Cata Menor

Mejor la vajilla sencilla que emplatar sobre un florero

El disparate de los cacharros artificioso y recargados, propios de un taller fallero, en los que la comida se pierde en las curvas del mal gusto

Vajillas Michelin: estos son los artesanos que hacen los platos de los mejores restaurantes

Paula Gertel y Cameron Fraser hacen los mejores platos del mundo... pero no son cocineros

Platos del restaurante Bajarí, en Barcelona.

Platos del restaurante Bajarí, en Barcelona. / Pau Arenós

Pau Arenós

Pau Arenós

Por qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Pasear por el 22@, en Poblenou, en un día festivo es caminar entre edificios sin pálpito, despachos diseñados por algún arquitecto de renombre con plantas desmayadas en las fachadas para aparentar sostenibilidad y habitadas por los fantasmas de los oficinistas. Es la bella desolación de una parte de la ciudad que solo existe de lunes a viernes.

Casas bajas y antiguas, talleres, pisos nuevos, almacenes, industrias y una pujante escena gastronómica de lugares como Bajarí en los que a pesar de la hospitalidad del propietario y los camareros, el cliente local puede sentirse un extraño. Alto. Pasaporte. Zona de ‘expats’. Escucho alrededor y la lengua es el inglés. Niños rubios, madres rubias, perros rubios.

Bajarí significa Barcelona en caló y homenajean el nomadismo, con platos del Mediterráneo, aunque veo que Catalunya tiene una embajada menguada: solo encuentro la ‘galta’ de ternera guisada con ratafía, que además resulta corta de cocción.

Aciertan, en cambio, con el ‘falafel’ con cremoso de remolacha y sésamo, la polenta con ‘tzatziki’ y la ‘galette’ salada con portobello y gorgonzola. Cocina de ninguna parte, cocina de todas partes. La carta de vinos solo tiene cuatro etiquetas. Será que los guiris prefieren la ‘kombucha’.

El espacio es luminoso y agradable, algo ruidoso, no admiten reservas, hay que compartir mesa. Me fijo sobre todo en la vajilla, verde, artesanal, piezas que firma Ima Garmendia. Son las mujeres las que están metiendo las manos en la masa y llenando las repisas de los restaurantes con obras personales y hermosas.

El momento es un desafío para las manualidades, puesto que los cocineros que conciben el restaurante como un todo, como un territorio particular/singular, encargan vajillas personalizadas. Al fin, la cerámica recibe la proyección y la presencia que merece en esas mesas que son también escaparates.

Elementos iguales ligeramente desiguales. La irregularidad es la garantía de que lo ha hecho un ser humano y no una máquina. De los dedos a nuestros dedos. La perfección es insignia de la industria.

Convive lo único con lo estandarizado, de las finas porcelanas clásicas de reputados nombres a las perpetuas referencias a unas abuelas imaginadas, con el peltre, imprescindible hace algún tiempo, y con las imitaciones que copian aquellas recargadas lozas que fueron los regalos de boda de nuestros padres.  

Este instante con brillo es enturbiado por el disparate de los cacharros artificioso y recargados, propios de un taller fallero, en los que la comida se pierde en las curvas del mal gusto. El plato tiene que estar al servicio del contenido y no al revés.

Para redondear la aparatosidad, la innecesaria presencia de ‘pseudovajillas’ repletas de hojas, ramas secas, piedrecitas, musgo y otros restos de jardinería que representan la comunión con la naturaleza.

Recipientes que son floreros, que quieren contener un paisaje y que son una molestia a la hora de comer, además de un atentado contra la higiene. ¿Cómo limpian esos belenes transportables?

El plato sencillo pero con alma e intención, tacto y colorido, frente al barroquismo de la atracción de feria. 

Suscríbete para seguir leyendo