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Núria Aguadé, la fotógrafa espiritista

Equipada con una cámara ‘ouija’, esta barcelonesa retrata como nadie a los ‘lindyhoppers’, gentes que bailan de envidia, poseídos, aunque no lo saben, por el espectro de Frankie Manning

Nuria Aguade Huelamo

Nuria Aguade Huelamo / Núria Aguadé

Carles Cols

Carles Cols

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Los han visto. En plazas, al lado de la playa cuando el tiempo acompaña, en la Sala Apolo y, si tuvieron esa fortuna, en una deslumbrante fiesta que se celebró en La Paloma, fenomenal sala de baile transportada aquel día al Harlem de los años 30. La fotógrafa Núria Aguadé les ha retratado unas 3.700 veces y, tras una primera criba de la que salieron 400 imágenes, ha seleccionado 48 para publicar su primer libro, ‘El salt d’en Lindy’ (luego se lo traduzco en lo más preciso de su sentido), un proyecto que encara ahora la recta final de un ‘verkami’ para hacerlo posible. Según ella solo es un libro sobre el ‘lindy hop’, una forma de baile que se extinguió tras la Segunda Guerra Mundial y que fue milagrosamente resucitada en los años 80 como si fuera un mamut. En realidad, y ella no lo sabe, es un libro de espiritismo. Miren bien las fotos. Están poseídos.

Esta fantasmagoría periodística requiere primero viajar al Nueva York de 1935. De aquella época se rememora a menudo la leyenda del Cotton Club, pero en verdad “el salón de baile más hermoso del mundo” (así se le conocía entonces) era el Savoy Ballroom de Harlem. El primero no tenía ni punto de comparación con el segundo porque en el Savoy literalmente no había color. Blancos y negros compartían pista, no como en Cotton. No había allí la segregación racial profunda de los Estados Unidos de entonces e, incluso, de muchos años posteriores. Hay una olvidada anécdota que una vez recordó Frankie Manning , el padre del ‘lindy hop’ (luego regresaremos a él), que ilustra a la perfección cuán poco importaba el color de la piel en el aquel establecimiento. “Oye, Frankie, dicen que hoy ha venido Clark Gable”, le dijeron una noche. Su respuesta lo dice todo. “¿Sabe bailar?”. Eso era lo único que importaba. Y por si quieren una respuesta a esa pregunta, pse pse. Cuatro años después de aquella anécdota, Gable protagonizó ‘La delicia de los idiotas’, en la que danzaba un clásico, ‘Puttin On The Ritz’. Digamos, por zanjar la cuestión, que lo hacía tan tieso como Peter Boyle en el papel de monstruo en ‘El jovencito Frankenstein’, cuando se presenta en público con chistera y bastón.

El Savoy Ballroom era célebre por su gran ambiente y, sobre todo, por sus duelos de orquestas, la de Benny Goodman contra la de Duke Ellington, por ejemplo, y ello, además, con una coreografía de escenarios retráctiles que permitían que no parara nunca la música. Tocaban también allí las bandas de Jimmy Lunceford y la de Count Basie, pero la que viene al caso para esta sesión de espiritismo es la de Chick Web, el prodigioso batería que guio los primeros pasos de Ella Fitzgerald sobre una escenario.

El 'lindy hop' es el baile, sí, y su público.

El 'lindy hop' es el baile, sí, y su público. / Núria Aguadé

Lo dicho. Es 1935. Al Savoy Ballroom se iba, más que a escuchar la música, a bailarla, e igual que competían las orquestas, lo hacían las parejas en una de las zonas de la inmenso parqué, el Kat’s Corner. La pareja estrella a la que nadie parecía capaz de toserle era la formada por Shorty George y Big Bea, sus nombres artísticos. Antes de que Frieda Washington y Frankie Manning salieran a escena, todo parecía ya decidido, iban a ganar los de siempre, pero la orquesta de Chick Web comenzó a tocar de ‘Down south camp meeting’ con su estupenda letra, “’Saints and sinners, come on, come all’” y sucedió lo que sucedió. Manning, un tipo que de día pelaba patatas en la cocina de un barco que navegaba por el río Hudson y que solo tenía dos trajes en el armario para ir elegante al Savoy , le susurró a su pareja que estuviera preparada para el paso sorpresa. Se pusieron espalda contra espalda, el se agachó y ella rodó por encima de él, y tan pronto como sus pies tocaron el suelo siguieron bailando con deliciosa gracia. Las casi 2.000 personas que solían presenciar aquellos duelos supieron de inmediato que habían asistido al comienzo de algo muy grande. Imaginen el boca oreja los días posteriores en Harlem. 2.000 testigos de aquello.

Orquesta y baile, una fiesta de 'lindy hop' en el Teatre l'Aliança de Poblenou.

Orquesta y baile, una fiesta de 'lindy hop' en el Teatre l'Aliança de Poblenou. / Núria Aguadé

La cosa es que tras la acrobacia (y la victoria) le preguntaron a Manning qué era aquella feliz locura. Era 1935. Charles Lindbergh era aún el gran ídolo americano por su proeza de 1927, cruzar el Atlántico de oeste a este en una avioneta de madera, poco acero y mucha tela, un héroe, además, trágico, víctima por su fama del brutal secuestro y asesinato de su hijo de 22 meses. A partir de 1939, su estrella colapsaría por su defensa de Adolf Hitler, pero en 1935 todos los parabienes eran pocos, así que a Manning se le ocurrió decir que era un homenaje a Lindy, el sobrenombre cariñoso de Lindbergh.

El clarinetista Juli Aymy, transportado por el público.

El clarinetista Juli Aymy, transportado por el público. / Núria Aguadé

“El negro está en ascenso”, proclamó en aquella época el crítico y escritor Carl Van Vechten, quien, aunque blanco, hizo tanto para que aquella cultura emergente de los cabarets de Harlem llegara al gran público. A su manera, creo el caldo de cultivo para que Manning, quién se lo iba a decir, fuera llamado para coreografiar escenas del recién nacido ‘lindy hop’ en la gran pantalla y también de algunos de sus 'dialectos' más indescifrables, como el ‘jitteburg’. Recientemente (no se los pierdan) han sido coloreados fragmentos de algunas de aquellas escenas, como la de ‘Un día en las carreras', de los Hermanos Marx, y la mítica de ‘Hellzapoppin’,  de los cómicos Olsen and Johnson. Su revisionado es sencillamente hipnótico.

Pero llegó la Segunda Guerra Mundial y todo se fue al traste. Los antiguos salones de baile y sus grandes orquestas pasaron a ser insostenibles económicamente. El rocanrol tomó el relevo. Manning se hizo cartero. Durante 30 años. El recuerdo de su prodigioso baile cayó en el olvido como si fuera Walt, el protagonista de ‘Mr. Vértigo’, de Paul Auster, que durante un tiempo llenó teatros por su capacidad de volar y que pasado el tiempo nadie sabía quién era.

No fue hasta los años 80 en que Manning recibió una inesperada llamada desde la península escandinava. “¿Es usted Frankie Manning, el bailarín?”. “No, soy Manning, el cartero”. En una suerte de arqueología danzante, a los vecinos de Herräng, un pueblecito sueco de menos de 500 habitantes les dio por resucitar el ‘lindy hop’, algo que en Estados Unidos, poco o mucho también estaba ocurriendo de forma simultánea. Primero quiso sacarles la idea de la cabeza. Al final, dio su brazo a torcer. El espíritu ‘lindy’ había sido liberado y tomaba posesión de cada vez más almas. A Barcelona llegó en 1997 de la mano de Lluis Vila, al que hay que darle las gracias, porque convenció a una pareja californiana provisionalmente afincada en Toulouse para que viajaran a Barcelona y revelaran el principal secreto de esta forma de baile, el ‘bouncing’, algo así como acortar los amortiguadores del chasis humano para que el centro de gravedad esté más bajo. Tras eso, dicen, todo es más fácil.

Dos bailarines, claramente 'poseídos', casi con la sonrisa que siempre caracterizó a Frankie Manning.

Dos bailarines, claramente 'poseídos', casi con la sonrisa que siempre caracterizó a Frankie Manning. / Núria Aguadé

Sin aquel viaje que llevó a Rob y Diane de Toulouse a Barcelona, el emocionante libro de Aguadé no habría sido posible. Por si gustan y el ‘verkami’ llega a su cima, anímense, lo presentarán el 18 de junio, a las siete y media de la tarde, en el número 70 de la calle de Torrijos, Gràcia. Habrá baile.

Posdata. Frankie Manning, nacido en mayo de 1914, falleció en abril de 2009 hecho de nuevo una celebridad tras 30 años de cartero. A menudo se recuerda, cosas de las redes sociales, el funeral que los Monty Python le organizaron al primero de sus miembros que dejó este mundo, Graham Chapman. Además de por el gracioso discurso de John Cleese, aquel sepelio es conocido porque los asistentes cantaron entre risas y emocionados el tema final de ‘La vida de Brian’. No estuvo nada mal, cierto, pero el funeral de Manning fue más allá. Sus allegados y amigos convirtieron el velatorio en un salón de baile, con el féretro de su ser querido en mitad de la pista y con la tapa abierta. Un gran adiós.

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