TOMA PAN Y MOJA

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Han bajado las persianas de bares y restaurantes y el descontrol, si cabe, es aún mayor

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Òscar Broc

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Dicen que el coronavirus no entiende de fronteras. Pues el sábado pasado me quedó muy claro que el centro de Barcelona no entiende de coronavirus. Una mala decisión me llevó a hacer la compra en el supermercado de unos grandes almacenes. La temeridad le costó cara a mi salud mental. Salí de allí aterrado. No dudo que se cumplieran escrupulosamente las restricciones de aforo, pero había colas en la pescadería, atascos en los pasillos de conservas, gente por todas partes… A gusto no se estaba. 

Ya en la calle, arrepentido de haberme metido en boca lupina, me encontré ante otro delirio que sería digno de una portada chaladísima de Francisco Ibáñez, si el contexto no fuera tan trágico. Delante de mis narices, una cola kilométrica de seres humanos (inspirando, exhalando, hablando, riendo) se introducía en una tienda de ropa 'low cost'. Un escuadrón de críos se apelotonaba en la puerta de una tienda de 'bubble tea'. Ríos de consumidores recorrían el Portal de l’Àngel como hormigas desorientadas. Conductores temerarios de patinete esparcían el contenido de sus pulmones sin mascarilla con la libertad de una gacela.

Botellones por toda Barcelona

El domingo, en mi televisor, los Mossos d’Esquadra truncaban una 'rave' con más de cien asistentes y un surtido de estupefacientes que parecía el botiquín de Hunter S. Thompson. Botellones repartidos por toda Barcelona. El parque de Les Tres Xemeneies atestado de gente de fiesta y cientos de personas con la mascarilla por montera. ¿Y la pandemia? Ni estaba, ni se la esperaba. 

Imagino la rabia e impotencia de la hostelería ante este despliegue de imágenes grotescas. Les han bajado las persianas para evitar que socialicemos y el descontrol, si cabe, es aún mayor. Aplausos. 

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