Una historia apasionante

El restaurante que tuvo 2 estrellas (y fue olvidado)

Francesc Fortí, el cocinero de El Racó d'en Binu.

Francesc Fortí, el cocinero de El Racó d'en Binu. / Anna Mas

Pau Arenós

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Periódicamente aparece en las redes sociales algún nostálgico de cierta edad extrañado de que El Racó d’en Binu, en Argentona, siga abierto: «Pensaba que había cerrado hacía tiempo». Pudiera estarlo por la edad de los propietarios o por las circunstancias adversas de una casa tan fundamental como olvidada. Extraviados en la memoria colectiva, sí.

Francesc Fortí, el cocinero, y Francina Suriñach, la jefa de sala, no saben de Twitter, Instagram, Facebook o de cualquier otro engendro que emane de la sociedad gaseosa. Solo es posible acceder a ellos mediante el teléfono fijo. El teléfono fijo es horario y paciencia.

El nombre del restaurante será un enigma para la nueva generación de devotos del credo gastro, pero en 1979 El Racó d’en Binu llegó a tener dos estrellas Michelin en un tiempo en el que la guía administraba los reconocimientos con dosis homeopáticas.

En España, en ese 1979 en transición y tránsito, no había ningún triestrellado y solo cinco 'bi': Arzak en San Sebastián, Reno en Barcelona y Jockey y Horcher en Madrid, y ese lugar en Argentona, el más singular de todos, puesto que se encontraba en una localidad, entonces, con unos 6.000 habitantes.

Francina Suriñach, de 81 años, y Francesc Fortí, de 75, las dos almas del restaurante El Racó d'en Binu.

Francina Suriñach y Francesc Fortí, las dos almas del restaurante El Racó d'en Binu. / Anna Mas

Francesc nació en 1948, por lo que a los 72 años tendría que haber ganado la jubilación, así como su pareja, Francina. Pero ahí continúan, con el restaurante vacío o con unas pocas mesas, inmutables e inalterables desde mediados de los 80. Quien vaya por primera vez será como si hubiera estado 35 años atrás. Y ese es el valor del establecimiento: el de la resistencia, y el de la fe en uno mismo.

«Soy de 'Encuentros en la tercera fase' o del tiempo de los dinosaurios», bromea Francesc. La rueda del azar jamás deja de girar y aquello que hace unos años era un anacronismo regresa sin la excusa de la melancolía, como la salsa holandesa o los hojaldres, de los que es un maestro.

Puede que un día los jóvenes chefs, o los ya canosos, lo reivindiquen y homenajeen. Es el último de su especie. Bebió de Auguste Escoffier, de Alexandre Domènech (hijo de Ignasi Domènech), la 'nouvelle cusine' y de ese Maresme que lo une a la tierra y al mar.

La peripecia es merecedora de estudio. ¿Dónde está el trabajo académico que debería situarlo entre la 'nouvelle cuisine' y la cocina tecnoemocional? Un caso singular. ¿Grabamos un documental?

El cocinero es el último de su especie: bebió de Escoffier, Domènech y la 'nouvelle cuisine'

Al preguntarle si se siente olvidado, dice que «no», aunque esa negación es también un antídoto contra la tristeza. «No he salido de mi línea. Las cosas que se hacen ahora no son mejores que las que hago yo. Me fastidia que se haya arrinconado aquella cocina». El último plato es de hace una década: sopa de calabacín, tomate y almendra tierna.

Todo en esta historia es particular. Los únicos trabajadores de El Racó son Francesc y Francina y si algún día necesitan auxilio, contratan extras. La fecha de apertura fue el 17 de febrero de 1970: 50 años de obstinación que festejan con un menú (90 €) con algunos de los grandes platos de la casa. Seguir, ¿hasta cuándo? «Con esto de los 50 años llega gente nueva y es una cocina que agrada. Eso da una gran satisfacción. Me gusta lo que hago y mientras me encuentre bien, seguiré. Como Errol Flynn, moriré con las botas puestas».

El suflé de naranja de El Racó d'en Binu.

El suflé de naranja de El Racó d'en Binu. / Anna Mas

La losa es la matraca del restaurante-cerrado: «Eso me molesta mucho, nueve de cada diez lo creen». Le acaba de pasar: un cliente le ha preguntado si podría comer una sopa Maresme («solo la hago por encargo porque los ingredientes son caros y si no se vende…») antes o después de transmitirle su sorpresa por continuar en activo. Respecto de este entierro en vida, Francesc señala a un responsable, su hermano Albino, que trabajaba con él: «Cambió de señora y se fue a trabajar a otro sitio y para atraer clientes decía que habíamos cerrado. Eso nos perjudicó mucho». Aquello sería en 1997 o 1998. Hace dos décadas que los dan por difuntos. Albino falleció sin que se reconciliaran. Señala más deslealtades: «La envidia de otros restaurantes…». La decepción queda suspendida en el aire.

La chimenea

Entrar en El Racó es pasar por una puerta temporal: primero, el vestíbulo diseñado por Jordi Garcés y Enric Soria en 1975, con unas sillas a medida, y objetos que alguna vez tuvieron esplendor. Después la sala, obra del arquitecto Antoni de Moragas, con una chimenea central con botijos y azulejos en el techo y paredes, esa refinada rusticidad.

Lleva el comedor Francina, que llegó de Sant Pere de Torelló para «aprender a poner mesas» y se quedó, la cual revive las olvidadas acciones de sala: corta el filete Wellington y flambea las creps Suzette, nombres que también desconcertarán a los gurmets imberbes.

Sobre los manteles, el hinojo rebozado y la célebre tostada holandesa (y salmón). Comerla es comprar un tíquet hacia Nostalgilandia. ¿Es relevante el exceso de grasa? ¿Somos dietistas o gozadores? ¿Importa que repita, a modo de decoración, el perejil frito?

Francesc Fortí, en la cámara, preparando el hojaldre.

Francesc Fortí, en la cámara, preparando el hojaldre. / Anna Mas

Sigue el hojaldre con pimientos: los estilistas de Instagram naufragarán al intentar embellecer la combinación. Una masa de alta escuela: la medida de la belleza es esa. Se queja el chef de que apenas se prepare salsa holandesa y, aún menos, hojaldre. Él se abriga –chaqueta y experiencia– para meterse en la cámara y elaborar esas hojas con mantequilla que forman el libro de su vida: «El auténtico hojaldre, el que lleva mantequilla, hay que hacerlo en la cámara. Si se hace fuera, la pasta revienta». Ha habido otro hojaldre, este, envolviendo un Wellington, sin 'duxelle' de champiñones ni fuagrás, tan solo masa y carne.

Los erizos: han sido copiados sin ninguno de los plagiadores, según cuenta el chef, se le haya acercado a preguntar, o agradecer. Llevan una gota de salsa holandesa como un sol. «Muchos dicen que están gratinados, pero no. Están glaseados». En 1982, publicó el libro 'Del gormand i del llamenc' y escamoteó algunas recetas, como la de esos erizos que él cocina liberándolos de la crudeza ampurdanesa.

Suflé ‘glacé’ de naranja

Sigue el secreto con un postre excepcional, el suflé 'glacé' de naranja, que deja ardiente recuerdo, aunque sea frío. El rascacielos aparece en dos versiones: la de naranja y la de piñones. Mide unos 40 centímetros, recuerda un gorro de cocinero, parece sólido y se funde en la boca. Se desvanece y deja una huella y una nostalgia inmediata por el precipitado fin. Se inspiró en la Maison Pic cuando le sirvieron, también en el tiempo de los dinosauros, un suflé caliente. Y aquella idea se elevó hasta esta maravilla. Después mostrará el cofre o arcón donde los mantiene a -45 o -50 grados. Hay que convencerlo de que se deje filmar mientras los elabora y solo desvelar su contenido cuando ya no haya nada que proteger.

El comedor de El Racó d'en Binu.

El comedor de El Racó d'en Binu. / Anna Mas

Francesc pertenece a una estirpe de restauradores y hosteleros que se remonta a 1792, cuando su antepasado Nicolau Soler abrió una fonda. Hubo otros establecimientos en la familia, como el Hotel Soler, hasta ese Hotel Colón en cuyos bajos instalaron El Racó. El nombre, Colón, es importante: el padre, Josep, fue cocinero en el Hotel Colón de la plaza de Catalunya y él aprendió en el Hotel Colón de la Plaza de la Catedral.

"Siempre hemos seguido. 'Por pebrots'. Las hemos pasado negras, pero aquí estamos"

Fueron cinco años junto a Alexandre Domènech (en las paredes de El Racó hay menús de seda y dibujos que pertenecieron a Ignasi Domènech y que el hijo le regaló) y después fue a Jockey, a Madrid, y terminó en París, en la Tour d’Argent, donde numeran a los patos.

En 1990 dejó de tener las estrellas. Supo que le quitaban una y llamó para darse de baja: «No las perdimos. Nos fuimos. Le dije a los inspectores: ‘Las estrellas las dan ahora por el lujo y no por la comida». Ese «pronto», dice. «Yo soy así, tengo un pronto. Yo soy yo y se ha acabado. ¿Problemas? Enemigos y cosas de esas».

La fortaleza de continuar, el ser irredento: «Siempre hemos seguido. 'Por pebrots'. Si los números no salieran, habríamos cerrado. Las hemos pasado negras, muy mal, pero aquí estamos».

El suflé helado sigue en alto. Este vivo no necesita pésames.

Francesc pide una sola cosa: «¡A ver si nos sacamos de encima eso de que el restaurante está cerrado!».