Arqueología comercial

Vinçon, Barcelona antes de Inditex

¿Es el 96 del paseo de Gràcia un pozo de corrientes telúricas como las que buscaban los protagonistas de 'El péndulo de Foucault' en la novela de Umberto Eco? ¿Se ha secado?

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A1-154100123.jpg / Laura Guerrero

Carles Cols

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Aunque no pasa por ser la más imprescindible de las novelas de Umberto Eco, ‘El péndulo de Foucault’ es siempre una lectura recomendable porque desde el 1988 en que fue escrita anticipa muchas de las estupideces con las hoy se convive con incomprensible mansedumbre. Algunas hasta abren a veces los noticiarios de la tele. La trama, por si gustan, es una muy seria rechifla de los esoterismos, conspiranoias y otras teorías insostenibles que los tres protagonistas, Casaubon, Belbo y Diotallevi, exploran con gran pasión, entre otras, que hay unas corrientes telúricas en la Tierra y que el conocimiento de donde confluyen le proporcionaría a su descubridor un poder infinito. Las pirámides y las catedrales se levantan en algunos de esos pozos telúricos, dicen ellos, y, por lo que a continuación se contará, puede que en el número 96 del paseo de Gràcia de Barcelona haya también una de esas intersecciones de fuerzas subterráneas. ¿Por qué? Veamos...

Tras los cinco días de excursión por las ruinas comerciales de Barcelona, todos ellos contados en episodios anteriores (la farmacia Vilardell, reciclada en un banco cazador de recompensas, la antigua Filatelia Monge, maltratada para nada…), era casi una obligación hacer una parada, la final, en lo que durante 86 años fue la sede de Vinçon. Paseo de Gràcia, 96. Una tienda inolvidable, cierto, pero…¿qué tiene de telúrico aquel lugar? Que no solo fue el hogar de Vinçon. Repasemos.

La placa de Vinçon, sin que haya mediado la mano de la fotógrafa, con una muy simbólica hoja muerta.

La placa de Vinçon, sin que haya mediado la mano de la fotógrafa, con una muy simbólica hoja muerta. / Laura Guerrero

Una lápida recuerda en el suelo que ahí estaba, efectivamente, aquella tienda irrepetible. Hay otra en la pared que subraya que aquello fue la residencia de Ramon Casas, artista de una desinhibición pictórica que nunca será suficientemente elogiada.

La tercera, esta de mármol y al otro lado de la puerta, es un homenaje que los socios de la cachonda asociación L’Arca de Noé le dedicaron a uno de sus fundadores, Santiago Rusiñol, en el cincuentenario de su muerte, porque allí residió también aquel polifacético artista.

Los bajos del 96 del paseo de Gràcia, con dos de las placas conmemorativas, a Casas y Rusiñol, a ambos lados del portal.

Los bajos del 96 del paseo de Gràcia, con dos de las placas conmemorativas, a Casas y Rusiñol, a ambos lados del portal. / Laura Guerrero

La cuarta y última placa, también rusiñoliana, está en el balcón del primer piso, lleva la firma de la Sociedad General de Autores y recoge los versos que Rubén Darío dedicó “al buen catalán que hace a la luz sumisa”, o sea, lo dicho, a su amigo Rusiñol, otro que tal, porque si Casas era capaz de dedicarle un cuadro a una ejecución con garrote vil o a una carga policial contra unos huelguistas, este, en su faceta de pintor, era capaz de encontrar belleza en la ingesta de morfina, que personalmente consumió con delectación, y convertir esa adicción en una obra de arte.

'La morfina', de Santiago Rusiñol.

'La morfina', de Santiago Rusiñol. / Museu Cau Ferrat

Cuatro placas en un mismo lugar. Puede que sea una plusmarca sin rival en esta ciudad. El plus, porque, ya puestos, lo hay, es que desde el patio interior del número 96 del paseo de Gràcia se tienen además unas estupendas vistas del culo de la Casa Milà, la Pedrera, edificio que no sale en las aventuras de Casaubon, Belbo y Diotallevi a lo largo de las páginas de ‘El péndulo de Foucault’, pero que Eco habría hecho bien en concederle un capítulo, porque su arquitectura parece casi una fuerza que brota de las entrañas de la Tierra.

'El garrote vil', un cuadro que demuestra que Ramon Casas, residente del 96 del paseo de Gràcia, se atrevía con todo.

'El garrote vil', un cuadro que demuestra que Ramon Casas, residente del 96 del paseo de Gràcia, se atrevía con todo. / Centro de Arte Reina Sofía

De Vinçon, la última ‘personalidad’ que residió en aquella dirección postal, se han escrito desde su adiós varias emocionadas elegías. La última ocasión fue el pasado abril, porque se publicó entonces la biografía de la tienda, un libro estupendo, a la altura de lo que aquel establecimiento fue para los barceloneses, un lugar al que incluso se entraba para callejear por sus pasillos. Era un lugar magnético, y esa definición casi que obliga a sumergirse en el capítulo 82 de la novela de Eco. Cuenta Casaubon a sus colegas que la Tierra es un gran magneto, con corrientes que se mueve como el pelo en una cabeza, pero que tiene que haber un punto donde se forma un remolino de aquellos con los que no hay peine que valga. Ese lugar en la Tierra, el Umbilicus Telluris, es el que se propone encontrar.

--Todo perfecto, decía Diotavelli, pero, una vez que sabes cómo dirigir las corrientes telúricas, ¿qué hacemos? ¿Rosquillas?

Le responde Casaubon que no sea merluzo, que quien domine ese ombligo telúrico del planeta tendrá en sus manos un poder que convertirá la bomba atómica en una minucia. El libro, lo dicho, ahí está, para leerlo, que no es ‘El nombre de la rosa’, pero es un muy entretenido novelón. La cuestión es que esa pregunta, ¿rosquillas?, es como si se hubiera hecho realidad en el 96 del paseo de Gràcia, donde tras Vinçon vino la insaciable Inditex, empresa que, como un Fantômas, a través del disfraz de sus diversas marcas (Zara, Pull & Bear, Bershka, Oysho, Stradivarius…) ha convertido medio paseo de Gràcia en un trust comercial. Donde habitaron Casas, Rusiñol y Vinçon reside hoy una tienda de Massimo Dutti. Rosquillas.

En realidad, lo sucedido no es nada sin precedentes en esa calle, que si de ella se habla en términos de arteria lo sería de sangre azul. Si hubiera conservado la belleza que tenía a principios del siglo XX, cuando cada bajo comercial era una obra de arte, hasta Vinçon hubiera pasado medianamente inadvertido. La historiadora del arte Raquel Lacuesta y el periodista Xavier González Torán publicaron en 2014 su segunda inmersión en el modernismo perdido de Barcelona. La primera apnea la llevaron a cabo en Ciutat Vella. La segunda, en el Eixample, y es en ese segundo repaso al patrimonio desaparecido en la que el paseo de Gràcia causa pavor y, a la par, incomprensión. Se supone que uno de los alicientes de los turistas para visitar Barcelona, por encima del clima y la gastronomía, es su arquitectura. Eso dicen las encuestas de Turisme de Barcelona, esa sociedad que, visto como alcanza los objetivos que se propone, le podría dar lecciones a la mismísima Spectre. La paradoja es que parece haber una correlación matemática, una suerte de ecuación aún no descifrada, por la que a medida que aumenta la curva del volumen de turistas decrece el patrimonio arquitectónico de la ciudad.

Colas frente a la tienda de Louis Vuitton y, en primer plano, una clienta que se retrata con sus compras.

Colas frente a la tienda de Louis Vuitton y, en primer plano, una clienta que se retrata con sus compras. / Laura Guerrero

En el número 18 del paseo de Gràcia, donde hoy se venden relojes de lujo, estuvo a principios del siglo XX el Café Torino, en palabras de Lacuesta y González Torán, “una obra coral de los más prestigiosos arquitectos, diseñadores y artistas del momento", entre ellos Ricard de Capmany, Josep Puig i Cadafalch, Pere Falqués e incluso Antoni Gaudí, una ‘joint venture’ tal vez sin igual. Aquel establecimiento, del que afortunadamente quedan muchas y buenas fotografías, murió mucho antes de que el turismo descubriera Barcelona, pero la cuestión es que probablemente tampoco habría sobrevivido con su presencia.

Café Torino, en la esquina del paseo de Gràcia con la Gran Via, en 1902.

Café Torino, en la esquina del paseo de Gràcia con la Gran Via, en 1902. /

Resumen y final de serie. Puede que el 96 del paseo de Gràcia sea un punto de corrientes telúricas, aunque ahora realmente no lo parezca. Puede que lo sea todo el paseo de Gràcia, porque como mínimo de enigmático se puede calificar lo que este verano está ocurriendo frente a algunos establecimientos de esa calle, como Louis Vuitton, donde los turistas hacen cola bajo el sol para comprar productos carísimos que sin duda los hay en sus lugares de origen. Hay quien eso lo lee como una señal de que esta ciudad, tras el paréntesis de la pandemia, vuelve a ser la que era antes de covid, signifique eso lo que signifique. Es algo incomprensible que, a su manera, recuerda una anécdota que se contaba, parece, en el siglo XVIII. Se refería a un náufrago que tras semanas a la deriva en alta mar llega por fin a tierra y lo primero que ve es una horca: “Gracias a Dios, por fin estoy en un lugar civilizado”.

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