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Un pararrayos celestial corona el MNAC

El artista Antonio Ortega corona la cúpula del Palau Nacional con una pieza que marida la fe, pues es la mano del Cristo en Majestad de Taüll, con la ciencia que dejó en herencia Benjamin Franklin

El pararrayos instalado en la cúpula del MNAC

El pararrayos instalado en la cúpula del MNAC / Ferran Nadeu

Carles Cols

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El pararrayos más fenomenal de Barcelona ha pasado prácticamente inadvertido desde que el pasado noviembre, en un día por precaución soleado, fue instalado en lo más alto de la cúpula del Palau Nacional, hogar del Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC), esa suerte de Fort Knox barcelonés que atesora pinturas románicas de Jesús, que de forma general se las llama a todas por el mismo nombre, Pantocrátor, pero que, en rigor, la más célebre de ellas, la del ábside de Sant Climent de Taüll, es, puestos a ser puristas, un ‘Maiestas domini’, o sea, Cristo en Majestad. El pararrayos es una obra de Antonio Ortega (Sant Celoni, 1968), como se verá después, todo un Guadiana de la provocación, y consiste simple pero maravillosamente en una reproducción de la mano del hijo de Dios, con los dedos índice y corazón en señal de bendición, pero con todas las especificaciones técnicas que beben de las lecciones de Benjamin Franklin para que, llegado el caso, todo fortuito rayo que caiga en la cima de la cúpula del MNAC sea domesticado y canalizado hasta las entrañas de la Tierra.

Está ahí desde noviembre y, lo que son las cosas, a falta de presentación oficial, de él se ha sabido sobre todo a través de la versión moderna del llamado boca a oreja, vamos, el ‘WhatsApp’. El terrado del Palau Nacional es de nuevo visitable tras las restricciones a las que obligó la pandemia y el público más observador ha reparado en una pequeña placa que informa sobre la existencia del pararrayos. Hay que levantar solo un poco la vista para verlo. La mano mira, como se supone que litúrgicamente corresponde, exactamente hacia el Este cardinal, como deberían hacerlo también en teoría todos los ábsides del románico pirenaico, pero como el Medioevo fue un etapa más de fe que de ciencia, muchas de esas iglesias están levemente torcidas porque no se tenía muy claro el concepto de la órbita elíptica de la Tierra. El Sol no amanece siempre por el mismo punto del horizonte. De este modo, explica Ortega en conversación en el terrado bajo unas inocentes nubes que, ¡oh!, lástima, no amenazan tormenta, casi podría deducirse qué día se iniciaron las obras de cada una de esas construcciones románicas.

Antonio Ortega, bajo la mirada del Cristo en Majestad de Sant Climent de Taüll, del que ha tomado su mano como modelo anatómico de inspiración.

Antonio Ortega, bajo la mirada del Cristo en Majestad de Sant Climent de Taüll, del que ha tomado su mano como modelo anatómico de inspiración. / Ferran Nadeu

Solo por recapitular por qué el Palau Nacional tiene hoy por sombrero una obra artística tan estupenda, hay que retroceder primero hasta el día en que Lluís Alabern, director de museografía del MNAC e instigador de algunas de las intervenciones más atrevidas de este centro cultural (por ejemplo, abrir las puertas a que Francesc Torres colgara en el interior de la Sala Oval, como una inmensa cruz invertida, una reproducción a escala real de un caza Túpolev de la guerra civil), invitó a Ortega a presentar un proyecto.

De Alabern hay que elogiar sus agallas, porque el currículum de Ortega incluye antecedentes memorables, de los que a veces ponen en un brete a quien le avala. El más conocido de ellos es, por supuesto, su empeño de 2004 de montar en la Fundació Miró una oficina de recaudación de fondos para financiar la elaboración de una figura de cera de tamaño natural de Yola Berrocal. Solo se aceptaban aportaciones de empresas, así que la cosa no cuajó, pero tiempo después llevó a ARCO un óleo de la famosa televisiva cual maja desnuda de los años del pelotazo, y casi logró que Juan Carlos I se fotografiara al lado de ambos, del cuadro y de la propia Yola, pero el servicio secreto (o como se llame en España) lo impidió en el último instante. La única foto salvable del carrete fue la de la 'artista' junto al entonces alcalde José María Álvarez del Manzano. "Parecía una landiana escena de 'Que vienen las suecas", se ríe aún Ortega. Netflix tiene ahí una trama que ríete tú de ‘Tiger King’ y no lo sabe.

En otra ocasión, por enfocar un poco más la figura de Ortega, dedicó el capital que proporcionaba La Caixa a artistas emergentes a pagarle un año de buena vida a la cerda de una granja porcina (veterinario siempre que fuera necesario, pienso de la mejor calidad…) y todo lo que pudo presentar fue un certificado de que así había sido. Tampoco es desdeñable la ocasión en que en una feria celebrada en Lovaina llenó los más de 1.000 metros cúbicos de una sala con ozono purificado. El recinto era transitable, pero un cartel invitaba a los visitantes a meditar muy bien si abrían la puerta, pues su simple presencia comportaría una pérdida de pureza de aquel ambiente.

El pararrayos es, por supuesto, una obra que juega en otra división, algo mucho más brossiano. De entrada, es una pieza de reducidas dimensiones. Claro. Así son los pararrayos. A Ortega le gusta imaginar que desde el exterior del edificio, quienes pasean por Montjuïc intentarán adivinar su silueta igual que en ocasiones hay quien busca en la fachada de la Sagrada Família la figura del demoniaco anarquista que lleva una bomba Orsini en la mano izquierda. Pero más allá de ese divertimento, lo que le seduce es el relato de fondo.

El anarquista oculto en la fachada de la Sagrada Família, con su bomba en la mano izquierda.

A lo lejos (qué estupendo mirador es el MNAC)  se divisa la silueta de Collserola, con el Tibidabo como pico más alto, una cumbre, en opinión de Ortega, secularizada en 1992 por la torre de telecomunicaciones de Norman Foster. Entonces, una obra civil se adueñó del ‘skyline’ de la ciudad y jibarizó la presencia del templo expiatorio del Tibidabo. El ‘skyline’ –prosigue Ortega— se está volviendo a sacralizar, en esta ocasión por el tamaño que ya está comenzando a alcanzar la Sagrada Família. Un poco de todo eso pretende hablar el artista con su pararrayos, muy menudo, de acuerdo, pero con una peana, es decir, la cúpula del Palau Nacional, sin apenas rival si de tamaño se trata.

Antonio Ortega y, pequeño, como corresponde, el pararrayos.

Antonio Ortega y, pequeño, como corresponde, el pararrayos. / Ferran Nadeu

La peana, o sea, la cubierta de la sala oval, no es, pese todo, una obra arquitectónica de indiscutible valor estético. Su historia es bastante conocida. Para aquel lugar había un proyecto previo de Josep Puig i Cadafalch, pero el golpe militar de Miguel Primo de Rivera puso fin a la carrera política de aquel arquitecto como presidente de la Mancomunitat y, de rebote, le descabalgó de proyectos que requerían el aval gubernamental, como fue la Exposición Internacional de 1929. El Palau Nacional, concebido para albergar una muestra del arte español aquel año, fue encargado finalmente a Eugenio Cendoya y Enric Catà, que alumbraron esa anacronía que emula en alguna de sus partes el estilo churrigueresco de la Catedral de Santiago de Compostela y en otras no se sabe muy bien qué. Con un poco de mala fe (que nunca escasee), se podría decir que el Palau Nacional era una prolongación de otra de los grandes ganchos de público de la Expo de 1929, ese control copiar, control pegar que fue el Poble Espanyol, y al que el paso del tiempo le ha sentado menos mal de lo que podría parecer.

El pararrayos, en cualquier caso, no rinde homenaje al edificio, sino a una de las obras más valiosas que contiene, ese Cristo en Majestad de Sant Climent de Taüll al que, aunque apenas se aprecia, le acompañan por detrás de las letras de alfa y omega un par de rayos. Ahora solo queda esperar o, como diría Javier Krahe, en su acertada traducción de la letra de ‘L’orage’, de Georges Brassens, “poner la máxima atención en cirros, cúmulos y estratos”. Es una canción entrañable, la de un hombre que vive una tórrida relación con su vecina, esposa de un vendedor de pararrayos, que se ausenta de casa en noches de tormenta, horas que la pareja aprovecha para dar rienda suelta a su pasión. La menor nube gris le colma de placer, dice en una estrofa. Más o menos, quién sabe, como a todos los que han visto ya el celestial pararrayos del MNAC.