Cuando mi padre era una criatura (años 20 o 30 del siglo pasado), oía decir que sobrepasar los 60 años era un hecho excepcional. Ahora, todo lo que no sea pasar, como mínimo, de los 90 no tiene nada de excepcional. Como sabemos, la medicina y los fármacos, principalmente, lo han hecho posible. Pero, tal y como van las cosas, la divergencia está en que, por un lado, las farmacéuticas no hacen más que vislumbrar la manera de ponernos al alcance más y mejores medicamentos, a los que nadie quiere renunciar. Mientras, por otra parte, parece que el Estado no podrá pagar las pensiones que conllevan el aumento de la esperanza de vida, y aún menos, podrá facilitar todo el acceso necesario a residencias de tercera (y cuarta) edad. Sería paradójicamente trágico dentro de pocos años ver a muchos abuelos malviviendo en la calle junto a su bolsa de medicamento. En nuestro reino de la improvisación cotidiana, esta vez alguien tendrá que pensar, anticipadamente y sin prejuicios de ninguna clase, en cómo solucionar esta grave y trascendental dicotomía que se avecina.
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