LOS RESTAURANTES DE PAU ARENÓS

La Forquilla: nueva cocina de barrio

El chef Vidal Gravalosa (derecha) con Antonio Lara. Foto: Jordi Cotrina

El chef Vidal Gravalosa (derecha) con Antonio Lara. Foto: Jordi Cotrina

Pau Arenós

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Me puse el salacot, abrí la navaja multiusos para ir en busca de otro bistronómic, esta vez lejos del ecosistema habitual, que es el Eixample.

Un cocinero me había hablado de una dirección en Poblenou, cerca de la Rambla, y como me fío de esos agentes secretos a los que no pago un euro por las informaciones, entré ilusionado por encontrar a un joven esforzado y listo y salí más satisfecho que un arqueólogo tras salvar el mosaico de La Sagrera.

La Forquilla es un comedor para unas 20 personas. Al frente de esa caja desde hace 10 meses, Vidal Gravalosa (1981), con ADN llameante, pues su padre es dueño de Casa Julio, en Nou Barris. «Él borda las fabes y el pastel de cabracho».

Elige Vidal el barrio como hábitat y destino, sabiendo de la dificultad de expresar una culinaria original más allá del paseo de Sant Joan.

Lo primero que llama la atención es el menú de mediodía, a 15 euros, precio diminuto si se tiene en cuenta que las copas son Riedel y los manteles y las servilletas hay que lavarlos y plancharlos tras cada servicio. ¡Toma curre, para que después un manazas derrame una copa o un sarampión de café!

Los comensales parecían muy satisfechos con el arroz con cigalitas. Si estuviese cerca del trabajo sería un lugar al que ir una vez a la semana.

Vidal está solo en la cocina y se mete unas panzadas de 16 horas. En la sala, la simpatía y desenvoltura de Antonio Lara. En las mini pymes (las minipimer) está la supervivencia de la cocina pública.

Estudió dirección de hoteles en la UAB, reconvertido en cocinero, formado en El Celler de Can Roca –pregunté a Joan Roca por el muchacho y recordó que era riguroso– y en Lasarte.

Entiende Vidal que en Poblenou debe ceñirse al realismo, aunque sin renunciar a la fabulación. El menú de otoño, a 30 euros (sin IVA, grrr, eso no agrada) fue una manera de conocerlo.

Excepto el aperitivo, el sugerente boquerón con daditos de manzana, los tres platos fueron oscuros, terrenales, variaciones del marrón, que es el color de la temporada.

El primero, el salteado viajero de 'ceps', 'rovellons', 'camagrocs' y 'rossinyols' rodeando un huevo 'poché' (demasiado hecho), tropezones rotos por la uniformidad de la crema, servida en jarrita. ¡Ay, Jacques Maximin, cuánto deberían pagarte los cocineros por las sopas sin emplatar!

El prensado de cochinillo lechal con puré de castañas era bueno-bueno-bueno. «He conseguido que me lo traigan de Segovia; el pescado lo consigo de una barca de la Barceloneta...».

Y el suflé de chocolate con helado de 'marrón glacé', un pecado sin absolución.

Hay que sacudir la carta de vinos, previsible, desligada de la cocina vivaz, como decidida por un señor mayor, y el pan, piezas correctas con las que haces migas.

Azuzando la nueva cocina de barrio, Vidal ha clavado 'la forquilla' en el Poblenou. Nadie lo va a mover de ahí.