Mientras los corruptos salen y entran de los juzgados o siguen en sus escaños y puestos de poder, estos días estamos asistiendo a un despliegue de solidaridad por parte de la población, de la buena gente, que sigue luchando para que este país levante cabeza, muchos de ellos incluso en situación de desempleo y precariedad. Los que ostentan el poder político y económico, los que han vendido el país y lo han abocado a la ruina, son quienes han de velar para que la sociedad no muera de hambre. Por el contrario, se dedican a rescatar a bancos y se adjudican sueldos y jubilaciones millonarias, a la par que recortan en derechos laborales y sociales. Desmantelan la sanidad y la educación, aniquilan la dependencia de nuestros enfermos y ancianos y, para colmo, redactan leyes en las que se amenaza a los que aún tienen fuerzas para indignarse ante sus canalladas y salir a la calle a protestar por una sociedad más justa. Es la sociedad -la gente que está en los hospitales como voluntarios, en los supermercados recogiendo alimentos, escribiendo libros solidarios o participando en maratones- la única esperanza; el vestigio de un pueblo que no se rinde a pesar de esta Administración que no cumple sus deberes y que no nos merece.
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