Cata Menor
Contra la quinta gama o la cocina de microondas
Reduce el papel del profesional de la cocina al de recalentador
Los platos preparados cogen la sartén por el mango en las cocinas españolas
Restaurante Contraban: una lubina al punto en una 'cocotte' sellada

Una flor de alcachofa de quinta gama. / EP


Pau Arenós
Pau ArenósCoordinador del canal Cata Mayor
Periodista y escritor, con 19 libros publicados, entre ellos, novelas y cuentos, y media docena de premios, como el Nacional de Gastronomía. Ha estado al cargo de las revistas 'Dominical' y 'On Barcelona' y ha dirigido series de vídeorecetas y 'vídeopodcast'. El último libro es 'Meterse un pájaro en la boca'.
Como en las películas y los relatos de terror, la quinta gama (QG) es esa niebla que avanza en silencio y pose la totalidad de la página o el fotograma y engulle a los ciudadanos en un estómago invisible y sangriento.
Según el Ministerio de Consumo, la QG son los “productos tratados por calor, cocinados, pasteurizados o esterilizados que, a partir de varios ingredientes, forman un plato preparado, tales como pastas rellenas, pizzas refrigeradas o tortillas de patatas refrigeradas”.
La QG es eso que algunos restaurantes dirigidos por personajes con pata de palo y parche en el ojo cuelan como ‘casero’. Y es cierto: están hechos en la casa de alguien pero no en la de quien los vende. La QC es esa croqueta procedente de un centro de producción a kilómetros de distancia y que buscan el pretexto amable, sentimental y próximo de la ‘abuela’.
Participé en Zaragoza en el congreso Gastronomanía, dirigido por Juan Barbacil, de elocuente nombre: ‘El futuro de la gastronomía’. Tras mi ponencia llegó la visión venidera de los restaurantes por parte un empresario de la QG, sobre cuyos pronósticos no tengo dudas pero que fueron tan aterradores como el mundo bajo la autocracia de Putin-Trump, el del pelo naranja.
Defendía el negocio con argumentos objetables: en definitiva, que no había diferencias entre sus guisos envasados y los de los restaurantes que estofaban in situ y que él no pretendía eliminar puestos de trabajo, sino aligerar cargas.
Suponiendo que actuara como la madre Teresa de Calcuta de los precocinados y la sal extra y los aditivos de su causa fueran inexistentes, lo que no podía negar es que reducía el papel del profesional de la cocina al de recalentador, con establecimientos poseídos por los microondas y otros aparatos regeneradores de platos encogidos. ¿Para qué necesitar cocineros si solo se requería de alguien capaz de apretar un botón?
La realidad es que aquel empresario era la tentación de pseudorestauradores, así que el verdadero culpable era quien compraba y hacía desfilar la cocina de otros sin revelar la autoría.
Porque ese es el quid: que te cuelen lo ajeno como propio. Legisladores: hagan como en Francia y obliguen a informar sobre qué se ha hecho en la casa y qué en el taller. Como consumidor tengo derecho a saber si hay artesanía o mecanización y decidir si me conviene o no.
Trampas hay a montones y deberíamos sospechar cuando una virguería se reproduce a lo Gremlin.
¿No es sospechoso que proliferen las hermosas y laboriosas flores de alcachofa o los ‘panipuri’ como si Bombay fuera una provincia de Aragón?
No hay más que entrar en la web de una empresa de QG para desplegar el catálogo de reproducciones: las salsas complejas, las bases para los arroces, las croquetas en sus mil modalidades, las sardinas ahumadas, los canelones, el ‘pulled pork’, el pulpo, los lingotes y las terrinas, ah, y los postres, el reino de los tramposos (diálogo auténtico: “¿Los postres son caseros? Sí. ¿Y este? No, este, tampoco”).
No a la cocina en cadena, en serie, sin identidad.
Sí rotundo para quien cocina sin intermediarios, con sus imperfecciones y variabilidades, para el que se sienta a la mesa.
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