Gastronomía asequible
Barcelona buena y barata: rabo de vacuno y bravas en el Bar El David (Mercat del Ninot)
La carne se separa del hueso con apenas mirarla: tiernísima, marrón, arrugada. Es un plato de estética difícil y belleza superior
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Òscar Gómez
Redactor y escritor gastronómico.
Colabora en diversos medios escritos y radiofónicos con reseñas y crónicas desde el año 2009. Ha escrito varios libros como ‘Històries de cuina, plats i relats’ con el que obtuvo el premio al libro gastronómico Ciutat de Benicarló, ‘Love is in the Bread’ o ‘Els Pèsols i com preparar-los’.
David Pérez llega cada día a las cinco y media de la mañana a su puesto-bar del Mercat del Ninot, coge una marmita, la pone al fogón y dora 14 kilos de rabo de vaca. “Es lo primero que hago”, nos cuenta: “Porque tardo unas seis horas y media en que esté listo el guiso”.
La carne macerada se dora, se retira para dar paso al sofrito “con mucha, muchísima cebolla y también algo de zanahoria”, se perfuma el fondo con vinos: rancio, tinto y blanco, se guisa por horas, se retira la carne para triturar la salsa y se le da el empujón final volviendo a unir el conjunto.
Bar El David
Mallorca, 135. Barcelona
Tf: 934.531.047
Rabo guisado: 7,5 €
Callos: 5,5 €
Patatas bravas: 4,5 €
Sospecho que hay algún obrador que sirve rabo guisado a media ciudad de Barcelona y te encuentras el mismo sabor, el mismo aroma y el mismo punto de cocción en docenas de restaurantes de la ciudad. Es bueno, pero es siempre el mismo. Yo lo llamo el rabo exacto. Pero el guiso de David es singular. “No es complicado pero son muchos pasos y me lleva mucho tiempo. A eso de las doce y algo ya está terminado”. El resultado es embriagador y de alta personalidad. Es único.
La carne se separa del hueso con apenas mirarla: tiernísima, marrón, arrugada. Es un plato de estética difícil y belleza superior. David lo guarda en una cazuela negra enorme, en su vitrina triple que recorre toda la barra. Cuando lo pides, coge el cucharón y te sirve un par de trozos, y bien de salsa.
Junto a esta cazuela hay otras. De hecho, hay casi una decena, porque la vitrina está abarrotada: caracoles, pies de cerdo, callos, mejillones, bacalao a la 'llauna', arroces varios, fideuá… Es una vitrina altísima, imponente, donde además de guisos hay también tortillas de varias clases, ensaladilla rusa, flanes caseros, 'esqueixada' y (diez) mil millones de cosas más.
Le pregunto a David por las bravas. Tiene bravas, bravo. Como se le han acabado las patatas hace un rato, se acerca a la parada de enfrente, que es una frutería. Le pide tres kilos de patata agria. El paradista no las tiene ahí en ese momento, pues no sirven las otras. “Necesito que sean las agrias, las de freír de verdad”, le dice. Tardan tres o cuatro minutos porque tienen que ir a buscarlas al almacén.
Regresa David con unas patatas grandes de piel oscura algo rugosa y carnes muy amarillentas. Las pela, las corta y fríe mi ración con calma. A partir de cierto momento, cada par de minutos va comprobando con una puntilla el punto de fritura: pincha lentamente y retira para comprobar la textura. “Las estoy friendo, espero que no tengas prisa, pero es que tienen que quedar perfectas”, dice.
Quizá sí tenía un poco de prisa esa mañana, pero no importa porque estoy disfrutando de todo el proceso. Ese mimo, ese cuidado para bordar unas bravas. Lo demás puede esperar. Cuando considera que están listas, las pone en un plato con un enorme cucharazo de salsa blanca y les da el último toque espolvoreando con pimentón ahumado picante que brota de un bote grande, de los que se usan para distribuir especias en restauración.
David le ha practicado unos agujeros en la tapa amarilla y llueve el pimiento de La Vera sobre las papas doradas. Tienen el interior cremosísimo. Las perfuma ligeramente el ajo de la salsa blanca y pica el polvo rojizo que todo lo cubre. La felicidad.
Hablemos de los callos, que es otro de los platos estrella de la casa: a lado y lado, todos sentados en la barra, tengo a dos clientes que los han pedido. Con pan, claro está.
Los llama callos, pero además de la tripa también se aprecian trozos de 'capipota'. O eso me parece a mí. El sabor es fantástico, la textura demencial. “El secreto de todo es usar productos de calidad, estamos en un mercado”, nos apunta el cocinero propietario. Esa es la base, sin duda, pero también está la mano, el criterio y el método.
Le preguntamos por su formación y nos responde: “Yo no he estudiado en ninguna escuela de cocina. Empecé hace más de 30 años en la restauración, pero era camarero. Terminé en este bar y hace nueve años le compré el negocio a la jefa cuando ella se retiró. Entonces tuve a varios cocineros, estos sí, con formación, y de ellos lo aprendí todo. Todos los detalles, las cocciones… y llegó un momento en que ya me puse yo al mando de los fogones”.
Me maravilla que además de guisandero madrugador, sea capaz de charlar con los clientes, de captar la atención de un ocasional visitante que se detiene a ojear la vitrina e invitarle a probar los callos, de preguntar por el estado de un familiar a uno de los comensales que está comiendo a mi lado.
“Somos un bar familiar, mi sobrina es la camarera, somos sencillos, pero intentamos hacer las cosas bien”. Si no te gusta comer en la barra, tienen un espacio con mesas algo más cómodas. Suelen estar llenas al mediodía. Triunfa mucho el David y su bar. Para el postre, pudin y flanes caseros, la duda ofende. Y buen café para el final.
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