El problema de la vivienda

Historias para no dormir de propietarios e inquilinos

Una arrendataria y un arrendador ilustran sus malas experiencias vinculadas a los que fueron sus hogares

Son casos minoritarios pero que afectan al mercado del alquiler y al arraigo en los barrios

Movilización para impedir un desahucio de una madre con tres hijos la semana pasada en Barcelona.

Movilización para impedir un desahucio de una madre con tres hijos la semana pasada en Barcelona. / JORDI OTIX

Patricia Castán

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Hace apenas unos meses, Antonia L. dejó atrás medio siglo de recuerdos en su piso de alquiler del Poble Sec, con el corazón en un puño, el miedo a un cambio de hogar y domicilio a sus 73 años, y una sensación de impotencia que la estaba consumiendo hacía meses. La mujer calcula que habría pagado varias veces el valor de la vivienda, ya que hace muchos años que el administrador les actualizó la renta. Después de tanto tiempo, abonaba ya casi 900 euros por cien metros cuadrados casi de origen, asumiendo ella cualquier reparación y sin que la cuota dejase de crecer: que si un porcentaje por continuas derramas, que si la parte correspondiente de portería (incluso después de que esta desapareciera), que si el IBI, ascensor y todo tipo de suplemento posible. Al final tiró la toalla, cuando esa renta estaba a punto de arruinarla.

De nada sirvió reclamar la documentación sobre los recargos, como le recomendaron en el Sindicat de Llogateres, donde descubrió que no estaba sola, y que los abusos –muchas veces basados en cláusulas antiguas y contratos complejos-- eran una constante por parte de algunos multipropietarios que se desvinculan de los inmuebles poniéndolos en manos de administradores sin alma. “Ese administrador es de lo peor”, le advirtieron en la entidad. “Me respondieron que el plazo para requerir los papeles había prescrito”, señala. Con una pensión de viudedad que no le dejaba margen para subsistir sin ayuda de la familia, optó por empezar a reescribir su vida en el Garraf, cerca de sus hijas.

La última etapa fue la peor, la finca se había llenado de “camas calientes”, pisos donde habitaban numerosos inmigrantes que pagaban aún mucho más por viviendas sin rehabilitar, conviviendo en grupos, con el consiguiente trajín de portazos y ruidos día y noche. No tenían seguro, y Antonia llegó al límite tras dos graves filtraciones en el baño y un letrero anunciando las habitaciones en la misma escalera.

Cuando cerró la puerta del hogar donde un día fue tan feliz con su familia enterró un pasado y hasta sus muebles de juventud para reducir gastos. “Era imposible encontrar algo en el barrio, ni siquiera en Barcelona”. Por 600 euros solo había opción de reinventarse, una misión en la que hoy pone todo su empeño, en un pequeño municipio.

Acceder a un soporte legal no es fácil. Y ganar la batalla menos. Pero en las historias para no dormir de inquilinos y arrendatarios, villanos e inocentes están en uno y otro bando. La indefensión jurídica afecta a las dos partes. Es una de las razones por las que se han disparado los seguros de impago de rentas.

Arrendatario misterioso

Alejandro M. apostó hace unos años por independizarse y comprar un piso pequeño, al alcance de su bolsillo. Calculadora en mano, supo que no podría estar céntrico, pero eligió el barrio del Verdum (Nou Barris) por sus precios. Invirtió 20.000 euros en renovarlo por completo, pero tiempo después empezó a vivir con su pareja en otro domicilio y decidió ponerlo en alquiler. En el último trimestre la media de precios en la zona fue de 647 euros , pero el apartamento tenía tan buena pinta que lo alquiló en apenas unos días por 700, relata. “El inquilino parecía perfecto, ganaba más de 3.000 euros al mes con contrato fijo”, cuenta.

La agencia inmobiliaria solicitó la nómina del supuesto funcionario, junto con su declaración de la renta. El primer mes pagó el alquiler, la fianza y la comisión de mediación. El segundo ya no dio señales de vida. Comenzó un periodo de “estrés, impotencia, insomnio, angustia…”, relata Alejandro, porque el misterioso individuo ni cogía el teléfono ni había sido visto jamás por un solo vecino.

En los últimos tres meses, el joven propietario pasó largas tardes apostado en la puerta del bloque, evitando la tentación de acceder y ver qué sucedía. “Me afectó a la salud, no descansaba, no podía pagar la hipoteca y encima no sabía que había pasado”, cuenta.

Llegando a pensar que el arrendatario hubiera fallecido, contrató a un investigador que averiguó que durante semanas hubo un gran trasiego de entregas de comida a domicilio. Su conclusión es que el inquilino --que parece ya ausente-- se escondía de alguien, porque jamás trabajó en la entidad pública cuya nómina presentó, y tenía un pasado turbio. “No puedo entrar en mi piso, no sé cómo está ni qué se ha llevado. Lo hemos denunciado pero es un proceso lento".

La experiencia le ha convencido de que en cuanto resuelva la situación, venderá el que fue su hogar. "Entiendo que hay fondos buitre y que muchos inquilinos sufren abusos en los contratos o malas condiciones en las viviendas, pero el pequeño propietario está muy solo", reflexiona, "la justicia debería agilizar este tipo de casos o las ocupaciones mafiosas".

Los casos para no dormir son muchos, pero por fortuna una ínfima parte entre los miles de contratos (167.842 el año pasado en Catalunya), subrayan en la Asociación de Agentes Inmobiliarios de Catalunya.

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