AVANCES DE CIENCIA

La ciencia de cada día

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zentauroepp42619552 david calle180322200612 / Plaza y Janés

David Calle

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Extracto de “¿Cuánto pesan las nubes? Y otras sencillas preguntas y sus respuestas científicas”, de David Calle (Plaza y Janés, 2018)

Selección a cargo de Michele Catanzaro

¿Por qué tu vecino de abajo vivirá más que tú?

Mira el reloj: tic, tac, tic, tac, avanzando siempre al mismo ritmo, indiferente, inmutable, con paso militar. Tic, tac, tic, tac. Todos los relojes marchan igual, no importa lo que uno haga, en qué lugar esté o a qué velocidad viaje. Nuestros sentidos nos dicen que vivimos en el Universo que describe la física de Newton, donde las coordenadas espaciales y la coordenada tiempo son independientes las unas de la otra. El tiempo avanza ciego, como si nada más importase, ajeno a todo. Tic, tac, tic, tac…

Pero eso es lo que nos dicen nuestros sentidos, de los que no nos podemos fiar del todo. De hecho, en la realidad en la que indagan los científicos, el tiempo no es algo tan rígido sino algo más moldeable y cambiante. Fue lo que descubrió el genial físico Albert Einstein (el personaje más importante del siglo xx según la revista Time y, con su efigie de pelos alborotados y la lengua fuera, icono de la ciencia en el imaginario popular) en su Teoría Especial de la Relatividad enunciada en 1905, el llamado «año milagroso» de Einstein por la cantidad de aportaciones revolucionarias que hizo al conocimiento científico.

Lo que Einstein supo ver es que el transcurso del tiempo varía entre dos personas que viajan a diferentes velocidades. Por ejemplo, si yo estoy quieto y tú te alejas en bicicleta (un medio de transporte muy del gusto de Einstein), el ritmo del tiempo para ti será más lento. El tiempo pasará más lento para el que viaja en bicicleta; lo llamamos «dilatación temporal». ¿Por qué no lo notamos? Porque este es uno de los llamados «efectos relativistas» (de la relatividad) y solo es apreciable a las «velocidades relativistas», es decir, las cercanas a la velocidad de la luz.

"Los relojes van más lentos, no solamente cuando viajan a gran velocidad, sino también cuando están en un campo gravitatorio más fuerte. Por ejemplo, irían más lento en un sótano que en un ático, ya que el campo gravitatorio de la Tierra disminuye según nos alejamos de su centro. Por tanto, si vives en un bajo estás de suerte…"

David Calle

La velocidad de la luz en el vacío (300.000 kilómetros por segundo), que es igual para todas las personas, se muevan como se muevan (pues es absoluta) y un límite del Universo que no se puede superar, es la piedra fundamental sobre la que se apoyan los trabajos de Einstein. A velocidades normales (por ejemplo, cuando viajamos en bicicleta), la diferencia entre mi reloj y el tuyo resulta imperceptible (pero existe).

No obstante, ¿qué pasaría si uno de los dos viajara en una veloz nave espacial? Pues pasaría lo que se describe en la llamada Paradoja de los Gemelos, una curiosa historia que los físicos utilizan para ilustrar este fenómeno. Imagínate a dos hermanos gemelos en el planeta Tierra. Uno de ellos es astronauta y se va de viaje por el Universo en una potente nave espacial que alcanza esas velocidades relativistas, cercanas a las de la luz. El otro, menos aventurero, se queda en casa a esperarle. Pongamos que el gemelo viajero va hasta la estrella más cercana a la Tierra, Alfa Centauro (a una distancia de unos cuatro años luz), viajando al 80% de la velocidad de la luz.

A su regreso, los dos descubren, sorprendidos, que si bien al comienzo del viaje tenían la misma edad (porque son gemelos), ahora el que se ha quedado en tierra es cuatro años más viejo. En la Tierra han pasado diez años, mientras que en la nave solo seis (otro de los extraños efectos relativistas es que la distancia se contrae, luego para el astronauta el trayecto también habría sido más corto). El tiempo ha pasado a un ritmo diferente para ambos y, durante su viaje, nuestro gemelo aventurero ha celebrado cuatro fiestas de cumpleaños menos. De hecho, si el viaje del astronauta hubiera sido lo bastante largo y a la velocidad suficiente, a su regreso la Tierra podría haber sido ya engullida por el Sol, convertido en estrella Gigante Roja (cosa que pasará dentro de unos 5.000 millones de años). En definitiva: mientras que la velocidad de la luz es constante, las coordenadas de espacio y tiempo varían para que encajen las leyes de la física.

¿Cómo podemos saber que todo esto es cierto? Aunque todavía no se pueden hacer viajes interestelares a tan enormes velocidades, en 1971 los científicos Hafele y Keating realizaron un experimento para demostrarlo utilizando relojes atómicos de cesio (muy precisos) y aviones de línea regular; estos volaron primero en dirección este y luego en dirección oeste, mientras que otro reloj de referencia se dejaba en el Observatorio Naval de Estados Unidos, en la ciudad de Washington D. C. Lo que hallaron fue que, en efecto, los relojes habían marchado de forma diferente, según pre- dice la Teoría Especial de la Relatividad. Aunque la diferencia era muy pequeña, esos relojes atómicos que pueden medir tiempos extremadamente cortos fueron capaces de detectarla. 

Pero eso no es todo. Einstein siguió trabajando hasta desarrollar una teoría más avanzada, que llamó Teoría General de la Relatividad y que presentó en 1915. Esta teoría explica el Universo a gran escala ligando las fuerzas gravitacionales a la geometría del espacio-tiempo. Esta teoría nos habla del Big Bang, del futuro del Universo, de los agujeros negros. Una de sus consecuencias es que los relojes van más lentos, no solamente cuando viajan a gran velocidad, sino también cuando están en un campo gravitatorio más fuerte. Por ejemplo, irían más lento en un sótano que en un ático, ya que el campo gravitatorio de la Tierra disminuye según nos alejamos de su centro. Por tanto, si vives en un bajo estás de suerte…

Una vez más, la variación del campo gravitatorio es tan pequeña que no notamos efectos en nuestra vida cotidiana. En cambio, sí los notan los astronautas de la película Interstellar. En una de las secuencias, un grupo de astronautas abandonan la nave principal para bajar al llamado planeta de Miller, que se encuentra dentro del intenso campo gravitatorio del agujero negro supermasivo Gargantúa; entretanto, uno de ellos se queda de guardia. Para los que han bajado solo ha pasado un rato (eso sí, con unas cuantas aventuras de por medio, no se trata de hacer spoilers), pero a su regreso comprueban que el compañero que ha permanecido arriba es ya un anciano. Por cada hora en el planeta de Miller, han pasado siete en la nave.

Este mismo efecto también se ha comprobado en la Tierra colocando precisos relojes atómicos a diferentes alturas que, como predice la teoría, han detectado diferencias de nanosegundos en sus mediciones (de hecho, para su correc- to funcionamiento, los satélites del sistema de posicionamiento GPS deben tener en cuenta este fenómeno constantemente). Así que la próxima vez que visites un piso donde vayas a vivir, acuérdate del viejo Einstein y ten en cuenta este efecto. Porque el tiempo es oro, pero oro líquido. Tic, tac, tic, tac…

¿De qué color es un espejo?

Yo que sentí el horror de los espejos

no solo ante el cristal impenetrable

donde acaba y empieza, inhabitable,

un imposible espacio de reflejos.

(…)

Dios ha creado las noches que se arman

de sueños y las formas del espejo

para que el hombre sienta que es reflejo

y vanidad. Por eso nos alarman.

Jorge Luis Borges, «Los espejos» 

Los espejos siempre han fascinado a las personas, por varios motivos. Fíjate: en tiempos muy antiguos, cuando no existían, nadie tenía ni idea de cómo era su cara más allá de un movedizo y fugaz reflejo en un río. ¿Te imaginas no saber qué aspecto tienes? Estoy seguro de que los más coquetos no podrían soportarlo. Muy pronto, en civilizaciones como la etrusca, la egipcia o la griega, ya se utilizaban espejos consistentes en metales (plata, bronce, cobre) bruñidos. Además, estos objetos tienen la extraña propiedad de abrir un espacio nuevo dentro del espacio tridimensional en el que nos movemos; parece que son una puerta que nos hace entrar en una realidad igual que la nuestra, lo que se llama una «imagen especular ». Los espejos, además, tienen la propiedad de hacer que los espacios parezcan más grandes, cosa muy útil en estos tiempos de viviendas pequeñas. Debido a esta curiosa naturaleza, a los espejos muchas veces se les han atribuido propiedades mágicas: los vampiros no se reflejan en ellos y los moribundos pueden acabar atrapados al otro lado de su superficie. O piensa, por ejemplo, en la malvada bruja y su espejo mágico, que le decía en cada momento quién era la persona más hermosa del reino (se pilló un buen cabreo cuando Blancanieves resultó ser más hermosa que ella). Ah, también se dice que los espejos rotos dan siete años de mala suerte, pero ya sabes que esto es pura superstición sin ningún tipo de respaldo científico. Eso sí, mejor no romper espejos, que cortan.

¿Qué es este objeto sobre el que tanto han pensado los humanos? Un espejo es una superficie pulida que refleja la luz siguiendo las leyes de la óptica. La mayoría de los objetos reflejan la luz, por eso podemos verlos (el llamado «cuerpo negro», que absorbe toda la luz y no refleja nada, es la excepción). Y los colores que tienen dependen de esa reflexión. Por ejemplo, una manzana verde absorbe todas las longitudes de onda de la luz visible, todos los colores, excepto esas que forman el verde manzana. Como ya hemos explicado anteriormente, esas son las que refleja y son las que llegan a nuestros ojos produciendo en nuestro cerebro esa sensación del color de la manzana. Por eso siempre se dice que los objetos son o contienen todos los colores menos el que vemos porque es el único que refleja. Sin embargo, la mayoría de los objetos (las manzanas, las cortinas, los tablones de madera) no producen la misma sensación que mirar a un espejo, no nos vemos reflejados en ellos. ¿Por qué?

Los objetos normales, como las manzanas, reflejan la luz, pero lo hacen de manera difusa (se llama, de hecho, «reflexión difusa»). Esto se debe a que su superficie es irregular y los rayos no rebotan ordenadamente, sino que cada uno sale despedido en una dirección. Los espejos, en cambio, son superficies muy pulidas, muy suaves, sin irregularidades, y esto hace que devuelvan los rayos de forma ordenada, según el mismo ángulo con el que incidieron (las leyes de la reflexión se llaman leyes de Snell). Así producen una imagen, una imagen especular, de nuestro rostro o de lo que se coloque enfrente. Cuanto más liso sea el espejo, más fiel será la imagen que devuelva de la realidad. Además, un espejo plano da una imagen proporcionada de los objetos, mientras que los espejos curvos, cóncavos o convexos, como los que a veces hay en los parques de atracciones, producen imágenes distorsionadas. Hacen que nos veamos alargados o achatados; es divertido, pero también terrible: el escritor Ramón María del Valle-Inclán se inspiró en los espejos deformantes que había en el madrileño callejón del Gato para crear el famoso género del esperpento, que critica la realidad deformándola de manera exagerada, como si estuviera reflejada en estos espejos curvos. Hoy en día, los espejos suelen estar formados por una fina capa de aluminio o plata cubierta por un vidrio transparente (de sílice, sodio y calcio, por lo general).

"El astrónomo Phil Plait ha dicho que los espejos son una especie de «blanco inteligente»; es decir, lo reflejan todo, como el color blanco, pero de manera ordenada y no difusa, produciendo imágenes."

David Calle

— ¿Cuánto pesan las nubes? (Plaza y Janés, 2018)

Entonces, ¿de qué color es un espejo? Podría decirse a bote pronto que plateado, porque muchas veces se representan así. Sin embargo, un espejo es del color de las cosas que reflejen: si se coloca un espejo delante de una pared amarilla, será amarillo; si enfrenta al cielo, será azul; y, si enfrenta nuestro rostro, será precisamente de los colores de nuestro rostro. Los objetos blancos se caracterizan porque reflejan todos los colores, como los espejos, aunque de manera difusa. Por eso el astrónomo Phil Plait ha dicho que los espejos son una especie de «blanco inteligente»; es decir, lo reflejan todo, como el color blanco, pero de manera ordenada y no difusa, produciendo imágenes. De todas formas, puntualicemos. Los espejos no son perfectos; siempre absorben un porcentaje de la luz que reciben, aunque sea pequeño, y reflejan el resto.

Nuestros ojos no se dan demasiada cuenta de este fenómeno tan sutil, pero los científicos han estudiado el espectro electromagnético que reflejan los espejos y han encontrado este fenómeno de absorción. También dieron con algo sorprendente: la longitud de onda que mejor reflejan, debido a su composición habitual (el vidrio y el metal), es la longitud de onda de 510 nanómetros, que el cerebro humano identifica con el color verde. Así que podría decirse que, a pesar de todo, los espejos son ligeramente verdes. ¿Se puede experimentar esto? Pues sí, cuando colocamos un espejo frente a otros, generando esa especie de extraño túnel que se hunde ilimitadamente (hay quien dijo que el infinito está entre dos espejos). La próxima vez que estés entre dos espejos planos, fíjate: según se aleja el citado túnel, se vuelve ostensiblemente más tenue y ligeramente verdoso, fruto de la repetida absorción de la luz que no es verde, y que al final acaba por hacerse evidente.   

¿Qué tienen en común un molino eólico y el Coche Fantástico?

El presente es de ustedes, pero el futuro, por el que tanto he trabajado, me pertenece.

Nikola Tesla 

Un aerogenerador y el Coche Fantástico tienen en común a un hombre que se llama Michael. Pero no Michael Knight (interpretado por David Hasselhoff), el que conducía el fantástico automóvil KITT, sino un Michael del siglo xix: el británico Michael Faraday (1791-1867), uno de los físicos y químicos más importantes de la historia (dicen que Einstein tenía en su despacho un retrato suyo junto al de Newton y Maxwell), gracias al cual se producen milagros cotidianos de los que no solemos sorprendernos; por ejemplo, pulsar un interruptor y que, tachán, se haga la luz.

Faraday, todo un genio al que no se da el crédito merecido, descubrió entre otras cosas que, si movemos un material conductor en un campo magnético, producimos una corriente eléctrica. Se llama inducción electromagnética y se basa en que la tensión (la que medimos en voltios y con la que hay que tener cuidado) en un circuito cerrado es proporcional a la rapidez con la que cambia el flujo magnético en su interior. Esa tensión, esa diferencia de potencial, es lo que produce la corriente eléctrica, la que circula por los circuitos eléctricos de todos nuestros dispositivos, y los hace funcionar, incluso sin estar enchufados: basta con conseguir que el flujo magnético que genera un imán varíe con el tiempo. Lo importante de este fenómeno es que en sus múltiples variantes es una forma muy útil de producir energía; es la base de aerogeneradores, dinamos, centrales hidroeléctricas, alternadores, etc.

Un generador eléctrico viene a ser ese conductor que se mueve dentro del campo magnético. Su complemento es un motor eléctrico, que vuelve a convertir esa electricidad en movimiento. El descubrimiento de Faraday cambió el mundo para siempre, dando paso a la era de la producción de electricidad. Ahora puedes enchufar la tostadora a la red eléctrica y tostar pan. O ver la tele, poner el aire acondicionado o usar un ordenador.

"Faraday, todo un genio al que no se da el crédito merecido, descubrió entre otras cosas que, si movemos un material conductor en un campo magnético, producimos una corriente eléctrica. […] El descubrimiento de Faraday cambió el mundo para siempre, dando paso a la era de la producción de electricidad."

David Calle

Pero volvamos al aerogenerador. La forma de producir energía es moviendo un conductor en un campo magnético o moviendo un imán cerca de un conductor para producir un campo magnético variable, tal como indicaba Faraday. Normalmente es el imán el que se mueve. En el caso de los aerogeneradores, esto no es del todo cierto. Para empezar, ¿qué es lo que mueve las palas del aerogenerador? Pues el viento. Como sabemos, la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma; así, la energía eólica del viento mueve las palas del molino en sentido circular, generando energía cinética, que a su vez mueve el rotor (donde se encuentra el conductor) que gira alrededor de un imán fijo en el centro (de ahí su nombre, estátor). En el caso de las centrales hidroeléctricas, la base es la misma, pero es la fuerza del agua la que hace que se muevan las turbinas. Y en las centrales térmicas se quema un combustible (por ejemplo, carbón o gas natural) que calienta agua, produciendo vapor, cuya presión hace girar las turbinas de una máquina regida por un modelo mejorado de una máquina diseñada hace 2.000 años, la eolípila. En las centrales nucleares la cosa funciona de la misma manera, con la diferencia de que la energía necesaria para calentar el agua se obtiene de la energía nuclear de los materiales utilizados (normalmente, uranio-235 o plutonio- 239), que se encuentra en el núcleo de los átomos que se fisionan. En definitiva, en virtud de la Ley de Faraday, podemos recoger la energía que se encuentra en los ríos, el viento o diferentes combustibles y transformarla en electricidad. Así de fácil. 

Otra diferencia entre las diferentes formas de producción de energía es su coste ecológico y sus residuos. Mientras que el agua y el viento son energías limpias y renovables, la combustión de gas y carbón emite CO2 a la atmósfera, aumentando el efecto invernadero. En cuanto a las centrales nucleares, los posibles efectos devastadores para el planeta se multiplican exponencialmente, pues, aunque son muchísimo más eficientes y producen gran cantidad de energía, dejan a cambio residuos radiactivos peligrosísimos que hay que almacenar en cementerios nucleares durante varios siglos. No suelen producirse fugas (afortunadamente, sus trabajadores y los científicos implicados son mucho más responsables que Homer Simpson, encargado de la seguridad de la central nuclear de Springfield) y se han producido pocos accidentes, si bien cuando han tenido lugar han causado gravísimos e irreparables daños en su entorno. Basta con recordar las catástrofes de Chernóbil (Unión Soviética, 1986) o Fukushima (Japón, 2011), considerados dos de los mayores desastres medioambientales de la historia. Uno de los grandes retos de la humanidad es solventar esta cuestión: ¿cómo generar la creciente cantidad de energía que demanda la sociedad de forma segura y respetuosa con el planeta?

Y ¿qué pinta el Coche Fantástico en todo esto? Pues que, como en todos los coches, un alternador, que genera electricidad aprovechando el giro de las ruedas, recarga la batería que permite que funcionen todos los aparatos eléctricos de tu coche, cada vez más dependientes de la electricidad. En el caso de KITT, que molaba más todavía, hacía funcionar un ordenador con inteligencia artificial, ya no solo mucho más sensato que Michael, sino con la capacidad para hablar o activar el Turbo Boost, gracias al cual daba increíbles saltos para salirse siempre con la suya y dejarnos a todos con la boca abierta.

AC/DC (no, no me refiero al mítico grupo de rock australiano) son las siglas de Corriente Alterna/Corriente Continua en inglés, las siglas que definieron una auténtica guerra empresarial a finales del siglo xix. Gracias a Faraday supimos cómo producir electricidad, pero llegó el siguiente problema: su almacenamiento y distribución. Y fue una lucha titánica entre dos mentes privilegiadas: Thomas Alva Edison, todo un tiburón de los negocios, y Nikola Tesla, uno de mis héroes, que era mucho menos ambicioso (por suerte para nosotros).

El sistema de Edison (fundador de General Electric y socio de J. P. Morgan, uno de los millonarios más influyentes de la época) para transportar la electricidad se basaba en la corriente continua y era muy costoso, además de generar importantes pérdidas por disipación en forma de calor. En cambio, el sistema de Tesla, basado en la corriente alterna y apoyado por Westinghouse Electric, conseguía que no solo fuera más barato hacerlo, sino que, a mayor voltaje, menor era la intensidad de corriente necesaria para transmitirla. Dicho de otro modo: misma potencia, menores pérdidas. La batalla llegó a tal extremo que Edison colaboró en la invención de la silla eléctrica y la empleó en espectáculos casi circenses electrocutando con corriente alterna todo tipo de animales, incluso un elefante (pobrecillo, qué culpa tendría…; desde que lo supe, Edison me cae fatal), para intentar convencer al público de que el sistema de su competidor era extremadamente dañino y mortal. A Tesla, valiente él, no le quedó otra que someter su propio cuerpo a una descarga de corriente alterna, que no le produjo ningún daño, por supuesto. Allí acabó lo que los medios de la época bautizaron como «la batalla de las corrientes».

Tesla, que siempre luchó por que sus descubrimientos permitieran a la humanidad vivir un poco mejor, también fue el inventor de las lámparas fluorescentes, los primeros controles remotos, la transferencia inalámbrica de energía eléctrica, los principios teóricos del radar y decenas de asombrosos descubrimientos más. Incluso fue el inventor de la radio, aunque fuera el italiano Marconi quien en 1895 (un año después de que Nikola hiciera su primera demostración en público de una transmisión de radio) patentara el invento y se llevara la gloria. Con todo, preguntado al res- pecto, Tesla afirmó: «No me preocupa que quieran robar mis ideas, me preocupa que ellos no las tengan». Todo un genio, adelantado a su época, al que todavía, no sé por qué, no se le ha dado el reconocimiento que merece. En 1960, eso sí, se hizo justicia y el Tribunal Supremo de Estados Unidos restableció la paternidad de Tesla sobre la radio. Algo es algo.

Antes de morir, en 1943, predijo: «Un instrumento de poco costo, y no más grande que un reloj, permitirá a su portador escuchar en cualquier parte, ya sea en el mar o en la tierra, música, canciones o un discurso de un líder político, dictado en cualquier otro sitio distante. Del mismo modo, cualquier dibujo o impresión podrá ser transferida de un lugar a otro». ¿Internet? ¿Smart Clocks? Un genio, vamos.

Volviendo a la cuestión que nos ocupa, los trenes y autobuses también se sirven de alternadores para reutilizar la energía de las ruedas en sistemas de climatización o iluminación, e incluso en enchufes para que puedas recargar la batería de tu smartphone. Hasta mi bicicleta de cuando era pequeño, que no era tan fantástica como el coche de Michael Knight, disponía de un alternador que funcionaba mediante la Ley de Faraday: aquel aparatito convertía el giro de las ruedas en una corriente eléctrica que alimentaba un faro que iluminaba el camino en mis correrías nocturnas. Lo llamábamos equivocadamente dinamo, invento del propio Faraday, que en vez de corriente alterna produce corriente continua, la misma que alimenta todos nuestros gadgets (por eso todos tienen su pequeño transformador, interno o externo, pues la corriente eléctrica llega a nuestros hogares en forma de corriente alterna).

Aun así, ni Michael Faraday, ni el alternador ni el faro de mi bicicleta pudieron evitar que me cayera unas cuantas veces (con la consiguiente regañina de mi madre: «Es que vas como loco»). Todavía me duele, pero, gracias, Michael (Faraday).