AVANCES DE CIENCIA

Emociones: ¿las sufrimos o las creamos?

LISA FELDMAN

LISA FELDMAN / Mark Karlsberg Studio Eleven / Paidós

Lisa Feldman Barret

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Extracto de "La Vida Secreta del Cerebro. Cómo se construyen las emociuones", de Lisa Feldman Barret (Paidós, 2018).

Selección a cargo de Michele Catanzaro

El 14 de diciembre de 2012, en el centro de primaria Sandy Hook de Newtown, Connecticut, tuvo lugar la mayor matanza escolar de la historia de Estados Unidos. Dentro de la escuela, un tirador solitario asesinó a veintiséis personas, entre ellas veinte niños. Varias semanas después de aquel horror, vi por televisión al gobernador de Connecticut, Dannel Malloy, dando su discurso anual sobre el «Estado del Estado». Habló con voz viva y enérgica los primeros tres minutos, agradeciendo a varias personas los servicios prestados. Y después empezó a hablar de la tragedia de Newtown:

“Todos hemos hecho juntos un camino muy largo y oscuro. Lo que ha sucedido en Newtown no es algo que creyéramos que pudiera pasar en ninguna de las bellas poblaciones de Connecticut. Y aun así, en uno de los peores días de nuestra historia, también vimos lo mejor de nuestro estado. Vimos a varios profesores y a un terapeuta sacrificando su vida para proteger a los alumnos.”

Cuando el gobernador dijo las últimas palabras, «proteger a los alumnos», su voz se quebró levemente, algo que debió de pasar desapercibido a quien no prestara mucha atención, pero aquella leve vacilación me afectó muchísimo. Se me hizo un nudo en la garganta al instante. Mis ojos se llenaron de lágrimas. La cámara de televisión recorrió la multitud donde otras personas también habían empezado a sollozar. En cuanto al gobernador Malloy, dejó de hablar y clavó la mirada en el suelo.

Emociones como las del gobernador Malloy y las mías parecen primarias, parecen estar «cableadas» y desplegarse como reflejos que compartimos todos los seres humanos. Cuando se activan, parecen desencadenarse en cada uno de nosotros básicamente de la misma manera. Mi tristeza era igual que la tristeza del gobernador Malloy, igual que la tristeza de la multitud.

La humanidad lleva más de dos mil años interpretando la tristeza y otras emociones de esta manera. Pero, si la humanidad ha aprendido algo después de siglos de descubrimientos científicos, es que las cosas no siempre son lo que parecen.

La historia tradicional de la emoción vendría a decir: todos llevamos emociones incorporadas desde el nacimiento. Son fenómenos definidos y reconocibles dentro de nosotros. Cuando ocurre algo en el mundo, ya sea un disparo o una mirada insinuante, nuestras emociones se desencadenan con rapidez y de manera automática, como si alguien hubiera pulsado un interruptor. Manifestamos emociones en el rostro mediante sonrisas, frunciendo el ceño y con otras expresiones típicas que cualquiera puede reconocer. La voz revela emociones con risas y gritos. La postura corporal revela sentimientos con cada gesto.

La ciencia moderna tiene una explicación que concuerda con este relato y a la que llamo «visión clásica de la emoción». Según esta, la voz temblorosa del gobernador Malloy inició una reacción en cadena que empezó en mi cerebro. Un conjunto de neuronas —llamémoslo «circuito de la tristeza»— entró en acción e hizo que mi rostro y mi cuerpo respondieran de una manera determinada. Mi frente se arrugó, mis hombros se hundieron y lloré. Este circuito propuesto también provocó cambios físicos en mi cuerpo: el corazón y la respiración se aceleraron, las glándulas sudoríparas se activaron y los vasos sanguíneos se constriñeron (cuando uso la palabra «cuerpo» en este libro lo hago excluyendo al cerebro, como en la frase «El cerebro dice al cuerpo que se mueva». Para referirme a todo el cuerpo, incluyendo el cerebro, hablaré de «cuerpo anatómico»). Se dice que esta serie de movimientos en el interior y el exterior del cuerpo es como una «huella dactilar» que identifica exclusivamente la tristeza de manera muy parecida a como las huellas dactilares de una persona la identifican exclusivamente a ella.

Según la visión clásica de la emoción, tenemos muchos circuitos emocionales en el cerebro y cada uno da lugar a un conjunto característico de cambios, es decir, a una huella dactilar. Puede que un compañero de trabajo irritante active las «neuronas de la ira» y que nuestra presión sanguínea aumente, frunzamos el ceño, gritemos y sintamos un arranque de ira. O que una noticia alarmante active nuestras «neuronas del miedo» y el corazón se acelere, nos quedemos paralizados y sintamos un instante de terror. Puesto que experimentamos ira, alegría, sorpresa y otras emociones como estados claros e identificables, parece razonable suponer que a cada emoción le corresponda una pauta subyacente concreta en el cerebro y en el cuerpo.

"La historia tradicional de la emoción vendría a decir: todos llevamos emociones incorporadas desde el nacimiento. Son fenómenos definidos y reconocibles dentro de nosotros. Cuando ocurre algo en el mundo, ya sea un disparo o una mirada insinuante, nuestras emociones se desencadenan con rapidez y de manera automática, como si alguien hubiera pulsado un interruptor. Manifestamos emociones en el rostro mediante sonrisas, frunciendo el ceño y con otras expresiones típicas que cualquiera puede reconocer. La voz revela emociones con risas y gritos. La postura corporal revela sentimientos con cada gesto. La ciencia moderna tiene una explicación que concuerda con este relato y a la que llamo «visión clásica de la emoción»."

Lisa Feldman Barret

— La vida secreta del cerebro (Paidós, 2018)

Desde una visión clásica, las emociones son productos de la evolución que fueron positivos para la supervivencia hace mucho tiempo y que ahora son un componente fijo de nuestra naturaleza biológica. Como tales, son universales: personas de todas las edades y culturas, y de cualquier parte del mundo, deberían experimentar la tristeza más o menos como nosotros, igual que hicieron nuestros antepasados homininos que deambulaban por la sabana africana hace un millón de años. Digo «más o menos» porque nadie cree que el rostro, el cuerpo y la actividad cerebral sean exactamente iguales cada vez que alguien esté triste. El ritmo cardíaco, la respiración y el flujo sanguíneo no siempre cambian en la misma medida. Y puede que una persona frunza el ceño un poco menos por casualidad o por costumbre.

Así pues, se cree que las emociones son una especie de reflejo bruto que con mucha frecuencia se opone a nuestra racionalidad. La parte primitiva de nuestro cerebro quiere que digamos al jefe que es un idiota, pero nuestra parte deliberativa sabe que si lo hiciéramos nos despediría y por eso nos contenemos. Esta especie de batalla interior entre la emoción y la razón es una de las grandes narraciones que conforman la civilización occidental. Contribuye a definirnos como seres humanos: sin racionalidad no somos más que animales guiados por emociones.

Esta visión de las emociones lleva vigente varios milenios bajo diversas formas. Platón creía en una versión de ella, al igual que Hipócrates, Aristóteles, Buda, René Descartes, Sigmund Freud y Charles Darwin. Hoy, pensadores destacados como Steven Pinker, Paul Ekman y el dalái lama también ofrecen descripciones de las emociones que siguen arraigadas en la visión clásica. La visión clásica se encuentra en prácticamente todos los libros de texto universitarios de introducción a la psicología y en la mayoría de los artículos de revistas y periódicos que hablan de las emociones. En los centros de preescolar de todo Estados Unidos hay pósteres que exponen las expresiones faciales —sonrisas, ceños y otras muecas— que, supuestamente, son el lenguaje universal del rostro para reconocer emociones. Facebook incluso encargó una serie de emoticonos inspirados en los escritos de Darwin.

La visión clásica también está consolidada en nuestra cultura. Series de televisión como «Miénteme» («Lie to Me») o «Daredevil» se basan en el supuesto de que el ritmo cardíaco o los movimientos faciales de alguien revelan sus sentimientos más íntimos. «Barrio Sésamo» enseña a los niños que las emociones son cosas bien diferenciadas dentro de nosotros que buscan expresarse en el rostro y en el cuerpo, como sucede por ejemplo en la película de Pixar Del revés (Inside Out). Compañías como Affectiva y Realeyes se ofrecen a ayudar a las empresas a detectar los sentimientos de sus clientes mediante «análisis de emociones». En el draft de la NBA, los Milwaukee Bucks evalúan los «rasgos psicológicos, de carácter y de personalidad» de un jugador y su «espíritu de equipo» a partir de sus expresiones faciales. Y durante varios decenios el U.S. Federal Bureau of Investigation (FBI) ha basado en la visión clásica parte de su formación avanzada para agentes.

Más significativo es el hecho de que la visión clásica de las emociones impregna también nuestras instituciones sociales. El sistema jurídico estadounidense da por hecho que las emociones forman parte de una naturaleza animal inherente que nos hace cometer actos insensatos e incluso violentos si no las controlamos con nuestro pensamiento racional. En medicina, los investigadores estudian los efectos de la ira en la salud presuponiendo que solo hay una pauta de cambios corporales con ese nombre. A personas que sufren una variedad de trastornos mentales, incluyendo niños y adultos que han sido diagnosticados con un trastorno del espectro autista, se les enseña a reconocer expresiones faciales para unas emociones concretas con el pretexto de ayudarlos a comunicarse y relacionarse con los demás.

Pero a pesar del distinguido «pedigrí» intelectual de la visión clásica de la emoción y a pesar de su enorme influencia en nuestra cultura y en nuestra sociedad, hay abundantes pruebas científicas de que esta visión es errónea. Aun después de un siglo de intentos, la investigación científica no ha revelado ninguna huella dactilar física constante ni siquiera para una sola emoción. Cuando los científicos colocan electrodos en el rostro de una persona y miden cómo se mueven sus músculos faciales al experimentar una emoción, en lugar de uniformidad encuentran una variedad enorme. Y encuentran la misma variedad —la misma ausencia de huellas dactilares— cuando estudian el cuerpo y el cerebro. Podemos experimentar ira con o sin un aumento de la presión sanguínea; podemos experimentar miedo con o sin una amígdala, la región del cerebro que históricamente se ha considerado la sede del miedo.

"Cuando los científicos dejan de lado la visión clásica y se limitan a los datos, emerge una explicación de las emociones radicalmente diferente. En pocas palabras, vemos que las emociones no son monolíticas, sino que están hechas de componentes más básicos; que en lugar de ser universales varían de una cultura a otra; que no son provocadas sino que las creamos nosotros; que surgen de una combinación entre las propiedades físicas del cuerpo, un cerebro flexible cuyas conexiones reflejan el entorno en el que se desarrolla, y la cultura y la educación que ofrecen ese entorno. Las emociones son reales, pero no en el mismo sentido objetivo que las moléculas o las neuronas. Son reales en el sentido en que lo es el dinero, es decir, no son una ilusión, pero sí un producto del consenso humano. Esta visión, a la que llamo «teoría de la emoción construida», ofrece una interpretación muy diferente."

Lisa Feldman Barret

— La vida secreta del cerebro (Paidós, 2018)

Sin duda, hay centenares de experimentos que ofrecen pruebas a favor de la visión clásica, pero también hay centenares más que ponen esas pruebas en entredicho. En mi opinión, la única conclusión científica razonable es que las emociones no son lo que solemos pensar que son.

Entonces ¿qué son? Cuando los científicos dejan de lado la visión clásica y se limitan a los datos, emerge una explicación de las emociones radicalmente diferente. En pocas palabras, vemos que las emociones no son monolíticas, sino que están hechas de componentes más básicos; que en lugar de ser universales varían de una cultura a otra; que no son provocadas sino que las creamos nosotros; que surgen de una combinación entre las propiedades físicas del cuerpo, un cerebro flexible cuyas conexiones reflejan el entorno en el que se desarrolla, y la cultura y la educación que ofrecen ese entorno. Las emociones son reales, pero no en el mismo sentido objetivo que las moléculas o las neuronas. Son reales en el sentido en que lo es el dinero, es decir, no son una ilusión, pero sí un producto del consenso humano.

Esta visión, a la que llamo «teoría de la emoción construida», ofrece una interpretación muy diferente de lo que sucedió durante el discurso del gobernador Malloy. Cuando la voz de Malloy se quebró, no activó en mi interior un circuito cerebral de la tristeza que dio lugar a un conjunto distintivo de cambios corporales. En aquel momento sentí tristeza porque, habiéndome criado en una cultura determinada, aprendí hace mucho tiempo que la «tristeza» es algo que puede darse cuando ciertas sensaciones corporales coinciden con una pérdida terrible. Usando fragmentos de experiencias pasadas, como mi conocimiento de otros tiroteos y la tristeza que me hicieron sentir, mi cerebro predijo con rapidez lo que debería hacer mi cuerpo para afrontar aquella tragedia. Sus predicciones hicieron que mi corazón se acelerara, que mi cara enrojeciera y que se me hiciera un nudo en la garganta. Hicieron que llorara, un acto que calmaría mi sistema nervioso, e hicieron que las sensaciones resultantes tuvieran sentido como un caso de tristeza.

De este modo, mi cerebro «construyó» mi experiencia de esa emoción. Los movimientos y las sensaciones concretas no eran una huella dactilar de la tristeza. Con otras predicciones, mi piel se enfriaría en lugar de enrojecer y no sentiría un nudo en la garganta, pero mi cerebro aún podría transformar en tristeza las sensaciones resultantes. Y no solo eso: las palpitaciones, el rostro enrojecido, el nudo en la garganta y las lágrimas podrían tener sentido como otra emoción distinta de la tristeza como la ira o el miedo. O en una situación muy diferente, como una boda, las mismas sensaciones podrían convertirse en alegría o gratitud.

Si esta explicación no acaba de tener sentido o incluso parece ilógica, que el lector me crea si le digo que le comprendo muy bien. Tras el discurso del gobernador Malloy, mientras me enjugaba las lágrimas y me calmaba, volví a ver que por mucho que «supiera» de las emociones como científica, las «experimentaba» como las concibe la visión clásica. Sentí mi tristeza como una oleada inmediatamente reconocible gracias a unos cambios corporales y unas sensaciones abrumadoras que eran una reacción a la tragedia y a la pérdida. Si no fuera una científica que realiza experimentos para revelar que las emociones no son algo que se active o se desencadene sino algo que construimos, yo también me fiaría de mi experiencia inmediata.

La visión clásica de la emoción sigue siendo convincente a pesar de las pruebas en contra, precisamente porque es intuitiva. Esta visión también ofrece respuestas confortantes a interrogantes profundos y fundamentales como: ¿de dónde venimos, desde el punto de vista de la evolución? ¿Somos responsables de nuestros actos si somos presa de una emoción? ¿Nuestras experiencias revelan fielmente el mundo externo a nosotros?

La teoría de la emoción construida responde a estas preguntas de otra manera. Es una teoría diferente de la naturaleza humana que nos ayuda a vernos a nosotros mismos y a los demás desde otra perspectiva con más justificación científica. La teoría de la emoción construida podría no encajar con el modo en que solemos experimentar las emociones y, en realidad, podría contradecir nuestras creencias más profundas sobre el funcionamiento de la mente, sobre el origen del ser humano y sobre la razón de que actuemos y sintamos como lo hacemos. Pero esta teoría predice y explica de una manera sistemática las pruebas científicas de las emociones, incluyendo muchas pruebas que la visión clásica se esfuerza en entender.

"Imaginemos ahora que una persona se halla en la consulta de un médico diciendo que siente una opresión en el pecho y que le cuesta respirar, síntomas que pueden indicar un infarto de miocardio. Si la persona es una mujer, lo más probable es que se le diagnostique ansiedad y se la envíe a casa, mientras que si es un varón es más probable que se le diagnostique una cardiopatía y se le aconseje un tratamiento preventivo. Como consecuencia, las mujeres de más de sesenta y cinco años fallecen por infarto con más frecuencia que los varones. Las percepciones de los médicos, del personal de enfermería y de los mismos pacientes reflejan las creencias de la visión clásica de que emociones como la ansiedad se pueden detectar y de que las mujeres son intrínsecamente más sensibles a las emociones que los varones... Unas creencias que pueden tener consecuencias mortales."

Lisa Feldman Barret

— La vida secreta del cerebro (Paidós, 2018)

¿Por qué nos debería importar qué teoría de la emoción es la correcta? Porque la creencia en la visión clásica influye en nuestra vida de maneras que podríamos no advertir. Pensemos en la última vez que hemos pasado por la seguridad de un aeropuerto: unos agentes taciturnos pasan nuestros zapatos por rayos X y evalúan la probabilidad de que supongamos una amenaza terrorista. No hace mucho, un programa de formación llamado SPOT (siglas en inglés de «comprobación de pasajeros mediante técnicas de observación») enseñaba a esos agentes a detectar engaños y evaluar riesgos basándose en movimientos faciales y corporales, partiendo de la teoría de que estos movimientos revelan nuestros sentimientos más íntimos. El programa no funcionó, pero costó novecientos millones de dólares a los contribuyentes. Debemos entender la emoción de una manera científica para que los agentes del gobierno no nos detengan —o no pasen por alto a quienes supongan una amenaza— basándose en una visión erró- nea de las emociones.

Imaginemos ahora que una persona se halla en la consulta de un médico diciendo que siente una opresión en el pecho y que le cuesta respirar, síntomas que pueden indicar un infarto de miocardio. Si la persona es una mujer, lo más probable es que se le diagnostique ansiedad y se la envíe a casa, mientras que si es un varón es más probable que se le diagnostique una cardiopatía y se le aconseje un tratamiento preventivo. Como consecuencia, las mujeres de más de sesenta y cinco años fallecen por infarto con más frecuencia que los varones. Las percepciones de los médicos, del personal de enfermería y de los mismos pacientes reflejan las creencias de la visión clásica de que emociones como la ansiedad se pueden detectar y de que las mujeres son intrínsecamente más sensibles a las emociones que los varones... Unas creencias que pueden tener consecuencias mortales.

La creencia en la visión clásica incluso puede «provocar» guerras. La guerra del Golfo en Irak se debió, en parte, a que el hermanastro de Sadam Huseín creyó que podía «leer» las emociones de los negociadores estadounidenses y dijo a Sadam que Estados Unidos no hablaba en serio al decir que atacaría. La posterior guerra acabó con la vida de 175.000 iraquíes y de centenares de militares de la coalición.

Creo que nos hallamos en medio de una revolución en nuestra comprensión de las emociones, la mente y el cerebro que nos puede obligar a replantear de una manera radical principios básicos de nuestra sociedad como los tratamientos de las enfermedades mentales y físicas, la comprensión de las relaciones personales, la manera de educar a nuestros hijos y, en el fondo, la visión que tenemos de nosotros mismos. Otras disciplinas científicas han pasado por revoluciones de esta clase que han supuesto una ruptura trascendental con siglos de sentido común. La física pasó de las ideas intuitivas de Isaac Newton sobre el tiempo y el espacio a las ideas más relativas de Albert Einstein, y más adelante a la mecánica cuántica. En el campo de la biología, los científicos dividían el mundo natural en especies fijas que tenían una forma ideal, hasta que Charles Darwin introdujo el concepto de selección natural.

Las revoluciones científicas no tienden a surgir de un descubrimiento repentino, sino de plantear mejores preguntas. ¿Cómo se construyen las emociones si no son simples reacciones desencadenadas? ¿Por qué varían tanto y por qué hemos creído durante tanto tiempo que tienen unas huellas dactilares distintivas? El hecho de reflexionar sobre estas preguntas puede ser agradable e interesante. Pero deleitarse en lo des- conocido es algo más que un simple capricho científico. Es parte del espíritu aventurero que nos hace humanos.