Los restaurantes de Pau Arenós

El abogado que encontró un salvavidas tras la barra de Bisavis: "No me gustaba nada a mí mismo y ahora, mucho"

Eduard Ros era un abogado que se ganaba muy bien la vida pero que se sentía desdichado y que ha encontrado su destino en la cocina

Superhéroes de la restauración: buenos restaurantes donde solo trabaja una persona

Buenos restaurantes de Barcelona con barra

Eduard Ros, en el restaurante Bisavis.

Eduard Ros, en el restaurante Bisavis. / Macarena Pérez

Pau Arenós

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Eduard Ros Bernaus (Lleida, 1982) habla sobre sí mismo con una naturalidad tan inhabitual como constructiva, cruda y depuratoria: «Era una persona amargada y amarga, era un gilipollas con los otros. Mi madre me dice: ‘Has tenido que abrir un restaurante para redescubrir que eres simpático’. Soy feliz y un optimista». 

El restaurante es Bisavis, en su segunda ubicación, ahora, en el Eixample, una barra y algunas mesas altas, muchas botellas, hasta 700, y este pluriempleado, que compra, cocina, abre vinos y limpia, y ciertamente parece dichoso y relajado, comunicativo con las nueve personas que sienta delante. 

Bisavis

Bruc, 85. Barcelona

Tf: 676.175.070

Precio medio (sin vino): 60-65 €

El universo unipersonal es una rareza, con singularidades como La Forquilla y Somodó Bá, en Barcelona, o 539 Plats Forts, en Puigcerdà. El primero es un restaurante convencional con la anomalía del trabajador único y los otros, barras.

La ensaladilla y la brandada de Bisavis.

La ensaladilla y la brandada de Bisavis. / Macarena Pérez

La razón de Eduard para la soledad es una especie de misantropía obrera: «Me gusta la gente, pero no me gusta trabajar con gente». Y suelta una broma repetida en relación al oficio que tuvo. Fue abogado especializado en lo laboral: «Por eso trabajo solo».

El tartar y la vieira con butifarra del 'perol' de Bisavis.

El tartar y la vieira con butifarra del 'perol' de Bisavis. / Macarena Pérez

Dejó ingeniería química para cabreo de su padre, Àngel Ros, que fue alcalde de Lleida, y se pasó al derecho porque no se atrevió con la filosofía, estuvo empleado en importantes despachos en Barcelona y Madrid, gestionó los recursos humanos de un grupo de restaurantes a los que aplicó recortes, abrió un blog gastronómico donde escribía con motosierra sobre sus experiencias y, con todo, se sentía un desgraciado: «Pensaba que con el blog saciaría el ansia, pero no. Lo mío era la gastronomía, no el derecho ni un trabajo convencional. No había más remedio que abrir un restaurante».

No aceptó que estaba deprimido, no aceptó ayuda. Al fin, fue al médico: «Era una persona muy oscura, egoísta, con mal carácter, solitaria. No era un buen amigo, ni un buen hijo, ni una buena pareja, ahora soy una buena pareja [de la sumiller Marla González], un buen hijo y un buen padre [de Maya]. No me gustaba nada a mí mismo y ahora, mucho».

La cocina como salvavidas. La cocina como terapia. La cocina como palanca y argumento para seguir.  

La barra del restaurante Bisavis.

La barra del restaurante Bisavis. / Macarena Pérez

Autodidacta, solo estuvo dos semanas en la madrileña La Tasquita de Enfrente, comprende sus limitaciones («no cocino una liebre 'à la royale' porque necesitaría 10.000 horas de vuelo y no las tengo»), pero es un perdiguero de la materia prima: «Soy bueno en la selección del producto y en sacar el máximo potencial».

Bisavis es «producto desnudo con un toque, mucho vino, buen ambiente y buen rollito». Puede discutir con el proveedor sobre la calidad de la patata hasta el aburrimiento.

Botellas en el restaurante Bisavis.

Botellas en el restaurante Bisavis. / Macarena Pérez

Minimalismo por necesidad logística, estilo, creencia y auto conocimiento de las capacidades con la anchoa sobre coca dulce, la brandada con morro de bacalao (y sin patata ni lácteo, y es excelente), la ensaladilla con mayonesa trufada (trufa que no se nota, e innecesaria porque el conjunto ya agrada), la ventresca de atún con praliné de piñones en busca de grasas distintas (a falta de un pelín de sal para el contraste); la vieira con butifarra del 'perol', limón y 'raifort', mar y montaña de bolsillo, combinación tan rara como convincente; la lengua con pesto («la salsa preferida de mi hija»); los chipirones con papada ibérica, exquisitos; los guisantitos con trufa, aceite y mantequilla; el corte de lubina a la plancha; el tartar de lomo bajo, carnal, como debe ser, y la 'panna cotta' trufada y culminada con yemas de erizo, superfluas.

Aparto dos pases, de lo grande a lo mini: la gamba de 56 gramos a la plancha sobre cama de sal y los pulpitos, en escala, de los tres o cuatro milímetros a los dos centímetros, y que en el mercado alcanzan precio de pendientes buenos.

La entrada del restaurante Bisavis.

La entrada del restaurante Bisavis. / Macarena Pérez

Vino a gogó: «Fui marquista, bebía clásico, he perdido mucho tiempo y dinero. Me agrada la ligereza, lo etéreo, Piamonte, Borgoña, Loire…».

Por mi trozo de barra pasan hasta 11 botellas, de las que me quedo con Pita Cega 2017, Micalet 2023, Nachtweid 2022 de Johannes Aufricht y el Meursault 2022 de François Mikulski. En cada servicio, copas en abundancia para limpiar.

Este es el pequeño reino de Eduard, en el que controla tiempo y espacio y es capaz de ir moviendo ingredientes y botellas con el cálculo de un campeón de ajedrez.

Y qué bien que alguien diga que es feliz y que reconozca que fue desdichado.

El equipo

Eduard Ros.

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