón.

—Treinta julios. —¡Zap! Ningún cambio—. Dadle sesenta. ¡Zap! Esta vez sí que desfibriló, pero luego se quedó aturdido y desprovisto de actividad eléctrica, como una bolsa mojada de papel de estraza. A esto lo llamamos «asístole».

La sangre seguía llenando el pecho, y el cirujano dio un toque al corazón con el dedo índice. Los ventrículos respondieron con una contracción. Otro golpecito, y recuperaron el ritmo.

—Demasiado lento. Dadme una jeringuilla de adrenalina.

Clavaron la aguja sin miramientos en el ventrículo derecho y penetraron hasta el izquierdo, y seguidamente introdujeron un líquido de color claro. Entonces el cirujano dio un masaje al corazón con sus largos dedos para impulsar el potente estimulante hacia las arterias coronarias.

"Clavaron la aguja sin miramientos en el ventrículo derecho y penetraron hasta el izquierdo, y seguidamente introdujeron un líquido de color claro. Entonces el cirujano dio un masaje al corazón con sus largos dedos para impulsar el potente estimulante hacia las arterias coronarias"

Stephen Westaby, traducción de Ignacio Villaro 

— "Vidas frágiles. Historias entre la vida y la muerte de un cardiocirujano en la mesa de operaciones" (Paidós, 2018)

El agradecido músculo cardiaco respondió de inmediato. Tal y como se describe en cualquier manual, aceleró el ritmo y la presión sanguínea se disparó, subiendo cada vez más y poniendo peligrosamente a prueba la resistencia de los puntos. Entonces, como a cámara lenta, la cánula insertada en la aorta cedió. ¡Fush! Como un géiser en erupción, una fuente color carmesí impactó en los focos del quirófano, regó a los cirujanos y empapó las telas verdes. Alguien masculló: «¡Mierda!». Un simple sobreentendido: la batalla estaba perdida. Antes de que pudieran taponar el agujero con un dedo, el corazón se había vaciado. Las luces goteaban sangre y por el suelo de mármol corrían regueros rojos, a los que se pegaban las suelas de goma. El anestesista, frenético, introducía en las venas la sangre de una bolsa tras otra, pero era en vano. La vida se le escapaba rápidamente. A medida que se disipaban los efectos del chute de adrenalina, el turgente corazón se infló como un globo hasta que se detuvo. Para siempre.

Los cirujanos se quedaron plantados, mudos de desesperación, como les ocurría semana tras semana. Luego el cirujano jefe salió de mi campo visual y el anestesista apagó el respirador, a la espera de que el electrocardiograma dibujara una línea plana. Retiró el tubo de la tráquea del paciente y desapareció de mi vista también su figura. Se había producido la muerte cerebral.

A solo unos pasos, la niebla descendía sobre el Strand. La gente que salía de trabajar se metía corriendo en la estación de Charing Cross para guarecerse de la lluvia; en Simpson’s y en Rules algunos terminaban de dar buena cuenta de sus comidas tardías; en el Waldorf o el Savoy se preparaban cócteles. Aquello era la vida, esto la muerte. Una muerte solitaria en la mesa de un quirófano. Ya no había más dolor, más asfixia, más amor, más odio. No había más de nada.

"Aquello era la vida, esto la muerte. Una muerte solitaria en la mesa de un quirófano. Ya no había más dolor, más asfixia, más amor, más odio. No había más de nada"

Stephen Westaby, traducción de Ignacio Villaro 

El perfusionista sacó rodando su máquina del teatro de operaciones, y tardarían horas en desmontarla, limpiarla, volver a montarla y esterilizarla para el siguiente paciente. Solo se quedó la instrumentista. Luego se le unió la enfermera anestesista, que es quien había tranquilizado a la paciente en la antesala. Se quitaron las mascarillas y se quedaron un rato en silencio, indiferentes a la sangre pegajosa que cubría cada superficie y al pecho aún abierto en canal. La enfermera anestesista buscó la mano de la paciente bajo las telas y se la cogió. La instrumentista retiró el paño empapado en sangre que le cubría el rostro y la acarició. Entonces vi que la paciente era una mujer joven.

Permanecían ajenas al hecho de que yo estaba arriba, en la Cúpula del Éter. Nadie me había visto allí. Solo la parca... y ella ya se había marchado con el alma. Me desplacé cautelosamente por el banco para verle la cara a la mujer. Tenía la tez cenicienta, pero aún se la veía guapa, con unos hermosos pómulos y el pelo negro azabache.

Como a las enfermeras, algo me impedía marcharme. Necesitaba saber qué pasaba a continuación. Retiraron las telas ensangrentadas del cuerpo desnudo. Yo rogaba con un grito silencioso que sacaran aquel retractor espantoso que mantenía abierto su esternón y permitieran que su pobre corazón volviera al sitio que le correspondía. Cuando lo hicieron, las costillas se replegaron y el triste órgano sin vida quedó cubierto de nuevo. Desinflado, vacío y derrotado en su propio espacio, con solo un tajo profundo y temible separando los inflamados pechos.

El intercomunicador seguía encendido, y las enfermeras se pusieron a hablar.

—¿Qué será de su bebé?

—Lo darán en adopción, supongo. No estaba casada. Sus padres murieron en los bombardeos.

—¿Dónde vivía?

—En Whitechapel, pero no sé si en el Royal London ya hacen cirugía cardiaca. Se puso muy enferma durante el embarazo. Fiebre reumática. Casi se muere en el parto. Y tal vez hubiera sido mejor.

—¿Dónde está el bebé ahora?

—En maternidad, creo. Tendrá que ocuparse de él la matrona.

—¿Ya está enterada?

—Aún no. Ve tú a buscarla. Mientras tanto haré venir a alguien que me ayude a acabar aquí.

"Había muerto una joven, dejando a una criatura sin un pariente en el mundo. No quedaba amor ni calor, perdidos entre el lío de tecnología ensangrentada de la sala de operaciones. ¿Estaba yo preparado para aquello? ¿Era a eso a lo que aspiraba?"

Stephen Westaby, traducción de Ignacio Villaro 

¡Era todo tan prosaico! Había muerto una joven, dejando a una criatura sin un pariente en el mundo. No quedaba amor ni calor, perdidos entre el lío de tecnología ensangrentada de la sala de operaciones. ¿Estaba yo preparado para aquello? ¿Era a eso a lo que aspiraba?

Llegaron dos enfermeras en prácticas a lavar el cadáver. Reconocí en ellas a dos respetuosas estudiantes de la universidad pública que había visto en los bailes de primer curso de los viernes por la noche. Habían traído un cubo de agua con jabón y esponjas y se pusieron a restregarlas por el cuerpo. Retiraron las cánulas vasculares y el catéter de la vejiga, pero era evidente el desagrado que les causaban la herida y lo que había debajo. La sangre seguía manando.

—¿Qué tenían que hacerle? —preguntó la chica con la que yo había bailado.

—Una operación de corazón, evidentemente —fue la respuesta—. Sustitución de válvula, supongo. Pobre chica. Tiene nuestra edad, no más. Menudo disgusto se llevará su madre.

Cubrieron la herida con gasas para empapar la sangre y las fijaron con esparadrapo. La enfermera instrumentista volvió y les agradeció el buen trabajo que habían hecho. Llamó entonces al interno de cirugía para que volviera al quirófano y cosiera la herida por encima, preparando así el cadáver para su traslado al depósito, ya que todas las muertes producidas en el quirófano se derivaban al forense para que practicara la correspondiente autopsia. A esta joven iban a volver a abrirla, de la garganta hasta el pubis, de modo que no tenía sentido cerrarle el esternón o juntar las diversas capas de la pared torácica. El interno cogió una aguja grande e hilo grueso y cosió el cuerpo como si fuera una saca postal. Los bordes de la herida aún estaban abiertos y supuraban suero. Las sacas del correo estaban mucho más limpias.

Eran ya como las seis y media de la tarde, y se suponía que debía estar en un bar unas manzanas más abajo, emborrachándome con el equipo de rugby. Pero aún era incapaz de marcharme. Había tomado apego a aquel cascarón vacío, al cadáver demacrado al que no había conocido pero que ahora tenía la impresión de conocer bien. Había acompañado a aquella mujer en el episodio más importante de su vida, individualmente considerado.

"Había tomado apego a aquel cascarón vacío, al cadáver demacrado al que no había conocido pero que ahora tenía la impresión de conocer bien. Había acompañado a aquella mujer en el episodio más importante de su vida, individualmente considerado"

Stephen Westaby, traducción de Ignacio Villaro 

— "Vidas frágiles. Historias entre la vida y la muerte de un cardiocirujano en la mesa de operaciones" (Paidós, 2018)

Las tres enfermeras cargaron con ella para depositarla en un sudario blanco almidonado con una gorguera en torno al cuello, lo abrocharon por la espalda y le ataron los tobillos con una venda. Empezaba a ponerse rígida con el rigor mortis. Las estudiantes habían hecho su trabajo con consideración y respeto. Sabía que volvería a cruzarme con ellas. Quizá les preguntara cómo se habían sentido.

Ahora solo quedábamos nosotros, el cadáver y yo. Las luces quirúrgicas seguían iluminándole la cara, y me miraba directamente. ¿Por qué no le habían cerrado los párpados como hacían en las películas? A través de aquellas pupilas dilatadas, vi el dolor grabado en su cerebro.

A partir de retazos de conversación y de mis escasos conocimientos médicos, pude hacerme una idea de la historia de su vida. Estaba en la veintena. Nacida en el East End. Debía de ser muy pequeña cuando murieron sus padres en los bombardeos. De niña, llevaría las cicatrices de lo que había visto y oído en aquel entonces, el miedo a quedarse sola mientras su mundo se desintegraba. Criada en la pobreza, contrae fiebre reumática, un simple dolor de garganta estreptocócico que desencadena un proceso inflamatorio devastador. Era una enfermedad muy común en zonas desfavorecidas y superpobladas. Puede que durante unas semanas tuviera las articulaciones hinchadas y doloridas. Lo que ella no sabe es que esa misma inflamación le ha afectado a las válvulas cardiacas. En aquella época, no se hacían pruebas diagnósticas.

"A partir de retazos de conversación y de mis escasos conocimientos médicos, pude hacerme una idea de la historia de su vida"

Stephen Westaby, traducción de Ignacio Villaro 

— "Vidas frágiles. Historias entre la vida y la muerte de un cardiocirujano en la mesa de operaciones" (Paidós, 2018)

Desarrolla una cardiopatía reumática crónica y pasa por ser una niña enfermiza. Es posible que padezca una corea reumática, caracterizada por movimientos espasmódicos involuntarios, paso vacilante y turbación emocional. Se queda embarazada, algo muy arriesgado desde el punto de vista profesional. Pero resulta que su nuevo estado empeora las cosas, ya que su corazón enfermo tiene que trabajar mucho más. Le cuesta respirar y está hinchada, pero aun así logra llegar al parto. Puede que el Royal London consiga un alumbramiento sin complicaciones, pero entonces detecta un fallo cardiaco. Un soplo. Un reflujo en la válvula mitral. Le prescriben digoxina, un medicamento para el corazón, para que lata con más fuerza, pero no lo toma porque le provoca náuseas. Al poco tiempo, está demasiado cansada y falta de aliento para cuidar del bebé, y no puede tumbarse. Con la insuficiencia cardiaca agravándosele, su pronóstico es sombrío. La remiten a un cirujano del centro de la ciudad, un auténtico caballero con traje de etiqueta y pantalón de raya diplomática. Amable y empático, le dice que solo una operación de la válvula mitral puede serle de ayuda. Pero la operación no le sirve. Al contrario: pone fin a su triste vida y deja un huérfano más en el East End.

Cuando los celadores acudieron a recogerla, hacía mucho que se habían apagado las luces del quirófano. Colocaron el carro mortuorio — un ataúd de hojalata sobre ruedas— pegado en paralelo a la mesa de operaciones. Para entonces, las extremidades ya estaban rígidas. Arrastraron el cadáver sin ningún miramiento hasta esa lata de sardinas humanas; la cabeza rebotó con un ruido repulsivo, pero ya nada podía dolerle. Me sentí aliviado de perder el contacto visual. Luego pusieron una manta verde plegada encima de todo para que pareciera un carro normal, y acto seguido se fueron a meterla en la cámara frigorífica. Su bebé no volvería a verla jamás, nunca más tendría madre.

"Con la insuficiencia cardiaca agravándosele, su pronóstico es sombrío. La remiten a un cirujano del centro de la ciudad, un auténtico caballero con traje de etiqueta y pantalón de raya diplomática. Amable y empático, le dice que solo una operación de la válvula mitral puede serle de ayuda. Pero la operación no le sirve. Al contrario: pone fin a su triste vida y deja un huérfano más en el East End"

Stephen Westaby, traducción de Ignacio Villaro 

— "Vidas frágiles. Historias entre la vida y la muerte de un cardiocirujano en la mesa de operaciones" (Paidós, 2018)

¡Bienvenidos a la cirugía cardiaca!