Una expo imprescindible

'Naufragios', la arqueología más novelesca, emerge en Montjuïc

El Museu d'Arqueologia de Catalunya deslumbra con un emocionante viaje a los pecios que ha engullido el Mediterráneo a lo largo de los siglos

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expo / Joan Cortadellas

Carles Cols

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El Museu d’Arqueologia de Catalunya (MAC) toca fondo y decir eso, aunque solo sea esta vez, es el mayor de los elogios. A los naufragios ha decidido el MAC dedicar su nueva exposición monográfica, esa estrategia que la dirección de este centro cultural puso en marcha hace tres años, la primera vez con una inmersión en las inquietudes de los artistas de la prehistoria, la segunda, con un viaje en el tiempo al amanecer y el ocaso de los iberos y, esta tercera vez, o sea, ahora y hasta julio de 2023, con una colección de los más emocionantes tesoros rescatados de las aguas del Mediterráneo más cercano, objetos casi de novela, en algunos casos jamás exhibidos, monedas de oro de Catalina la Grande con las que la Armada inglesa pagaba a sus mercenarios rusos en las guerras peninsulares contra el francés; una botella intacta de fondillón del siglo XVIII, el vino dulce con el que Shakespeare (eso dicen) encontraba la inspiración; cerámicas de Narbona de tiempos del emperador Vespasiano; por supuesto las ánforas de Cala Cativa, donde nació la arqueología submarina en Catalunya; y, en un clímax fantástico, una pantufla de plomo, que de tan rara que es merece, cómo no, tres puntos y aparte...

Así es. En 1813, la wellingtoniana Armada inglesa sufrió una catastrófica jornada de navegación en aguas del delta del Ebro. Un total de 18 barcos quedaron varados en la arena, de los cuales cinco no pudieron ser rescatados. Iban rumbo a Tarragona para cortar las cadenas de suministro del Ejército francés, pero la misión fue un monumental fracaso. Una de aquellas embarcaciones, el Magnum Bonum, fue casualmente hallada por un pescador en el 2008 y entró entonces en acción el Centre d’Arqueologia Subaquàtica de Catalunya (al que el MAC rinde homenaje en la expo, ahora que cumple 30 años de existencia) para, como si fueran Howard Carter al asomar el bigote a la tumba de Tutankamón, ver “cosas maravillosas a través del cristal de la máscara de submarinismo.

Monedas de oro acuñadas durante el reinado de Catalina la Grande, tal vez empleadas para pagar a la tripulación rusa de la Armada inglesa o, quién sabe, fruto a lo mejor de un pillaje.

Monedas de oro acuñadas durante el reinado de Catalina la Grande, tal vez empleadas para pagar a la tripulación rusa de la Armada inglesa o, quién sabe, fruto a lo mejor de un pillaje. / JOAN CORTADELLAS

Ahí estaban las 62 monedas rusas, el citado vino dulce, que igual servía para inspirar a Shakespeare como para que Luis XIV mojara sus galletas preferidas, munición variada, vajilla de los oficiales y, lo dicho, una zapatilla con el talón de plomo, de la que se ha deducido que era del encargado de la santabárbara del buque. La lámina de plomo cubría los clavos de hierro del tacón y se evitaba así que con un mal paso saltara una chispa en mitad de aquella estancia en la que se almacenaba la pólvora y, con ello, lo hiciera por los aires toda la embarcación.

Una botella de fondillón alicantino embotellado en 1813 que iba a bordo del Magnum Bonum inglés que naufragó en aguas del delta del Ebro.

Una botella de fondillón alicantino embotellado en 1813 que iba a bordo del Magnum Bonum inglés que naufragó en aguas del delta del Ebro. / Joan Cortadellaa

Lo que el MAC ha hecho una vez más es una maravilla. En cada exposición monográfica, el museo prácticamente refunda su planta noble, unos 1.000 metros cuadrados, una fórmula sin duda agotadora, pero también muy gratificante. ‘Art primer, artistas de la prehistòria’, la primera ocasión en que el MAC se metió en tan colosal zafarrancho, se llevó un primer premio de los Global Fine Art Awards (los Oscar de las exposiciones), entonces en una competición en la que se batía nada menos que con el British Museum y el MET de Nueva York, entre otros faros culturales. ‘Naufragio, historia sumergida’ está a la altura de lo que entonces se consumó. Puede que incluso más arriba.

La arqueología submarina puede sostenerse que es milenaria, pero eso sería llamarse a engaño. Es cierto que los romanos tenían entre sus unidades militares a los ‘urinatores,’ especialistas en inmersiones, zapadores de las profundidades que utilizaban una técnica tan simple como bruta para alcanzar su objetivo (se abrazaban a una piedra). Merece también una mención, por cercana, la campana de Cadaqués, ingeniosa solución alumbrada en 1654 para rescatar un tesoro, literalmente una campana gigante que se hundía con pesos para que descendieran a las profundidades los protobuzos de la época dentro de la bolsa de aire que se formaba. Lo curioso era cómo cobraban por aquel arriesgado empleo. Era la mordida, es decir, la cantidad de monedas de plata que les cabía en la boca antes de emerger.

Misión arqueológica en Aigablava.

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Pero la exploración del fondo de los mares no fue realmente eficaz hasta que en el siglo XIX se sortearon todos los problemas técnicos de un antiguo deseo, caminar por el fondo del mar. La escafandra fue el Apolo 11 del siglo XIX y, en el caso del Mediterráneo, fue todo un hito la inmersión que en 1894 organizó con un grupo de cazadores de coral Romuald Alfaras en Cala Cativa, paraje idílico a un golpe de timón de menorquina desde Port de la Selva.

Rescató un conjunto de ánforas de vino que en el siglo I antes de Cristo transportaba una embarcación de diseño ibero, vamos, lo más desaconsejable para completar la ruta del a menudo fiero Cap de Creus. Eran caldos ‘anforados’ en Baetulo y con destino a Narbona. Durante dos milenios durmieron al fresco en Cala Cativa y su hallazgo fue un todo notición que no tenía precedentes en el Mediterráneo.

Es en honor a Alfaras que un tintinesco buzo de escafandra saluda a los visitantes, tal cual como si fuera en busca del tesoro de Rackham el Rojo, pero en honor a la verdad, la arqueología submarina solo dio un verdadero salto gigante en 1943, cuando el ingeniero Émile Gagnan y el irrepetible explorador Jacques-Yves Cousteau concibieron el regulador de presión variable y concedieron así a nuestra especie un dominio del fondo marino inimaginable antes de esa fecha. Comenzó así la verdadera exploración submarina y, en contrapartida, el gran expolio. Se calcula que un 95% de los yacimientos submarino de la costa catalana han sido parcial o totalmente saqueados. Los años 60 y 70 significaron una brutal ‘desanforización’ del fondo marino. Las ánforas romanas se convirtieron en un objeto común de decoración, en ocasiones con copias, pero a menudo con piezas originales.

Ánforas en su día cocidas en la romana Baetulo y que en algún viaje terminaron en el fondo del mar, encajadas unas sobre otras, tal cual viajaban a la perfección.

Ánforas en su día cocidas en la romana Baetulo y que en algún viaje terminaron en el fondo del mar, encajadas unas sobre otras, tal cual viajaban a la perfección. / JOAN CORTADELLAS

La exposición, pues, repasa muy acertadamente esa evolución y, con ello, invita a la fascinación por la arqueología submarina, que en el caso de los pecios (porque también hay yacimientos prehistóricos e incluso ciudades bajo el mar) resulta especialmente llamativa porque la datación del hallazgo es casi siempre un juego de pistas. El diseño del barco, la forma de su velamen y la disposición de sus remos señalan una época y procedencia, también el modo en que la vida del mar se ha adherido la madera del casco, los instrumentos de navegación, si los hay, son otra suerte de carbono-14 y, por supuesto, el material hallado a bordo, aunque en este último caso quedan siempre incógnitas por despejar. El más célebre de los episodios de esta última categoría ocurrió en el Baix Llobregat en 1969. Durante unas operaciones de movimiento de arenas entre las playas de Gavà y Viladecans aparecieron los restos de un pecio romano y, en lo que un día fue su interior, dos cascos etruscos. Al margen de que el más valioso de ellos fue subastado ilegalmente en Christie’s en 1990 y terminó así en Estados Unidos, lo llamativo del caso era la anacronía del descubrimiento, un casco etrusco en un barco romano. ¿Era una antigüedad ya entonces, cuando aquella nave se hundió? ¿Era una réplica de aquellas que se empleaban en el los espectáculos de gladiadores para representar batallas de la antigüedad?

La cuestión es, en definitiva, que el MAC lo ha vuelto a hacer, ha vuelto a renacer por tercera vez en tres años, y es de desear que el público responda como en las ocasiones anteriores y que vaya al número 39 del paseo de la Santa Madrona como si fuera ‘La Posada de Jamaica’, estupenda película de Alfred Hitchcock sobre naufragios provocados, aunque para el caso, con Jusèp Boya, director del el director museo, en el papel de Charles Laughton. ‘La Posada de Jamaica’ es una historia de pillos y, lo que son las cosas, uno poco de eso también hay en la exposición. Merece la pena reparar en esta nueva aventura del MAC, por ejemplo, en ese saquito de monedas que fue rescatado en una inmersión en Aiguablava (Girona) y que para gran emoción de los arqueólogos eran de plata, pero que una vez iniciadas las tareas de limpieza y restauración se descubrió que eran falsificaciones, simplemente cobre recubierto de una capa argentada. Todo eso y mucho más, hasta julio del 2023, en el Museu d’Arqueologia de Catalunya.