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La Biblioteca de Catalunya tuvo (ya no, lástima) un infierno erótico

Tras rescatar del olvido al sardanista pornógrafo, el catedrático Jean-Louis Guereña censa la literatura procaz española anterior a 1936

Infern Biblioteca de Catalunya

Infern Biblioteca de Catalunya

Carles Cols

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Acaba de publicar el catedrático emérito francés Jean-Louis Guereña una versión corregida y muy aumentada de ‘Un infierno español’ (así se tituló en 2011 la primera versión del libro), que en esta ocasión lleva en portada otro nombre, ‘Eros de papel’ (Editorial Renacimiento). Es el más exhaustivo inventario y también, a veces, anecdotario de la toda la literatura e ilustración sicalíptica que se publicó en España durante el siglo XIX y hasta 1936. El papel aún huele a tinta y, por eso, qué mejor oportunidad que esta para ir en busca de lo que un día fue ‘El Infierno’ de la Biblioteca de Catalunya, un lugar cerrado bajo llave cuyos fondos solo podían consultar, con autorización por escrito, aquellos lectores que acreditaran “una sólida preparación intelectual y espiritual”. Ya ven, queda tanto por contar sobre esta ciudad…

La palabra infierno no es una licencia periodística. ‘L’Enfer’, en francés, es como la Bibliothèque Nationale de France se refiere a esa parte de su colección propia de (como se les llamó e mediados del siglo XIX para justificar su conservación) “libros muy malos, pero a veces preciosos para los bibliófilos y de gran valor monetario”. Entonces, los bibliotecarios franceses dijeron que aquel infierno de publicaciones impresas era el equivalente en celulosa de lo que el Museo Secreto de Nápoles, que atesora los hallazgos más perturbadores de Pompeya, es para las antigüedades.

Otros tres títulos infernales de la Biblioteca de Catalunya.

Otros tres títulos infernales de la Biblioteca de Catalunya. / Biblioteca de Catalunya

En Londres, que también tienen el buen sentido común de atesorar estas obras, a ese rincón bibliotecario lo llaman ‘Private Case’, y en la Biblioteca Nazionale Braidense de Milán son más explícitos y lo conocen como la ‘Riservata Erotica’. La fórmula que más gusta en el gremio de los bibliotecarios, sin embargo, parece ser la del Infierno, pues en París hasta decidieron en 2007, muy orgullosos de su patrimonio venéreo, organizar una colosal exposición en la que exhibieron cerca de 350 libros, grabados, fotografías y hasta alguna película muda de ese fondo. Solo por comparar, el infierno español que Guereña reseña en su libro, eso sí, repartido entre bibliotecas, coleccionistas privados y en ocasiones extraviado, 482 entradas.

El Infierno de la Biblioteca de Catalunya, explica Marga Losantos, que ejerce de guía en esta excursión en busca de aquel armario cerrado con llave, nació, cómo no, a raíz de la entrada de las tropas franquistas en Barcelona. Aquel primer semestre de 1939 se promulgaron por parte de las nuevas autoridades órdenes a veces claramente contradictorias, pero qué cabía esperar de aquel nuevo régimen nacional-católico. A los funcionarios de la Biblioteca de Catalunya se les ordenó en primer lugar dar por inválidos todos los carnets de lector expedidos entre julio de 1936 y febrero de 1939. No eran demasiados, 244. Peor lo pasaron los libros. Con el fin de “sanear la cultura” se dictaminó que había que apartar de la consulta pública los títulos “pornográficos, de literatura socialista, comunista, libertaria y, en general, disolventes”. Era un armario acristalado, quien sabe si para cumplir así los deseos de Tomás de Aquino, que agradecía que a los santos se les permitiera tener vistas sobre el infierno como premio a su beatitud.

El libro de registro de la Biblioteca de Catalunya de 1983, en el que aún puede leerse, de forma casi imperceptible, la anotación "infierno".

El libro de registro de la Biblioteca de Catalunya de 1983, en el que aún puede leerse, de forma casi imperceptible, la anotación "infierno". / Biblioteca de Catalunya

Aquello coincidió, feliz o infelizmente, con el traslado de la biblioteca, o sea, una mudanza en toda regla. Se trasladó a su actual sede, el precioso antiguo Hospital de la Santa Creu. Sobre cuáles fueron los libros políticos que fueron conducidos al averno de izquierdistas y libertarios no ha quedado apenas rastro, pero de los eróticos o directamente pornográficos, sí. En 1983, durante un repaso de los libros de registro se comprobó que había ejemplares que al lado de su número de referencia y nombre estaba anotada la palabra “infierno”. Eran los del armario, una estancia que durante décadas había sido conocida también entre los trabajadores como la “sala roja”.

(Solo por referenciar, lo dicho antes, que las autoridades franquistas tenían criterios bipolares en las medidas que impusieron en la ciudad a partir del 27 de enero de 1939, hay un detalle que no debería caer jamás en el olvido. La llamada Liga contra la Inmoralidad trabajó con ahínco durante las primeras semanas para poner fin a lo que consideraban el alma babilónica de esta ciudad, pero en abril de 1939, solo 17 días después del último parte de guerra firmado por Franco, se ordenó de tapadillo que volvieran a abrir sus puertas los prostíbulos de Barcelona, entre ellos incluso Madame Petit).

Retomando el hilo…, la pregunta lógica a estas alturas de la excursión por las entrañas de la Biblioteca de Catalunya es ¿qué diantres había en aquel infierno erótico?

Despuntaba por su calidad y cantidad, en primer lugar, la llamada ‘Biblioteca de López Barbadillo y sus amigos’, una colección de publicaciones traducidas y editadas por todo un erudito, Joaquín López Barbadillo (1875-1922), crítico de toros, reportero de prensa muy respetado en su tiempo, traductor de Baudelaire, amigo de Jacinto Benavente, Pío Baroja, Miguel de Unamuno, Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Ramón María del Valle-Inclán y, y, por lo que parece, un erotómano a la altura de lo que tiempo después sería Luis García Berlanga, personaje al que habrá que regresar después.

Tres portadas represemtativas de la obra que Sanxo Farrerons vendía como rosquillas.

Tres portadas represemtativas de la obra que Sanxo Farrerons vendía como rosquillas. / Jean-Louis Guereña

Había también una selecta muestra de las revistas y libros que durante los años 20 y (para desespero de Lluís Companys cuando ejercía de gobernador civil y por lo tanto perseguidor de la pornografía) durante la mitad de los 30 publicó en su imprenta Joan Sanxo Farrerons, un personaje al que el calificativo de polifacético le queda como un traje tres tallas pequeño. Promotor del naturismo, mánager de boxeo, traductor shakesperiano, fundador de una compañía teatral, impulsor de la sardana y, lo dicho, sobre todo, editor de una literatura solo para adultos, que tanto publicó con su propio nombre con dos seudónimos de mala leche, Víctor Ripalda y Laura Brunet. Ripalda era el apellidos del autor de un popularísimo catecismo católico y Bunet, el de una señora de la alta sociedad al que Farrerons, por lo que fuera, se la tenía jurada.

Sanxo Farrerons y López Barbadillo son dos ejemplos de lo que había en aquel infierno, pero según y como es más interesante lo que apunta Guereña en su libro, es decir, lo que no había por culpa de que España no es Francia, o lo es solo ocasionalmente si se trata de esta delicada cuestión bibliográfica.

En ninguna biblioteca española están todas o en su defecto una gran mayoría, de las 482 piezas referenciadas por Guereña en su libro. La Biblioteca Nacional de España atesora, es verdad, ejemplares casi únicos, como un original de ‘El arte de Venus seguido del arte de putear’, de Moratín. En este caso fue gracias a una donación. En otras ocasiones ha sido tras pasar la visa, como cuando se decidió a adquirir toda una joya en este género, 89 láminas lascivas de ‘Los borbones en pelota’, podría decirse que todo un clásico.

Una de las láminas de 'Los borbones en pelota' adquirida por la Biblioteca Nacional de España.

Una de las láminas de 'Los borbones en pelota' adquirida por la Biblioteca Nacional de España. / Biblioteca Nacional de España

Puede que no sea una prioridad de las bibliotecas españolas crear su propio infierno. No andan sobradas de presupuesto para adquisiciones. Pero no hay que menospreciar otro factor. Se trata por lo general de material que fue clandestino y que, poco o mucho, a veces continúa en la penumbra. En esa línea es deliciosa una de las anécdotas que cuenta Guereña. Le ocurrió a un librero barcelonés, del que prefiere no dar el nombre, que para su tienda de segunda mano compró varios tomos de una colección titulada ‘El año cristiano’, y cuál fue su sorpresa cuando descubrió que el interior de cada uno de los volúmenes había sido pacientemente vaciado para esconder en su interior, en conjunto, cientos de novelas pornográficas publicadas en el siglo XIX.

Cuando se producen esos hallazgos, las bibliotecas podrían pujar, pero la verdad es que alrededor del mundo hay una pléyade de coleccionistas con muchos más posibles. En 2016, por ejemplo, apareció en un mercadillo barcelonés de libros antiguos un ejemplar de ‘Diez años de una ‘muger’’, del que se sabe que Camilo José Cela tuvo uno en plena dictadura, ya que lo menciona muy detalladamente en su ‘Diario secreto’, y que otro formó parte de la colección particular de un bibliófilo barcelonés que podía presumir de una importantísima colección cervantista.

Otros tres títulos. solo aptos en su momento para personas con preparación "intelectual y espiritual".

Biblioteca de Catalunya

Lo que ocurre a menudo es eso, que se pierde el rastro. No obstante, que no se sepa en qué manos están solo implica que no son consultables, pero lo común es que estén bien preservados, entre las propiedades, por ejemplo, de personajes como fue el colombiano Julio Mario Santo Domingo Braga Jr., fallecido en 2009, pero hasta entonces un profundo amante de la literatura, dueño de manuscritos de Proust, Baudelaire y Rimbaud, coleccionista de piezas históricas del rock, también de pipas de opio antiguas y, en un momento de su vida, la última mano que se levantó en la sala de subasta de Christie’s para adquirir por 2,8 millones de dólares el infierno erótico particular de Gerard Nordmannn, uno de los más envidiables del mundo.

Un año después de la muerte de Domingo Braga en Nueva York, falleció en España (había quedado este detalle prometido antes) Luis García Berlanga, cineasta por encima de todo, pero también un coleccionista inagotable de publicaciones procaces, no necesariamente grabados ‘shunga’ de aquellos que en el siglo XIX, cuando desde Japón llegaron en barco a Europa, transformaron la historia de la pintura, sino a veces simplemente números y números de revistas como Playboy, Bondage, Bitch o Lui. No escondía en público Berlanga sus gustos, incluso presumía de ellos, pero su viciosilla colección, de más de 3.000 volúmenes, la tenía en un particular infierno doméstico al que se accedía a través de una escalera de caracol y cuya llave solo tenía él. Aquel infierno berlanguiano salió a la venta en enero de 2018 en la Sala de Subastas El Remate. Nadie pujó por ella.

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