La serpiente que cambió la historia de Barcelona

Por Carles Cols

Las víboras de África occidental, como la de Gabón (‘Bitis gabonica’) o la rinoceronte (‘Bitis nasicornis’), son uno de aquellos sinsentidos de la evolución. Son serpiente huidizas, dicen que incluso bastante mansas, lentas en sus reptares, conformistas en su dieta, pues les basta con bocados menores, no tienen apenas enemigos, son casi tan dormilonas como una gato doméstico y, cuando están despiertas, muy gandulas, ya que en verdad solo serpentean con garbo cuando toca aparearse. Y, hete aquí lo sorprendente, su morfología no es, ¡glups!, de medias tintas. No hay serpiente en el mundo que tenga los colmillos más grandes que la víbora de Gabón. Son largos, de casi cinco centímetros, con forma de cimitarra, que no solo intimidan, matan. El veneno de esta víbora solo es menos letal que el de la cobra real. Su prima evolutiva, la víbora rinoceronte, es distinguible por los cuernos que tiene entre los ojos y la nariz, o sea, que además de envenenar intimida, y, sobre todo, es audible por el decibélico silbido que emite antes de atacar. Su mordedura es también terriblemente mortal. Y, como se dijo en el episodio anterior de esta trilogía sobre los claroscuros de Copito, una de esas víboras, con tan solo dos rápidisimos mordiscos, uno en la mano y otra en el cuello de su víctima, hizo que el rumbo de la historia de Barcelona virara unos grados.

Un ejemplar de ‘Bitis nasicornis’, la temible víbora rinoceronte.

Un ejemplar de ‘Bitis nasicornis’, la temible víbora rinoceronte.

Aquella serpiente, una ‘Bitis nasicornis’, pagó cara su osadía. Mató a una celebridad en Guinea, Luis Lassaletta, un personaje realmente novelesco, la versión oscura de John Wayne en ‘Hatari!' Luego leerán los motivos de esa definición. Con dos rápidos latigazos, aquella víbora mordió a Lassaletta. Estaba revisando un cargamento de animales salvajes que iba a ser embarcado rumbo a la península cuando se vio cara a cara con aquella ‘Bitis nasicornis’. Ella murió de un golpe de machete. Él, 20 minutos más tarde. La cabeza íntegra de aquella víbora se conserva en un tarro de formol en la sevillana Isla de la Cartuja, en lo que son las oficinas centrales de la Estación Biológica de Doñana. No es un trofeo de caza. Es un objeto de culto tan extraño como la pistola que mató a Lincoln, que se enseña en una vitrina en el Teatro Ford de Washington, donde murió asesinado aquel presidente de los Estados Unidos.

Cabeza en formol de la víbora que causó la muerte de Lassaletta, tal cual la conserva la Estación Biológica de Doñana.

Cabeza en formol de la víbora que causó la muerte de Lassaletta, tal cual la conserva la Estación Biológica de Doñana.

Luis Lassaletta era hijo de uno de los directivos de la mítica fábrica de automóviles Hispano Suiza de automoción, Manuel de Lassaletta, asesinado a las primeras de cambio durante la guerra civil. Luis sobrevivió mal que pudo a aquella guerra, porque pasó por una de las terribles checas de la retaguardia republicana, una experiencia de la que solo se repuso con una patológica aversión a los espacios cerrados. Guinea fue su medicina.

El cazador Luis Lassaleta posa junto a una de sus capturas

En esta trilogía sobre Copito de Nieve, aquel cazador, tanto de animales vivos (como el personaje central de ‘Hatari!’) como de abatidos de un balazo (para su posterior taxidermia) podrá parecer algo fuera de lugar, porque aquella víbora puso fin a su vida unos cinco años antes de que naciera el célebre gorila blanco, pero en realidad esa es la cuestión, aquella mordedura puso en marcha una cadena de acontecimientos que pusieron en mitad del escenario de esta obra a un personaje único en su especie, Jordi Sabater Pi, un barcelonés con una vida realmente novelesca y, sobre todo, un hombre con una curiosidad científica inagotable, eclipsada, muy a su pesar, por el blanco reluciente de aquel gorila que envió casi de tapadillo a Barcelona.

Lassaletta (más que nada, por ir por orden) formó parte de esa constelación de cazadores que por hache o por be se adentraron en las selvas guineanas en busca de fortuna desde finales del siglo XIX y hasta mediados del XX. La Primera Guerra Mundial, por ejemplo, propició la llegada de alemanes que huían del Kamerun colonial germano por la presión militar de franceses e ingleses en aquel extraño campo de batalla del África Occidental. Se afincaron en la Guinea española personajes que realmente parecían sacados de la imaginación de un literato, como Otto Krohnert, que tan lejos se sentía de las convenciones europeas que estuvo casado con nueve mujeres. Simultáneamente.

Lo que distinguió a Lassaletta, no obstante, no fue su fama de mujeriego (aunque parece que menos los claretianos, y no siempre, todo el mundo tenía allí su ‘mininga’, versión local de las concubinas), sino su inteligencia para convertir la captura de animales con destino a los zoos y circos de medio mundo, con cuantas bestias salvajes desearan, en una lucrosísima industria de exportación. Era un avispado negociante, pero no un hombre de oficina. Su despacho era la selva. De él se recuerda a menudo una frase de chocante nostalgia, que como poco invita a lamentar no haberle conocido en vida:

Exageraba en su empeño de defender que cualquier tiempo pasado fue mejor. La selva guineana no estaba hecha para almas de cántaro y él bien que lo sabía.

Se olvido Lassaletta, al decir aquello, de la víbora autóctona. Sabía de su brutal peligrosidad. Tras ser mordido por aquel ejemplar le ofrecieron llevarlo al hospital, pero (al menos eso cuentan) muy sereno desdeñó el ofrecimiento porque dijo que en menos de media hora estaría muerto, y así sucedió.

Desde la perspectiva de Copito (personaje al que está dedicada esta historia en tres capítulos) la muerte de Lassaletta fue, aunque de forma anticipada a su nacimiento y la balasera que acabó con el resto de su familia, un cruce de caminos. Tras su orfandad, su historia podía haber sido otra. Si Lassaletta aún hubiera estado vivo, por qué no, habría sido vendido al mejor postor. Quién sabe, tal vez Copito habría terminado por ser el segundo gorila más famoso de la historia de Nueva York. La muerte de Lassaletta, lo dicho, empujó al centro de la escena a alguien que, en muchos aspectos, era su más radical antítesis, Sabater Pi, un africano de adopción que (en opinión de quien escribe) tuvo una trayectoria vital infinitamente más rica en matices que la de aquel cazador.

Hijo de una familia que tenía una imprenta en la calle de Xuclà, Sabater Pi, con solo 17 años de edad, a punto estuvo en 1939 de no sobrevivir a lo que podría calificarse de su particular momento víbora, otro azar que podría haber cambiado el curso de los acontecimientos. Los últimos meses de la Guerra Civil los pasó destinado en el aeródromo de Maçanet de la Selva. Cuando la derrota republicana era ya incuestionable, con columnas de personas camino del exilio, él se puso su ropa de civil y, en compañía de un amigo, se dispuso a volver a casa, pero ¡ay!, tropezaron ambos con una división que comandaba el implacable Enrique Líster, que los puso en el paredón para que fueran fusilados de inmediato. “Alguien se acercó y le hizo notar que eran unos críos”, explica su hijo Oriol.

El caso es que, tras la guerra, como Lassaletta y tantos otros catalanes, puso rumbo a Guinea, convertida entonces en la colonia oficiosa, según se mire, de la metrópoli Barcelona. La fama de las chocolaterías de esta ciudad, merecida en la mayor parte de los casos, es fruto de aquella época. Allí se amasaron fortunas o, cuando menos, se vivió bien, muy bien, y todo ello, a pesar de que una línea invisible separaba a los blancos de los nativos, en un clima de una cierta laxitud colonial, nada que ver, pongamos por caso, con la barbarie que fue el Congo belga. “Yo iba a clase con niños guineanos”, recuerda con nostalgia Oriol.

Sabater Pi llegó a Guinea en 1940 para trabajar en una explotación de yuca y café, pero muy pronto comenzó a emerger la exquisita educación que había recibido en el Lycée Français y el Instituto Jaume Balmes de Barcelona. Voraz lector, comenzó a fascinarse por la cultura indígena fang, no por sus floclorismos, sino por música y sus expresiones artísticas. Aprendió su lengua, algo que solo hacían los curas con otros propósitos, y en una decisión que dejó estupefactos a sus amigos y conocidos, pidió el traslado a la región más alejada de la vida administrativa, a una finca olvidada e improductiva, de donde se puede contar una anécdota que le define a la perfección.

Había cerca de la finca un meteorito que los nativos adoraban como si fuera un santo. En lo que reparó Sabater Pi, y que para otro hubiera pasado inadvertido, es en que los tatuajes de los fang eran distintos en función de la aldea de la que procedían, así que, con su buena mano como dibujante, los censó con infinita paciencia.

Era un sagaz observador, autor, por ello, de trabajos de investigación que le proporcionaron una cierta fama internacional antes de que naciera Copito. El Museo de Ciencias Naturales de Nueva York le encomendó una investigación sobre las aves indicadoras de la miel (una especie sorprendente, que con un vuelo en picado indica a los fang dónde hay un panal, a cambio de una comisión pagada en miel) y fue célebre también su estudio sobre las ranas gigantes, sobrenombre que no es un exceso si se tiene en cuenta que pesan más de cuatro kilos.

Lo crucial es que, muerto Lassaletta, el Ayuntamiento de Barcelona adeudaba a sus herederos una importante suma de dinero por las últimas remesas de fieras que habían sido enviadas al zoológico de la ciudad y la manera de saldar aquellas facturas pasó por comprar las instalaciones que el cazador tenía en Ikunde para albergar sus capturas. Fue así como comenzaron a circular por las carreteras de Guineas ‘jeeps’ con el escudo de Barcelona estampado en la puerta, punta de lanza de ese puente aéreo literalmente bestial que unía África y Europa y que no hubiera sido lo mismo si no se hubiera puesto al frente de ello alguien como Sabater Pi.

Confiemos en que su hijo Oriol nos disculpe la comparación, pero Jordi Sabater Pi era el Rick Blaine de Guinea. Era perspicaz. Conocía la sutil línea que, en un lugar como aquel, separaba el trámite administrativo del favor bajo mano. Tan Rick Blaine era Sabater Pi que, cuando compró finalmente por 15.000 pesetas a Copito, lo hizo salir de Guinea como al Victor Laszlo de ‘Casablanca’, no con un salvoconducto de contrabando, pero sí ocultando la excepcionalidad del ejemplar. Aprovechó que el gobernador estaba ausente para embarcarlo rumbo a Barcelona. Para Barcelona, eso sí fue el inicio de una gran amistad.

Y hasta aquí esta serie en tres capítulos sobre lo nunca o poco contado sobre Copito de Nieve, una aventura que comenzó hace meses (he aquí la confesión de un fracaso) con el propósito de sostener sobre la palma de la mano, como Hamlet ante Yorick, lo que un día fue la cabeza de aquel gorila sin igual. ¿Frustración? Al contrario, ha sido una aventura llena de sorpresas, como el hallazgo por el camino de otros gorilas procedentes de las selvas de Guinea y cuyos restos han terminado en Barcelona. Pero eso es material para otra próxima crónica.

Un reportaje de EL PERIÓDICO

Textos:
Carles Cols
Diseño e ilustraciones:
Andrea Hermida-Carro
Coordinación:
Rafa Julve, Ricard Gràcia