El testimonio

El penúltimo soldado del Castillo de Montjuïc

Carles Baró hizo la mili en la instalación militar de 1957 a 1959, poco antes de que fuera cedida por Franco al Ayuntamiento de Barcelona

Recuerda las pruebas de tiro con uno de los cañones, que no lograban darle al objetivo: una boya en el mar

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A1-157461551.jpg / JOAN CORTADELLAS

Toni Sust

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Carles Baró, economista jubilado de 85 años, ha visto algo que quizá no muchos barceloneses hayan contemplado: un cañón del Castillo de Montjuïc disparando a un objetivo en el mar. Imaginarlo resulta espectacular, pero a tenor de lo que relata asistir al ensayo no fue para tanto.

El joven Baró decidió con 19 años apuntarse de voluntario para hacer el servicio militar en el castillo, en el Regimiento de Artillería de Costa número 7, entre 1957 y 1959. Fue uno de los últimos en cumplir con su obligación allí. Entre las anécdotas que recuerda figura la del tiro al blanco en el Mediterráneo: le tocó transportar un proyectil de 25 kilos hacia el arma: “Eran cañones Vickers que venían de un barco”. Entonces se hacían pruebas de tiro periódicamente desde el castillo: una vez al año. Se paralizaba el paso de barcos y se colocaba una boya como objetivo en el mar.

Baró posa en la parte inferior del interior de la instalación.

Baró posa en la parte inferior del interior de la instalación. / JOAN CORTADELLAS

Grietas en el castillo

En la prueba en la que participó se efectuaron dos disparos. No era un proceso puntero tecnológicamente. El anclaje del cañón no era el idóneo, y el castillo se agrietaba a cada disparo. Además, los cañones (“Aunque solo vi funcionar uno, no sé si los otros también podían disparar”, precisa) tenían un alcance máximo de 12 kilómetros, recuerda, cuando por aquel entonces había barcos que ya llegaban más de tres veces más lejos.

El caso es que el cañón disparó el proyectil y el entonces soldado recuerda verlo evolucionar a una velocidad bastante alejada de la de la luz: “No acertó el objetivo. El primer disparo se quedó corto”. El segundo intento también fracasó.

Prisión militar

Fue una de las escenas de la mili de Baró, que, al ser ser voluntario, duró 24 meses: la ordinaria duraba 18 meses. No es el último soldado del Castillo de Montjuïc, porque después de él todavía otros hicieron el servicio militar allí, pero no fueron muchos. Debe de ser el penúltimo. En 1960 el Gobierno cedió la instalación al ayuntamiento y cerró la prisión militar que albergaba.

“Fui voluntario porque vivía cerca, en la plaza Espanya”, cuenta en una mesa del bar que da al patio del castillo. Eso le permitió evitar destinos alejados y lograr con relativa rapidez un pase de pernocta. No tardó mucho en llegar a un horario asumible: a las ocho de la mañana tenía que estar en el castillo. Subía en su moto. Quedaba libre después de comer, y por las tardes ayudaba a su padre, un atletista y entrenador con su mismo nombre que hacía zapatillas deportivas a medida, tras comprobar como usuario que era difícil conseguir las adecuadas para correr.

Día de visita

Antes pasó un mes de instrucción durante el que pernoctó en el castillo, en el primer piso inferior, junto con un total de 70 voluntarios. “Apenas entrábamos en el castillo”, cuenta. Hacían vida en su exterior, con la excepción de los días en los que le tocó vigilar el patio durante las visitas a los presos. Se permitían cuatro días al año: Viernes Santo, el día de Corpus, la Mercè y Navidad, y la convivencia de los encarcelados con sus familiares se prolongaban 12 horas.

Los soldados debían controlar la situación sin armas. Les daban un pito para que alertaran si sucedía algo, pero lo único relevante que recuerda es que un día tras la visita no aparecía un preso. “Lo encontramos durmiendo en una sala”.

Baró en la azotea del castillo.

Baró, en la azotea del castillo. / JOAN CORTADELLAS

Los presos no tenían más de 35 años, y entre las visitas había familiares y niños. Pero también subía alguna prostituta y se toleraban coitos tapando con una manta alguna de las celdas con barrotes que permitían que los presos se vieran. Este sistema oficioso servía también para matrimonios, lo que sería un vis a vis pero con una privacidad discutible y más discreto que cuando llegaba una prostituta: “Llegué a ver una subasta, a ver quién pagaba más por estar con ella”.

Baró recuerda los calabozos en las habitaciones que rodean el patio, el mismo en el que, en el punto central, se encontraba la estatua ecuestre de Franco, luego traslada a un almacén y posteriormente decapitada, sin que esa cabeza haya aparecido todavía. Había, dice, un centenar de presos, de no más de 35 años. “Uno era un brigada al que pillaron vendiendo un cañón como chatarra”. “No, no recuerdo que hubiera duchas”, afirma. Ni para los presos ni para los soldados.

Las cuentas del castillo

Desde la azotea del castillo la vista del mar es espléndida. Allí Baró observa los cañones que están debajo y explica cómo había que calcular la parábola del proyectil para intentar acertar a un enemigo de que de hecho nunca amenazó la ciudad. Como constatan el economista jubilado y la historia, el objetivo del castillo no era tanto vigilar a quién llegara por mar sino controlar a los que estaban en el otro lado, en la ciudad, y bombardearlos esporádicamente. Hasta tres veces sirvió Montjuïc de base para bombardear a los barceloneses: en 1842, 1843 y 1856.

Como estudiante de económicas, Baró fue encargado de llevar las cuentas. Controlar pagos. Y cuando se acercó el fin de su mili, tuvo que formar a su sustituto. Dice que durante un tiempo se siguió reuniendo con algunos compañeros, pero hace mucho que no ve a ninguno.

La mayor parte de su vida allí la hizo en lo que ahora son los Jardines de Joan Brossa. No se hablaba del pasado del castillo ni mucho menos de su preso más ilustre, allí fusilado, Lluís Companys. En las celdas que están en la parte inferior, que Baró no recuerda haber visto en su paso por el castillo, se alojaron a su pesar presos comunes, o mejor políticos. Es decir, no eran soldados: eran anarquistas, sindicalistas, revolucionaros. Allí fueron encerrados, o torturados, o ejecutados, o todo lo anterior. Algunos dejaron pintadas que hoy llaman la atención de los visitantes.

Una guía explica en inglés las pintadas que se pueden ver en ellas a un grupo de turistas mientras Baró pasea por el espacio guiado por su director intentando reconocer espacios en los que vivió su servicio militar. No es algo que le cueste, su hija, que le acompaña, explica que los médicos estudian su caso por lo bien que conserva la memoria. No es algo que puedan decir en el castillo: los militares se fueron sin dejar muchos datos y no resulta posible saber cuándo se disparó por última vez el cañón. Es decir, cuando, presumiblemente, volvió a fallar su objetivo por última vez.

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