La tumba
secreta
de Copito

Era realmente blanco como un copo de nieve y, con tanto que se llegó a escribir sobre él, quedan aún historias en la penumbra, entre grises y negras, por contar. Como mínimo tres. Este es el primer capítulo de una serie de tres episodios que comienza, literalmente, con lo nunca visto, el sepulcro desconocido del que fuera el Rey del Zoo de Barcelona.

Del sepulcro en el que yacen los restos de Copito (sí, existe, y luego iremos a él) no sorprende solo su infinita humildad (dos cajas de plástico gris y un tonel azul de idéntico material), sino la ausencia absoluta de un epitafio, no ya uno como el de Alejandro el Grande, “una tumba ahora le basta a quien el mundo no le era suficiente”, sino incluso algo tan simple como unas iniciales, C. de N., o, más sencillo aún, un simple número de referencia. Todo eso tiene su razón de ser.

Pero lo primero es lo primero. El que fuera uno de los iconos más internacionales de Barcelona, un gorila albino nacido en la Guinea española en 1966, tiene tumba en la ciudad, no visitable, cierto, pero la tiene, de modo que, como ya se había apuntado en ocasiones anteriores en este diario, se confirma que todo aquel paripé que se organizó tras la indolora y humanitaria eutanasia que se le practicó en diciembre de 2003 y que supuestamente terminó en una incineración integral fue simplemente una cortina de humo.

La muerte de Copito (por recapitular un poco, primero) fue berlanguesca. Un cáncer había minado su salud a lo largo de 2003. Literalmente, le había consumido. En 2001, aunque ya anciano, era un macho dominante de 146 kilos de peso, entregado a su prole, pero en los siguientes dos años llegó a perder hasta 40 kilos de masa muscular. Tenía una herida abierta en el pectoral derecho que, con gran paciencia, se dejaba curar por los veterinarios del Zoo de Barcelona a través de la reja. Murió, con buen criterio, con una inyección letal.

El problema fue que, ante lo previsible del deceso, el ayuntamiento había organizado desde semanas antes una suerte de despedida anticipada que comportó el desfile de unas 10.000 personas por el hogar de Copito, sobre todo niños, y aquel proceso solo podía terminar, como era previsible y finalmente sucedió, en un desaconsejable paroxismo político.

A Copito se le trató en sus años mozos como un barcelonés más. Vivió en casa de Ramon Luera, un veterinario muy reputado en su momento, el doctor que por primera vez en España le sacó una muela a un gorila, toda una hazaña, porque los dentistas de fieras salvajes escasean, pero por lo que siempre se le recuerda es porque hasta se llevó a aquella cría albina de vacaciones a Mallorca. Deshumanizar a Copito y convencerle de que en realidad era un gorila fue una tarea que el Zoo de Barcelona solo consiguió tras años de esfuerzos, así que lo extraño fue que, llegada la hora de su muerte, se desandara aquel camino recorrido y desde los despachos municipales se propusiera para aquel animal un adiós con plañideras.

A los empleados del zoológico se les ordenó un mutismo absoluto sobre la eutanasia y, es más, como si fueran culpables de algo, se les ordenó salir por la puerta de atrás del parque, no fuera que alguien con micro les sonsacara unas declaraciones.

Propuestas exóticas las hubo. Testigos presenciales de lo que ocurrió en los despachos municipales aseguran que un concejal hasta propuso retornar sus restos a Guinea para darles sepultura, lo que sin duda habría dejado atónitos a los nativos y habría proporcionado, todo hay que reconocerlo, oro con el que engarzar auténticas joyas de la crónica periodística. Lo dicho, berlanguiano.

Se optó por una solución desde luego más económica. Se anunció como la más respetuosa de las opciones posibles la incineración de aquel personaje insólito para que, después, sus cenizas sirvieran de abono de un árbol que crecería frondoso en el Zoo de Barcelona y bajo cuya sombra se podría recordar siempre todo cuanto Copito hizo por la ciudad, que no era poco, como convertirla en un centro de referencia en el conocimiento de la cría de grandes simios.

El falso entierro de Copito el 25 de abril de 2004

El falso entierro de Copito el 25 de abril de 2004

Aquella ceremonia con pala, cenizas y una semilla fue solo movimiento de manos de prestidigitador que ocultó a la vista del público lo que con palabras a veces muy gruesas se discutía en privado, con los científicos a un lado de la mesa y los políticos en la contraria. Defendían los primeros que había que conservar los restos de aquel animal. Cedió la segunda parte, pero impuso una condición. Jamás serían exhibidos. Un documento con membrete oficial así lo establece.

Lo que aquel abracadabra político logró fue que pasara inadvertido que de Copito solo se incineraron en realidad sus carnes y algunos órganos, no todos, y, sobre todo, que su arquitectura principal, su esqueleto, terminaría por convertirse en la versión local y chica del mausoleo de Alejandro, a fecha de hoy, uno de los mayores interrogantes por resolver de la arqueología mundial.

En las dos primeras se reparte, cuidadosamente empaquetada, la osamenta.

Todo ello se almacena en lo que podría calificarse como unas catacumbas municipales, porque, efectivamente, está en un sótano. La dirección postal no la verán aquí impresa por la misma razón por la que las cajas se guardan sin identificar, no sea que algún coleccionista de lo excéntrico organice un ‘rififí’ a la barcelonesa para llevárselas como trofeo.

En el tonel se encuentra gran parte de la piel albina.

La cuestión es que, en lo que ya era la tercera tentativa en varios años y tras unas llamadas de teléfono que esta vez sí resultaron ser las adecuadas, ha sido posible, por fin, estar frente al humilde panteón de Copito.

Las cajas, por culpa de aquel documento firmado a principios del 2004, han permanecido cerradas, una lástima de entrada, con la ilusión que uno llevaba de maravillarse por unos instantes ante su costillar y, no digamos ya, ante su cráneo, más diminuto de lo que en principio cabría suponer. Pero, a la hora de la verdad, la visita ha proporcionado lo que podría definirse como una ‘Divino Augusto Experience’. En caso de haberlo solicitado, tal vez el fotógrafo podría haber retratado los restos de algún otro gorila almacenados en aquellos pasillos, pero esa alternativa era mejor desdeñarla. ¿Por qué? Por la ‘Divino Augusto Experience’. Les cuento.

En su siempre amena ‘Vida de los 12 césares’, Suetonio, cronista referencial, cuenta cuán común fue en tiempos de Roma viajar a Egipto para rendir tributo a Alejandro el Grande en su sepultura, entonces perfectamente localizada. De Calígula cuenta Suetonio que se llevó de la sepultura la coraza que en vida había vestido aquel gran conquistador y que en ocasiones se daba el gusto de lucirla, pero lo que viene al caso es lo que hizo Augusto, el primer emperador. Le sacaron féretro y la momia de la tumba y honró a Alejandro “imponiéndole una corona y derramando flores sobre él”. Al rey macedonio se le continuaba admirando tres siglos después de su temprana muerte. “Pero, cuando se le preguntó (a Augusto) si deseaba ver también el cadáver de Ptolomeo, (vecino de sepultura de Alejandro) contestó que él había querido ver a un rey, no a simples muertos”. Pues eso. O Copito o nada.

De Copito, en realidad, se conserva algo más que el esqueleto y la piel. El propio zoológico de la ciudad guarda en cámaras frigoríficas y bajo llave suero sanguíneo del gorila y en la Facultad de Veterinaria de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) atesoran unas lonchas de su masa encefálica.

No se conserva esperma de Copito, y no por falta de voluntad, pero es que a aquel gran simio se le exigió tal vez demasiado cuando era fértil. Durante un par de décadas se soñó con obtener una cría albina y fundar así un reinado de gorilas albinos en la ciudad. Ese empeño, por suerte, terminó por decaer con el paso de los años. Por suerte para la salud ética del zoo y, también para la sexual del propio gorila. En 1996 se le practicó la última electroeyaculación y la probeta quedó vacía.

Antes de concluir y prometer dos nuevas entregas de ‘copitología’ en estas páginas, una brevísima reflexión. En marzo de 1967, ‘National Geographic’ dedico la portada de su influyente revista al gorila blanco de Barcelona. Aquello fue un tsunami periodístico que recorrió el Atlántico de este a oeste.

Tanto es así que Jordi Sabater Pi, muchísimo más que el ‘descubridor’ de Copito, recibió de inmediato una llamada desde Montreal que, a punto de inaugurar su Exposición, le ofrecía una millonada por el gorila y un trabajo estable y casa para toda su familia en Canadá. Amablemente, respondió que no. Pero a lo que íbamos es que si ‘National Geographic’, pasados 55 años, quisiera llevar a su portada el cráneo de Copito, sencillamente no podría.

Ngumbi, la tercera bisnieta de Copito

Quedan ustedes invitados a los dos próximos capítulos, de pronta publicación. El primero, dedicado a Ramón González,el hombre que por 1.500 pesetas pudo llevarse a Copito como mascota. El segundo, a una víbora de Gabón que con su mordedura mortal alteró el curso de la historia de Barcelona. Lo pagó con su vida. Su cabeza se conserva en formol. Esta si ha sido posible fotografiarla.

Un reportaje de EL PERIÓDICO

Textos:
Carlos Cols
Fotos:
Elisenda Pons y archivo
Diseño:
Andrea Hermida-Carro y David Jiménez
Coordinación:
Rafa Julve y Ricard Gràcia