Alimentación marina
¿Pescados salvajes o pescados criados en piscifactorías? Los chefs nos cuentan los pros y los contras de cada uno
Un debate con matices en el que se mezclan la protección del medio ambiente, la calidad del producto y el precio que el cliente está dispuesto a pagar
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Uno de los pescados que Carlos del Portillo maneja en Bistronómika. / Bistronómika


Javier Sánchez
Javier SánchezPeriodista
Periodista gijonés, lleva 15 años escribiendo sobre las cosas del comer y del beber, algo natural para alguien que pasó su infancia en el bar de su familia. Su magdalena de Proust es la tortilla de patata de su madre y si algún día se pierde, búsquenlo en Jerez.
Tres cuartas partes de la superficie del planeta son agua. Un vivero inmenso de especies que han servido desde tiempos inmemoriales como alimento para el ser humano. Y también una despensa con una continuidad que no está garantizada. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) lleva décadas alertando de una sobreexplotación de especies marinas que hace que la presencia de pescado en la dieta futura aparezca con un interrogante a medio plazo.
Para evitar un horizonte tan poco halagüeño, la piscifactoría lleva décadas posicionándose como una alternativa frente al pescado salvaje. En una esquina, el primero, criado en cautividad o semicautividad -dependiendo del modelo-; en la otra, el segundo, capturado en su hábitat natural. Sin embargo, el pescado de piscifactoría (o de acuicultura, un término más amable que se refiere, en esencia a lo mismo) carga con el sambenito de ser inferior en calidad al salvaje. El consumidor se enfrenta a un dilema ¿salvar al planeta o darle gusto al paladar? Y en similar encrucijada están chefs y hosteleros.
Por el salvajismo
Para Javier Rodríguez Tur, propietario de El Señor Martín (General Castaños, 13, Madrid), la acuicultura no puede entrar en la ecuación de su restaurante, en el que se ofrecen “piezas grandes, únicas, de pescados menos habituales, que, además, solo proceden de lonjas de bajura, que han sido capturadas con artes de pesca selectivas”. Sus pescados son la crema entre la crema. Los arrancados al mar mediante el arrastre, aún entrando en la categoría de salvajes, no entran en la ecuación. “Eso es una barbaridad”, zanja Rodríguez Tur.
En el restaurante barcelonés Besta (Aribau, 106) el compromiso con el pescado salvaje también es total. Carles Ramon y Manu Núñez trabajan con especies menos conocidas como la lecha (o pez limón) o la palometa blanca en detrimento de otras más populares. “La clave para preservar la diversidad marina pasa también por diversificar lo que comemos. Hay miles de especies que están igual o más buenas que las más comerciales… pero no las consumimos”, explica Ramon.
A la hora de ponerle peros a la acuicultura, Ramon no se deja nada. “No plantea ninguna solución a la sobremesa ni es sostenible. Muchas veces, los pescados de piscifactoría se alimentan de pesca salvaje convertida en pienso, con lo que para dar de comer a tres o cuatro especies muy demandadas continuamos esquilmando el mar. Además, todo esto tiene daños colaterales: al utilizarse sobre todo caballa y sardina para su alimentación, la demanda de estos pescados azules sube y el precio se acaba disparando”.
La defensa a ultranza de Ramon de la pesca salvaje nos hace plantear una cuestión incómoda: la de los microplásticos que pueblan los océanos y que estas especies, criadas en mar abierto, ingieren sí o sí. “Ese es un aspecto más de un problema muy amplio, en el que vas encadenando tantas cuestiones como quieras, desde la ecología hasta la geopolítica. Es cierto que los pescados salvajes comen microplásticos, pero esas partículas también están en el pescado que se captura para servir de alimento a los de piscifactoría”.
Más allá de la inevitable contaminación marina actual, el chef de Besta pone el acento en la calidad del propio pescado de acuicultura que le llega al comensal. “En los supermercados ves especies que provienen de piscinas que ni siquiera están en el mar, sino en el interior de naves industriales. Los pescados tienen tan poco espacio para nadar que crecen con malformaciones en la espina dorsal claramente visibles”.
Tampoco ve con buenos ojos los esteros -zonas de agua parcialmente cerradas donde el agua dulce del Río se mezcla con la salada del mar- en los que se practica un acuicultura más amable. “Hay esteros con certificado ecológico en los que, si te poner a leer la letra pequeña, a los pescados se les alimenta con hemoglobina porcina y plumas liofilizadas…”. Y es incapaz de encontrarle el valor añadido a la acuicultura del atún que practican marcas como Balfegó o Fuentes en piscinas amplias en el mar: “Al final, son atunes que comen mucho pescado azul y acaban teniendo mucha grasa, lo que me resulta poco agradable”.
Combinando ambas pescas
Carlos del Portillo, chef del madrileño Bistronómika (Ibiza, 44) es otro de los grandes expertos en trabajar con pescados salvajes, que suelen ser buen tamaño y que hace a la brasa. “Me llegan joyas como un mero amarillo de Conil de 22 kilos que acabo de recibir. Son piezas difíciles de conseguir”, comenta orgulloso. El problema con la pesca salvaje reside, según él, en las modas que llevan a que todo el mundo busque las mismas especies. “Ahora le ha dado a todo el mundo por el virrey y hasta que no se acabe con él no se va a parar”.
Del Portillo reconoce que la acuicultura es una solución al esquilmado del mar: “He conocido últimamente ejemplos que están muy bien, como un pargo de acuicultura que puede confundirse totalmente con uno salvaje por la calidad que tiene en determinadas elaboraciones, como un laminado tipo ‘usuzukuri’ japonés”. Cree que la crianza de pescados “aún tiene margen de mejora, pero posee ventajas evidentes, como la disponibilidad de un mismo producto todo el año”.

La merluza de Lastres del restaurante Tella. / Restaurante Tella
A Pachi Ruiz, chef del restaurante Tella del hotel CoolRooms Palacio de Luces (Luces, Colunga, Asturias), el Cantábrico le pilla a tan solo unos a metros, lo que determina gran parte de la materia prima con la que trabaja. “Del puerto de Lastres tomamos lo que nos da según la temporada: merluza, rape, virrey, rodaballo…” pero en su carta también cuenta con una trucha de acuicultura ecológica. “Me la traen de los Pirineos y es un auténtico productazo. En el restaurante también nos gusta abrirnos a propuestas interesantes que no tengamos en el Cantábrico”.
Además de la trucha, Ruiz trabaja para los eventos del hotel con otros pescados de piscifatoría como la lubina, que es de Aquanaria. “Es un pescado de muy alta calidad y que permite aportar un granito de arena para cuidar el mar que, al final, te da lo que te da y no lo que te gustaría que te diera”.
Defensores de la acuicultura
La lubina de Aquanaria es también un fijo para Roberto Ruiz, de los restaurantes Barracuda MX y Can Chan Chán (Madrid) y Jaiba MX (Barcelona). “La preparamos a la talla -braseada y con salsa de chile- y nos da la oportunidad de ofrecer un producto que siempre es el mismo, que cuenta con todas las garantías sanitarias y con el que cumples con el escandallo”, explica. En ocasiones, también cuenta con el atún rojo de Balfegó, otro proveedor de total confianza para él.
En el caso de los crustáceos, también apuesta por la acuicultura, como sucede con los langostinos, que le llegan a través de la empresa Noray, que los cría en Medina del Campo. “Al principio era un poco reacio, pero cuando los probé, me di cuenta de que eran un producto de gran calidad”. Sí hace una excepción (obligada, en este caso no hay opciones de acuicultura) con el carabinero, que es de pesca salvaje, y que sirve en una tostada que puede degustarse tanto en Can Chan Chán como en Jaiba MX.
“La acuicultura en España está a un nivel brutal”, asegura Patricio Massimino, quien, junto a su hermano Diego, acaba de abrir el restaurante Lina en Madrid (Fernando el Santo, 25), que mezcla las raíces argentinas de sus fundadores con toques mediterráneos y caribeños. El cocinero trabaja en su menú ejecutivo con pescados de piscifactoría criados “en mar abierto, con corrientes brutales”.
Aunque también ofrece pescados salvajes en el restaurante, Massimino no duda en recurrir a la piscifactoría como forma de ajustar el ticket de sus clientes. “Si puedo servir un rodaballo espectacular por 22 euros, lo voy a hacer, aunque sepa que hay uno salvaje a 40 euros que quizá pueda ser un poco mejor”.
Para él, la receta que permita salvar la biodiversidad marina tiene que ver con proveerse de una acuicultura responsable y de calidad y también con la compra de pesca salvaje “que no sea de arrastre” y el empleo de pescados alternativos “como el rubio, por ejemplo”. Una fórmula sensata y sensible que da la solución a un debate en el que se mezclan la sostenibilidad, la economía y, claro está, el sabor.
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