Diario de un cerdo

(100% ibérico de bellota)

Querido diario,


Dejo estas líneas para que quien pueda leerlas sepa cómo ha sido mi vida y la de mis compañeros de zahúrda y montanera.

He oído a unos humanos decir que esta noche nos meten en un camión porque quieren hacer jamones y paletillas. No sé muy bien lo que significa eso, pero no me mola mucho la idea porque a mí lo único que me gusta es estar en el campo comiendo bellotas como si no hubiera un mañana.

Y eso de ir a no sé donde para no sé qué… Algunos amigos se fueron hace unos días y no han vuelto. En fin. Yo, por si acaso, he escrito este diario -sí, los cerdos también sabemos escribir- y lo dejo todo contado.

Soy un cerdo de raza 100% ibérica, y me he estado alimentando de bellota casi toda mi vida. En el campo, triscando con mis amigos, arriba y abajo por la finca en la que he vivido, en la dehesa Fuente la Virgen, en la sierra de Hornachuelos (entre Córdoba y Sevilla), vinculada a la casa de jamones salmantina Julián Martín.

Decía que soy de raza ibérica (porque es propia de la península), pero de una de las subespecies: la lampiña. También están la retinta, la torbiscal, la entrepelada… Mis primos hermanos, vaya. Somos poquitos los cerdos ibéricos, unos 600.000 ejemplares, y de ellos solo unos 350.000 nos alimentamos exclusivamente de bellota. Por lo que oí un día a los ganaderos que nos cuidan, no hay más porque la cantidad está regulada por ley.

Si me vieras por el campo, me identificarías por mi aspecto, que nada tiene que ver con el típico cerdito rosa de las granjas que los humanos tienen en mente. Yo, como mis congéneres, tengo las patas más finas, pelaje negro, un cuerpo alargado y un hocico alargada y unas orejas alargadas y grandes. Ah, y la pata negra pero algo gastada, señal de que he estado dando vueltas por la dehesa sin parar.

Luego están mis primos segundos y algunos más lejanos, que son los que no tienen una pureza de raza del 100%. Pero, vamos, son unos animales tan 'top' como yo, je, je, je. ¿Por qué? Porque sus madres son de raza 100% ibérica, y ese 'duende' que tenemos los ibéricos-ibéricos como yo lo
heredan.

Pero a mí eso me da bastante igual. A mí solo me preocupa comer, comer y comer. Y no paro. Así que puedo decir que he sido feliz, muy feliz, durante el año y medio de vida que llevo viviendo.

No he parado desde que nací, cuando era un lechón y vivía en el criadero. ¡Qué bien estaba allí! Fueron casi dos meses en los que estaba toooodo el día amorrado a la teta de mamá con mis otros cinco hermanitos, con el suelo calefactado para no pasar frío (recuerdo unas ventanas allí para ventilar en verano). La pobre estaba en una especie de jaula que evitaba que se cayera encima nuestro y nos aplastara y nos matara. Pero teníamos contacto total con ella y con sus ubres. De hecho, es como si no hubiera jaula. Además, disponíamos agua y pienso también.

Después, cuando era un primal, pasé a una especie de guardería con otros 50 cerditos. Allí nos separaron entre cerditos fuertes y más débiles para que unos no atacaran a otros. Comíamos pienso (¡estaba rico!), teníamos nuestro patio trasero como tienen muchas casas de los humanos. Zahúrdas de adaptación, decía aquel señor que nos daba de comer. Tres meses estuve allí. Cogiendo fuerzas, porque si me hubiera metido en el campo tras dejar a mamá no habría soportado tanto tute; tampoco habría sido capaz de buscar comida por mí mismo. Ni yo ni mis hermanos ni mis amigos.

Eso sí, cuando salí de aquella zahúrda, con cinco meses de vida, no dejé bellota en el suelo. Iba corriendo de aquí para allá, con alegría, al trote.

Me han dicho que hay otros cerdos que no comen bellotas o no salen a pasear. Qué pena me dan. Eso que se pierden.

Luego, conforme me fui haciendo mayor y ganando volumen, bajé el ritmo. Por eso a los de mi condición nos llaman cerdos de engorde. Pero es que engordamos mucho durante la montonera, que es cuando cae la bellota de los árboles. La de encina, entre mediados de octubre y diciembre, y la de alcornoque y quejigo, en enero y febrero. Cada día ingiero entre seis y ocho kilos de este fruto. Así de hermoso estoy, que diría mi madre: calculo que peso entre 160 y 175 kilos. Unas 15 arrobas, que dice el porquero.

Bellotas, bellotas, bellotas… Solo pienso en ellas. Al amanecer ya estoy zampando. También como hierbas, porque las bellotas son un poco indigestas, algo así como un polvorón. A veces, a las 10 de la mañana no puedo más y me tengo que tumbar en la dehesa. Así paso el día. Luego voy a dormir a la zahúrda, donde me dan un caramelito, un postre, que por lo visto es pienso. ¡Pero qué pienso! Puede ser de medio kilo, de un kilo, de dos kilos… Depende del hambre que tenga.

Tan bueno es que vuelvo allí solo por el ‘postre’ este. Y para descansar, claro, porque la vida en el campo es muuuuy dura, je, je, je. En algunas dehesas hay cerdos que se enmontunan; es decir, que se vuelven salvajes, que no regresan a la zahúrda para dormir. Eso será porque no les dan el caramelito para que
vuelvan.

Yo no pienso enmontunarme nunca. Ese postre… que no me lo quiten. Y si por él tengo que subir a un camión e ir a no sé dónde que harán jamones, allí que iré.

Este reportaje se ha publicado en EL PERIÓDICO en abril de 2021.

Textos: Ferran Imedio
Imágenes: Ferran Imedio y Julián Martín
Coordinación: Rafa Julve