El semáforo,
la penitencia del peatón

De las 12 definiciones que la Real Academia Española ofrece sobre la palabra ‘pasear’, ninguna contempla la opción de que consista en permanecer quieto, de pie, frente a un semáforo en rojo, asistiendo al paso de coches y motos con el mismo interés con el que en el prado las vacas ven pasar un tren.

Textos: Carles Cols
Imágenes: Manu Mitru

Sean bienvenidos a una crónica que tiene su origen en algo leído recientemente en ese océano de datos y opiniones que son las redes sociales. Un 20% del tiempo que un peatón camina por una ciudad lo pasa en realidad parado frente a un semáforo en rojo. Eso se aseguraba. Qué mejor, pues, que, cronómetro en mano, echar unas cuentas por las calles de Barcelona, rememorar en qué momento de la historia los viandantes fueron domesticados para obedecer unas luces de colores, vislumbrar cuál es el futuro por llegar en esta materia y, como propina, revelar la identidad de uno de los semáforos más ruines del centro de la ciudad, pero eso último será solo al final del texto.

El experimento, si así se le puede llamar sin faltarle el respeto al método científico, ha sido llevado a cabo en el paseo de Gràcia. Los resultados no serían muy distintos en otras muchas calles, es un ensayo extrapolable, pero la elección del trayecto, la ruta que separa la esquina noreste de plaza de Catalunya de los Jardinets de Gràcia, es más que lógico porque no es un trayecto al que llamen calle, avenida o ronda, sino que es, así se define, un paseo, el de Gràcia, todo un sarcasmo, como se verá.

Nunca el tiempo de paso que el semáforo concede al viandante es mayor que el que otorga al coche. Así se resume el siglo XX

A paso moderado, la distancia seleccionada se cubre en unos 20 minutos. No hay muchos motivos de distracción, salvo que uno sea un entusiasta de los escaparates de las grandes marcas de lujo, idénticas se vaya donde se vaya del mundo, de esas que ponen un forzudo vestido con traje en la puerta, se supone que para ahuyentar a los simples mirones. Cubierta la ruta seis veces, tres en un sentido, tres en otro, sin mirar escaparates, lo habitual es topar como mínimo tres veces con un semáforo en rojo, a veces recién encarnado, otras a media fase de pasar a verde. En el experimento, la suma de los tiempos de ‘no paseo’ representa, respecto al total, un porcentaje que oscila entre el 11% y el 19%. No iba desencaminada, por lo tanto, la idea apuntada en las redes sociales.

Es una ruta que cruza, como mínimo, cuatro calles de gran tráfico, Gran Via, Aragó, València y Diagonal. Los tiempos de programación semafórica son idénticos en todas ellas. 39 segundos para los peatones, 50 para los coches. El Eixample es una coreografía de movilidades que apenas admite solistas. Tanto es así que los tiempos semafóricos de Rosselló, Provença y Diputació, aunque levemente distintos, no están muy lejos de esos parámetros. 45 segundos para los peatones, 45 también para los coches. A primera vista, sorprende, pues Diputació y Provença, por ejemplo, son dos calles de tráfico bastante residual cuando atraviesan el paseo de Gràcia. No se premia al peatón con un ‘bonus time’. Secillamente, este se para y espera. Alguno pasa en rojo, cierto, ante lo absurdo de la situación, pero la ordenanza dice lo que dice y la mayoría respeta la orden.

Habrán leído estos días algunos de ustedes, o escuchado en boca de algún cuñado, que alguien tendría que dimitir por esos colosales atascos de utilitarios, berlinas, SUV’s y todoterrenos de alta gama que con motivo de las fiestas navideñas se han producido en algunas zonas comerciales de la ciudad. Se acusa a las autoridades municipales por cochefóbicas, como si ese fuera un fenómeno nuevo. Cuánta poca memoria. Es como aquel chiste de Mafalda en el que un anciano ve pasar a un joven melenudo y exclama que aquello es el acabose. Entonces, Mafalda le reconviene: “No exagere, solo es el continuose del empezose de ustedes”. Ir al centro de compras en coche es la piedra en la que se tropieza desde hace décadas por Navidad y, ahí viene la novedad, es, según las opiniones expresadas en por los barceloneses en las últimas encuestas, una ‘tradición’ que debería ya extinguirse.

Hay una minoría ruidosa, la del coche, y una mayoría de barceloneses, un 74%, que le quitaría espacio y privilegios

Datos. En el último Barómetro Municipal, publicado justo después de Sant Esteve, un 74% de los encuestados se mostraba a favor de quitar aún más espacio a los vehículos motorizados privados y un 76% reclamaba ampliar la superficie peatonal de la ciudad. No debería extrañar. Son cifras que casan con la realidad de la movilidad de Barcelona. Solo un 10,1% de los barceloneses usa el coche como medio de transporte habitual. Se sumergen cada día con sus vehículos en ese magma de más de medio millón de coches que cada día laborable entra en la ciudad procedente de otros municipios, y así, erróneamente, pueden pensar que son legión, que son una mayoría, nada silenciosa, por cierto. No es verdad. Los barceloneses que prioritariamente van a pie son porcentualmente más, un 13,2%, e incluso comienzan a tener un peso significativo los que van en bicicleta o patinete, un 9,3%, si se suman ambos grupos. Es con estas cifras en mente como hay que afrontar este trayecto a pie por el paseo de  Gràcia para sorprenderse por esa mansedumbre con la que se respeta el paso de los coches cuando el semáforo está en rojo.

Ha caído en el olvido, pero la popularización de los semáforos no estuvo en su día exenta de polémica. Eso sucedió en Estados Unidos, porque fue el primer país en el que el coche fue un artilugio común y al alcance de casi todos, gracias (o por culpa, según se mire) de Henry Ford. Su modelo más célebre, el Ford T, motorizó a la sociedad estadounidense hasta tal punto que una pareja de sociólogos, Robert y Helen Lynd, se llevaron una mayúscula sorpresa cuando en 1929 se atrevieron a radiografiar los hábitos cotidianos a sus compatriotas. Descubrieron que por aquel entonces había más hogares con coche que con ducha. En ocasiones se recuerda la explicación que dio una de las mujeres encuestadas por aquellos sociólogos: “A la ciudad no puedo ir en bañera”.

Aquella suerte de invasión alienígena de motores de combustión obligó a poner normas para regular el tráfico y hubo encendidos debates, sobre derechos fundamentales incluso, sobre si se podía impedir a las personas caminar tal y como lo habían hechos desde que Lucy se puso en pie hace más de tres millones de años. Quién salió derrotado en aquel debate ha resultado evidente durante los últimos 100 años, el siglo del automóvil, un tiempo en el que los conductores se han organizado en asociaciones tan militantes como la del rifle y, por el contrario, las de caminantes han sido pocas y casi inaudibles. Hasta ahora.

Al coche le ha salido estos últimos años, especialmente estos últimos meses, rivales capaces de torserle, de hablarles de tú a tú. Iniciativas como las de los ‘biciviernes’ escolares han sido toda una sorpresa en Barcelona, con notable eco internacional, además. En las redes sociales no hay mañana en la que, si se está atento, no aparezca algún vecino de la ciudad que haya retratado un motorista que circula por la acera o una furgoneta de reparto que bloquea un paso de cebra. En la trinchera contraria también hay voces,  como las de ese autodenominado portavoz de los motoristas, que cada cierto tiempo recuerda que en Barcelona hay más motocicletas que votantes de Ada Colau (tal vez sugiere que el próximo alcalde tendrá un manillar por cabeza y dos neumáticos por piernas) y también plataformas de gran poder mediático, como el RACC, cuyos informes se respetaban antaño como si hubieran sido dictados por una zarza ardiente y que de un tiempo a esta parte son desballestados  por sus detractores, como sucedió en diciembre, porque rechazaba la creación de ejes verdes en algunas calles de Barcelona con el argumento de que los atascos podrían crecer un 55%. No contemplaba la posibilidad de que parte de los conductores vencieran su alergia al transporte público.

La domesticación del peatón en EEUU llegó tras la popularización del coche que desencadenó Henry Ford. Pasear como se había hecho durante siglos tuvo un punto final

Cada día se libra en las redes sociales una batalla de acusaciones entre motoristas, ciclistas, transportistas..., y, de forma creciente, de quien simplemente va a pie

Consultado el arquitecto en jefe de Barcelona, Xavi Matilla, sobre las razones de esta escalada de tensión, recuerda que esta es una ciudad que durante décadas se ha ordenado de manera que en la cúspide de la cadena trófica de la movilidad siempre ha estado el vehículo particular, pero las exigencias medioambientales y, sobre todo, un cambio de mentalidad le están dando la vuelta como un calcetín a esa situación. Aporta un dato muy llamativo. Hace unos años se calculó que dentro de los 99 kilómetros cuadrados de superficie del término municipal había algo más de ocho millones de metros cuadrados de asfalto, o sea, dominios del coche. Desde 2015 y hasta 2023 (dos mandatos municipales completos) se habrán desasfaltado un millón de metros cuadrados, una cifra que suma un poco de todo, ‘superilles’, zonas de seguridad escolar, terrazas en las calzadas, ampliaciones de aceras…, todo eso sin tener en cuenta iniciativas intermitentes como Obrim carrers’, con las que actualmente se cierran al tráfico cada fin de semana Gran de Gràcia y el eje de Creu Coberta y la calle de Sants.

De ese proyecto, ‘Obrim carrers’, se subraya habitualmente que, pese a las reticencias iniciales, beneficia y mucho al comercio. Se pasa así de puntillas por otra de sus interesantes aportaciones y que se resume en uno de los estudios más curiosos de la llamada Iniciativa TUMI, un portal que recopila experiencias y sugiere soluciones cara a la refundación urbanística de las ciudades en cuestiones de movilidad. El estudio, en esencia, concluye que las personas que viven en calles de tráfico muy intenso tiene menos amigos e interacción social que las que habitan en vías con pocos vehículos.


@ciudadmoses, por fin una luz al final del túnel de Twitter

En mitad de ese incesante, creciente y a veces bronco debate (y antes de ir a revelar la identidad del semáforo ruin) merece la pena (es más, es un placer) destacar la existencia de una luz al final del túnel. Es un faro. Se hace llamar Robert Moses y tiene una cuenta sensacional en Twitter. El nombre lo toma prestado del verdadero Robert Moses, el todopoderoso cargo municipal que durante 44 años, entre 1924 y 1968, modeló Nueva York a su antojo, para lo bueno en ocasiones, pero sobre todo para lo malo. Era un hombre que idolatraba al coche, de ahí que, a modo de obituario, se le recordara en una ocasdión como ‘El hombre que construyó y destruyó Nueva York’.

Lo que esta reencarnación de Moses hace asiduamente es, con la ironía de un Chesterton de las redes sociales, retratar desnudas situaciones como la del punto partida de esta crónica, la domesticación del peatón. Desde el anonimato y tras haber vivido en varias ciudades (ahora, en Barcelona, a la que califica aún de hostil con el viandante), recurre a finísimos sarcasmos que invitan a reflexionar. “Aprovecho para recordar a los peatones que, al cruzar un paso de cebra, no olviden levantar la mano para agradecer a los conductores el haberles dejado ocupar momentáneamente su 80% de la calle”. “Desde su inicio, la industria del automóvil tuvo claro que los cambios no debían imponerse. Así, aceptó de buen grado que la gente prefiriese seguir llamando avenidas, plazas y calles a las nuevas carreteras, rotondas y aparcamientos”. “La regulación de los semáforos se hace siempre pensando en el bienestar de los mayores. Así, por cada semáforo que tengan que cruzar corriendo en verde, habrá otro en rojo donde podrán detenerse largo rato a descansar”.

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El semáforo más ruin

No hay mejor manera que esta, con esas reflexiones de @ciudadmoses, para revelar, ahora sí, que el semáforo de la calle de Mallorca, esquina con paseo de Gràcia, lado Llobregat, es un malnacido. Quince segundos tienen solamente los viandantes para cruzar de un lado a otro de la acera y, si se lo encuentran en rojo tienen que esperar un minuto y 20 segundos. La razón (que no la justificación) es que antes de dar paso a los vehículos que circulan por Mallorca se abre la veda para los que suben por el paseo de Gràcia y quieren girar a la izquierda. Ni siquiera bajan la ventanilla para recibir las muestras de agradecimiento de los peatones. Ver para creer. Aquí lo tienen.


Este reportaje se ha publicado en EL PERIÓDICO en enero de 2022

Textos: Carles Cols
Imágenes: Manu Mitru
Infografía: Francisco J. Moya
Coordinación: Rafa Julve