Cada pueblo, una receta

Ruta del embutido dulce

Contraportada Xavier Bosch

Contraportada Xavier Bosch / periodico

Miquel Sen

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Los territorios del gusto están marcados por curiosas fronteras que pocas veces coinciden con las políticas. En el caso de los ‘suquets’ se extiende desde el cabo de Creus hasta las orillas del río Tordera; más allá presiona la gran capital, en las que las cocinas se fusionan. Camino del sur, hacia Tarragona, tocan los ‘all cremats’, cuyo límite sería el Castillo de Tamarit. Luego es cuestión de otras salsas vermellas que conducen a los ‘all i pebres’ del Delta.

Entre las comarcas del Alt y Baix Empordà, Gironès, Selva, Pla de l’Estany y Garrotxa triunfa un embutido dulce único, la butifarra cruda que, en lugar de sal como conservante, tiene azúcar. Es cierto que en España existen otras formulaciones azucaradas, pero son de sangre, es decir morcillas que se venden en zonas muy concretas de Asturias y Castilla. El imperio del cerdo dulce se reduce estrictamente a este mapa.

A pesar de su suave potencia y amable paladar, que causa adictos entre todos los comensales que lo prueban (Josep Pla dixit), en Barcelona no ha encontrado su público. Solo algunas charcuterías la plantean, para entendidos, o gerundenses nostálgicos. Es el caso de Cansaladería Bosch, en el mercado del Clot y sus sucursales en Pi i Margall 42 y Mallorca 558. Joan Bou la trabaja siguiendo al pie de la letra una receta dada por un cocinero de Figueres, porque es en esta ciudad donde ha adquirido mayor relieve. 

Jaume Subirós, en el Motel Empordà, ha sido el impulsor de esta sorprendente joya gastronómica. La prepara según la alquimia más precisa, sin otros sabores que la enmascaren. De hecho, sobre la cocina de este embutido se han escrito amplios recetarios en los que cada pueblo aporta un detalle. Unos la cuecen en vino blanco, o garnacha dulce, otros la sofríen lentamente en grasa de cerdo, o en aceite. Incluso la doran a la brasa, afirmando que en su interior deben aparecer distintos aromatizantes, como la canela en polvo y la ralladura de limón. Como los integristas se ponen furiosos frente a estas transgresiones, hay que cantarles la ópera de Bellini 'I Puritani', mientras recordamos cómo la sirve el maestro de Figueres, o más exactamente, del barrio de Pont del Príncep. Primeramente, hace un almíbar con agua y azúcar, lo perfuma con unas cortezas de limón y añade una rama de canela. Cuando tiene una consistencia ligera incorpora la butifarra y la deja en cocción a fuego suave hasta que el líquido reduce. Un proceso que no dura más de 25 minutos. Seguidamente, coloca unas láminas de pan que se impregnarán de jugos y aromas. Otra versión es caramelizar unos gajos de manzana, una alternativa magnífica. Es su máxima sencillez, que no obstante se realza en el paladar, adquiriendo una contundencia absolutamente barroca, ampurdanesa. En el Motel la pedían invariablemente dos visitantes ilustres que han sido promotores del plato, Josep Pla y Salvador Dalí. 

Como se pueden transportar para cocinar en casa, como las crudas saladas, la opción del excursionista gastrósofo es comprarlas en carnicerías de este territorio palatal. Por ejemplo, en la ciudad de Figueres, Manera las elabora a conciencia, lo mismo que Giró, en Bàscara, o Joan y Elena, con tiendas en Cabanes (Dos de Maig, 7) y Garriguella (Gran, 16). Referencias próximas a otra fuente de conocimientos sobre esta curiosa práctica culinaria, el Restaurante Ca la Maria, en Mollet de Peralada (Unió, 5). Una buena dirección para acabar disfrutando con una seña proteica de identidad golosa. 

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