Entiendo perfectamente, y suscribo, la indignación de los profesionales de la educación con relación a la práctica supresión de la música como materia obligatoria en la educación primaria. Los países más avanzados invierten e insisten mucho en la importancia de la educación musical, especialmente en las etapas de mayor plasticidad neuronal, como es la preescolar. La razón no es caprichosa, sino científica, y obviarlo implica un gran desconocimiento de los avances actuales de la neurociencia.
La música y el lenguaje comparten áreas cerebrales de proceso, por lo que el aprendizaje y desarrollo de las capacidades lingüísticas pueden ser potenciados por la educación musical, según constatan diferentes estudios en universidades de prestigio. Pero la propia estructura temporal de la música también incide en otras áreas cerebrales relacionadas con el ritmo, como las motoras, que intervienen en la planificación y ejecución de nuestros movimientos corporales. Es curioso que cuando falla el ritmo interno que los gobierna, este puede estimularse y sincronizarse con un ritmo externo (sonoro o musical), siendo de gran ayuda en la neurorehabilitación motora.
Una educación temprana musical no debería tener el objetivo principal de formar virtuosos instrumentistas, sino de ofrecer una formación integral y como herramienta de estímulo para facilitar la implementación de otras habilidades (verbales, motoras, matemáticas...) que, sin duda alguna, serán de gran utilidad en el futuro currículo del estudiante.
La música no es un entretenimiento, es mucho más: cultura, emoción, matemática, juego, tiempo, belleza, recuerdo, terapia, ritmo... En épocas antiguas fue la base común de todas las enseñanzas y aquellos países que conservan esta idea obtienen evidentes resultados de un menor fracaso escolar. Dar la espalda a la ciencia no es la mejor manera de avanzar y conseguir la sociedad que todos nosotros
anhelamos.
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