Rutas gastronómicas

La cocina pobre sabe

Existen sabores mágicos ocultos en los ingredientes más comunes, como es el caso de las espinas de las anchoas, que pueden ser un exquisito aperitivo

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Miquel Sen

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Una de las escasas alegrías que nos ha dado la pandemia ha consistido en la desaparición en las redes sociales de los chistes y memeces en torno a los cuñados. Lo malo es que esta ausencia ha sido sustituida por la crítica acerba sobre todo aquello que huele a brócoli. Es uno de los olores a cocina pobre más odiados. Como pertenece a los últimos escalafones del mundo de los poderosos está muy mal visto. No han faltado insultos sobre coles y demás brasicáceas entendidas como de lo más miserable. San Francisco, el pobre de Asís, hoy en día tendría difícil fundar su orden.

No obstante, existen sabores mágicos ocultos en los ingredientes más comunes. Es el caso de las anchoas. No de sus filetes gustosos y cotizados, sino de sus espinas, un exquisito aperitivo. Comerlas no es un ejercicio de faquires, sino un entrante típicamente ampurdanès. Se trata de, una vez separados los pescaditos de la salmuera, sumergir sus raspas durante 20 minutos en un baño de leche. Seguidamente se enharinan y fríen, lográndose un minibocado sabroso, puro resumen del mar en verano. Una recuperación del chef Jaume Subirós, en el Motel Empordà de Figueres, que podría parecer a un snob una fórmula molecular.

Las sardinas también huelen intensamente. Si son fruto de la barbacoa y al aire libre, siempre que el paisaje sea de lujo, no tienen connotación de miseria, pero en caso de freírlas en nuestro domicilio recuperen su estigma relacionado con la marinería famélica de los años 50. Ahora bien, pidan en el Barquet, de Tarragona, un arroz de sardinas o 'seitons', en el que el pescado azul tiene una breve cocción de tres minutos y disfrutaremos de los muchos matices de los productos tan simples.

Para nada un buen 'suquet'
plantea la necesidad perentoria de 20 cigalas para que sea sublime

Dicho de otro modo, una cosa es, como escribe Faulkner en 'El ruido y la furia', que el dinero haya curado más llagas que Jesús y otra muy distinta, asegurar que la consecución de un buen suquet plantea la necesidad perentoria de veinte cigalas para que sea sublime.

Algo semejante sucede con los pies de cerdo, ese manojo de huesos baratos, humildes, gelatinosos y suculentos. Imaginen que lo hervimos y deshuesamos conservando su parte más tierna. Los picamos y mezclamos con peras o manzanas previamente escalivadas. Luego preparamos una pasta a base de horas y rodillo, demostrando una paciencia budista. Es la mejor manera de conseguir una estructura lo suficientemente densa como para aguantar un relleno jugoso. Una vez cerrado el canelón, el siguiente paso, que lleva de pobre a rico, consiste en bañarlo en una salsa bechamel como las de siempre a la que añadiremos alguna seta, concretamente unos 'ceps'. El pequeño cilindro está listo para pasar al horno creando una pieza de sabor adictivo al punto de que el restaurante que lo sirve, Can Vallés (calle de Aragó, 95, Barcelona), ha logrado que sea imposible sentarse en sus mesas sin pedir como mínimo una unidad.

Su artífice, Josep Álvarez, los elabora trasmutando ingredientes sencillos a partir de una cocina aparentemente de recursos, hasta alcanzar unos canelones sacramentales que nos hacen meditar sobre lo inútil que resulta esta moda tan actual de cocinar pensando en productos hipervalorados. Una fatalidad que está arruinando cientos de paellas a base de unos fumets cargadísimos que acabarán como fondo de un plato en el que unas gambas de segunda mano, probablemente vietnamitas, hagan creer al cliente que es un afortunado con casa en S'Agaró.

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