"Me ofrecieron
a Copito
por 1.500 pesetas"

Reinó Copito durante 36 años en el Zoo de Barcelona, pero eso fue por una sucesión de azares. Su vida pudo ser otra. Pudo ser una mascota, pudo ser una excentricidad casi circense…

Ramón González Díaz pudo ser, y no quiso, el padre de Copito de Nieve, sobrenombre que, como se sabe, persiguió de por vida a Jordi Sabater Pi, el primatólogo que compró, sanó y sacó de la Guinea española con destino a Barcelona aquella excentricidad de la naturaleza, un gorila de costa albino. González, hoy felizmente jubilado en Canarias, era en 1966 funcionario de la Dirección General de Plazas y Provincias Africanas, un empleo exótico, bien pagado y fuente habitual de situaciones inolvidables, como, por ejemplo, instruir a Teodoro Obiang como miembro de la Guardia Territorial, una suerte de Guardia Civil africana. “Nos salió rana”, reconoce pasado más de medio siglo. Pero más inolvidable para él es aquel día de otoño en que, con una caja en los brazos, se le acercó a pie por la playa un miembro de la etnia pamue, o fang, si se prefiere, el nombre con el que ahora es más conocida. “Ahí dentro estaba esa cría de gorila blanco. Me dijo que por 1.500 pesetas era mío, pero, con los 20 años que tenía yo entonces, qué iba a hacer con aquel ‘mono’”. La vida de Copito, esa es la cuestión, pudo ser otra y, por delegación, la de Barcelona también. Sean bienvenidos a esta segunda etapa de un viaje en tres capítulos para conocer las zonas aún en sombra de la vida Nfumu Ngi, primer nombre de aquel gorila antes de ser españolizado, una ruta que comenzó, recuerden, con una visita al panteón secreto en el que descansan los restos mortales de aquel animal que fue el extraño icono de la generación del ‘baby boom’.

Para los González, familia con raíces en Galicia, lo de Copito era hasta ahora solamente una anécdota que se contaba en las reuniones familiares, aquello que se explicaba del primo Ramón, nada que creyeran que mereciera la pena ser publicado. Pero en ocasiones hay crónicas, como esta, que nacen de una conversación informal durante uno de esos paréntesis laborales que se abren para reponer fuerzas con un café en la redacción. “Sabes, tengo un primo al que le ofrecieron comprar a Copito antes de que se lo ofertaran a Sabater Pi…”. Sabía Inma González de antemano que aquel anzuelo sería mordido. Así comenzó este viaje, con una conversación telefónica con Ramón, primero, pero, ya puestos, con el reto largamente pendiente, también, de ir en busca de los restos mortales de Copito, porque en contra de lo que se aseguró cuando murió, aquel célebre gorila no fue, ni mucho menos, íntegramente incinerado, como si del legendario rey Sardanápalo se tratara.

Ramón, aunque su salario entonces en Guinea era sustancioso, “un 340% más de lo que se ganaba en la península”, o sea, que el precio no era un obstáculo, le dijo que no a aquel nativo, que puede que fuera incluso Benito Manié, con el que terminó por negociar Sabater Pi días más tarde. “Yo entonces solo pensaba en trabajar y divertirme”. Había conseguido aquella plaza con mucho empeño, tras superar varios exámenes, un destino que nada tenía que ver con la gris España de la primera mitad del franquismo. Guinea era entonces un lugar en el que lo inimaginado aguardaba a menudo a la vuelta de la esquina, como almorzar sopa de trompa de elefante  –“¡puaj!, no merecía la pena, muy cartilaginosa, no se la recomiendo…”--, pero el hecho de que le ofrecieran un gorila blanco a él por el simple hecho de que era al primero que encontraron en la playa del campamento, más o menos a las 11 de la mañana”, invita a subrayar cuán azarosa y torcida puede ser en ocasiones la línea de la historia. Copito, pongamos por caso, pudo perfectamente haber pasado de unas manos a otras, distintas de las que conoció, y haber terminado, quién sabe, en un circo, como un Dumbo cualquiera, pero una serie de azares propiciaron que terminara finalmente en Barcelona.

El salario en Guinea era un 340% mayor que en la península, así que el precio de aquella rareza no era el obstáculo

“En realidad, se lo confieso, no le di mucha importancia entonces a que fuera blanco. Me fijé mucho más en lo desnutrido y delgado que estaba. El albinismo era frecuente en las tribus de la zona. En algún poblado había incluso varios albinos, así que no me sorprendió en exceso que el gorila fuera blanco, tengo que reconocerlo”. Tampoco le extrañó el ofrecimiento. El intercambio o la venta de animales y artesanías de ébano y marfil era algo cotidiano. “Algunos compañeros tenían un chimpancé como mascota, pero yo no soy mucho de animales de compañía. Tuve, mientras estuve destinado ahí, un loro, pero un día lo solté y ya no volvió”.

El álbum de fotos de Ramon González:

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El trueque de animales vivos, con todo, era solo una parte de aquel comercio a pie de calle. Luego estaba la transacción de ejemplares abatidos. “Nosotros teníamos nuestro propio cazador, que a veces llegaba con un mono como presa. Lo intercambiábamos con los guineanos pamue por, por ejemplo, un cordero, porque a ellos la carne de los monos les parecía deliciosa y nosotros preferíamos, cómo no, la buena mano en los fogones de nuestro cocinero, Góngora, Góngora Ntu, un tipo muy limpio en su quehacer y muy profesional en los guisos, aunque es cierto que en una ocasión le tuvimos que pedir que algunas técnicas de preparación del almuerzo dejara de emplearlas”.

A caballo de los años 50 y 60, pues esta es la época, el sacrificio de animales para su consumo podía ser incluso más cruel, que ya es decir, que la tradición de la matanza del cerdo. “Góngora le hacía un corte al pobre cordero para introducir un tubo entre la piel y la musculatura. Luego inyectaba aire para despellejarle. Todo eso, claro, con el animal vivo”. Se llamaría Góngora, pero todo aquello era muy poco poético. Dejó de hacerlo, pero esta ‘animalada’, incómoda de leer, hay que admitirlo, viene al caso porque enmarca la época y el lugar en que nació Copito. Guinea era un vergel de lianas y orquídeas, pero también un lugar inmisericorde.

Lo que siempre se ha contado y jamás se ha desmentido es que Copito perdió a su familia en una balasera. No fue abandonado por su madre por su anormalidad cromática. Los gorilas sencillamente eran considerados una plaga más de las plantaciones de plátanos, como un pulgón en la floricultura doméstica. Se organizaban batidas igual que hoy se dan permisos para cazar jabalís en Collserola. Se les mataba y punto. Podían terminar después en una cazuela. Eran un manjar apreciado en la gastronomía local.

Que aquel ejemplar tenía un valor especial, eso sí, era algo que saltaba literalmente a la vista, para quien lo recogió, pues supo que haría un buen negocio, e, incluso desde la más absoluta ignorancia, para quienes desde Barcelona supieron de su existencia. La anécdota la contó el propio Sabater Pi, padre de Copito, en más de una ocasión. Tras pagar las 15.000 pesetas por las que finalmente cerró la transacción, 10 veces más de lo que le habían pedido en un primer momento a Ramón González, Sabater Pi envió un cable (o como se llamara entonces al canal de comunicación con España) a los responsables políticos del Zoo de Barcelona. “Me respondieron que, ya puestos, mejor que trajera no solo un gorila blanco, sino que fuera dos o tres, que así se podría exhibir una familia completa albina y sería más vistoso”. ¡Qué tiempos!

Guinea era entonces una provincia de España. Por sus carreteras, la mayoría sin asfaltar, circulaban vehículos con matrículas idénticas a las peninsulares, salvo por las letras identificativas, por ejemplo FP, de Fernando Poo, y RM, de Río Muni. En 1966 era una provincia española, pero, cómo no, con esos exotismos con los que siempre se ha hecho más llevadera la vida lejos de la metrópoli. Los ingleses destinados en la India, por ejemplo, tuvieron la ocurrencia de añadirle a la tónica (casi prescrita en el trópico por su alto contenido de quinina, poderoso antipalúdico) un generoso chorro de ginebra y así nació el gintonic. En Guinea, la bebida preferida por la colonia europea era el salto, un cóctel de agua de soda, brandi español y agua de coco, servido con abundante hielo y dentro de la cáscara del mismo coco.

Los salarios eran altos, el servicio doméstico, barato, las costumbres, a pesar de la presencia de aquellos misioneros claretianos con sus trajes talares abotonados de cuello a pies, muy laxas, y el recuerdo de todo aquello, pasado más de medio siglo, algo imborrable en la memoria de quienes lo pudieron vivir. Tras cada día de lluvia, eso dicen, los amaneceres parecían los del jardín del edén. También era, sin embargo, un lugar inclemente, salvaje, no en ese sentido altanero que se le da a esa expresión desde el supuestamente mundo civilizado, sino salvaje por indomesticable, hasta el punto de que se puede afirmar que una sola serpiente, de la especie más temible de cuantas hay en África, con una simple mordedura cambió 1958 el curso de la historia de Barcelona.

De eso irá el tercer capítulo de esta serie, así que...

Un reportaje de EL PERIÓDICO

Textos:
Carlos Cols
Imágenes:
Fondo Jordi Sabater Pi/CRAI-UB, Alejandro Yofre, Ricard Cugat, Elisenda Pons, Andrés Cruz, Zoo de Barcelona
Diseño:
Andrea Hermida-Carro y David Jiménez
Coordinación:
Rafa Julve y Ricard Gràcia